Argentina, 2014, 100’
DIRECCIÓN
Miguel Cohan
GUIÓN
Miguel Cohan, Ana Cohan
INTÉRPRETES
Mercedes Morán, Daniel Fanego, Alberto Ammann, José Coronado
El imposible policial argentino
Por Leonardo M. D’Espósito
Esta nota revela algún detalles de la trama del film. Pero además tiene tres posdatas: la primera es sobre un actor, la segunda, sobre imágenes, y la tercera, sobre la Argentina actual. Puede obviarlas, si quiere. Allí están, de todos modos, si le despiertan alguna curiosidad.
En el período clásico del cine argentino, aquella relativa edad de oro a la que aluden los memoriosos, teníamos policiales. En general la ley y la política estaban separadas en esos universos ficticios pero argentinos. En general, el criminal no estaba del lado de la ley -aunque podía estarlo del lado de la política. Es raro pensarlo, pero el policial negro estadounidense de aquellos mismos años era más relativo y menos maniqueo: el Mal podía encontrarse entre los agentes de la ley, o entre los políticos, o en los bajos fondos, o todo mezclado. Raymond Chandler y Dashiell Hammett (desde una literatura que debía mucho a Hollywood y a la que Hollywood teminó debiéndole mucho) mostraban que la corrupción se había generalizado. Hoy también es posible ver, en el policial americano o el film de suspenso -no necesariamente lo mismo- que esa podredumbre aparece en todas partes. Pero en el cine americano hay un elemento importante, se esté de acuerdo o no: si los hombres están corrompidos, el sistema en sí no lo está. Gran parte de los thrillers políticos giran alrededor de la idea de “que no se entere el Gobierno”, incluso si el criminal es parte del Gobierno. Ese cine, en la Argentina, es imposible.
Betibú es un policial de suspenso, un “whodunit”: un tipo que años ha fue acusado por el asesinato de su esposa y que vive en un country, es asesinado años después. Por razones que no tiene mucho sentido develar aquí y ahora, una escritora -que fue periodista-, un periodista -que fue una estrella- y un pibe futura estrella quizás del periodismo comienzan a investigar el caso y descubren una trama más compleja, con más actores. Para ser sinceros, completamente sinceros, el “whodunit” es un poco simplón y la resolución, un poco forzada e incluso fantasiosa. Pero la película está bien, incluso por momentos muy bien, porque lo que más nos interesa es ver a sus dos protagonistas (básicamente Mercedes Morán y Daniel Fanego, ya hablaremos) desarmar la madeja.
El film recorre dos mundos paralelos: el de los periodistas y el de un country. El primero está permeado del negocio en el que se ha transformado el periodismo, con el jefe de redacción de un diario que alguna vez tuvo una “historia” con la protagonista e intenta volver a seducirla (en parte manipulándola, en parte volviendo a empujarla al periodismo). También de la arbitrariedad de los cambios en una redacción, folclore para los que formamos parte de la “profesión”. Y también del cambio de un periodismo tradicional, artesanal, de contacto humano permanente en otro que se maneja con pantallas televisivas, con computadoras, con redes sociales. Uno de los méritos del film es no hacer explícito este asunto, que funciona menos como telón de fondo que como sostén necesario. El mundo del country también es un universo cerrado, y en todo caso el segundo mérito es el de no hacer demasiado hincapié en esto (error que cometía Marcelo Piñeyro en Las viudas de los jueves). Hay otras dos o tres sociedades cerradas en la película: un colegio militar -se eluden absolutamente las referencias a la dictadura-, y dos cofradías especialmente criminales. Lo que coloca al film aparte de los intentos comerciales en el cine argentino es que el suspenso es lo de menos y la resolución del “caso”, también: lo que importa es la dinámica entre los héroes de la película y cómo su decir y hacer “argentino” se vuelven universales. Esto en cuanto a la película por sí misma, que incurre en un par de errores.
El primer error es el de la música. Mientras que lo que vemos es un cuento argentino, lo que escuchamos es una mala imitación del clisé de Hollywood. Hay algo más: mientras que a Miguel Cohan -director de la más que apreciable Sin retorno, pero a esto vamos a volver- le interesa saber qué les pasa a sus personajes y cómo mostrar de modo natural sus cambios (no hay diálogo que subraye, por ejemplo, el paso del rechazo por la tarea al interés por el caso de la escritora que interpreta Mercedes Morán, y eso está muy bien), es probable que el diseño de producción lo empuje a aceptar “música de suspenso” donde se supone que hay una escena “de suspenso”, música “trágica” donde se supone que uno tiene que ver tragedia, y así. Intenté por unos minutos hacer el ejercicio de evitar la música y el film es muy superior: terso, clásico, filmado con las escenas justas, con planos que tienen una duración -disculpen el término- natural. Cuando volvía a prestar atención a la banda sonora, todo chirriaba. Imagino que aquí primó la necesidad de tener un producto “exportable” a los requerimientos expresivos.
El segundo error reside en la clave que resuelve el caso, el hecho del pasado que desemboca en una venganza. Nada lo indica más que una palabra aparecida en un apunte (¿pero cuándo se tomó ese apunte, quién dijo la palabra?) poco antes de la explicación total del asunto. El tercero es formal y tiene que ver, nuevamente, con el sonido: las columnas que esta escritora publica, leídas en off, son de una enorme trivialidad, una especie de mala imitación de las contratapas poéticas de ciertos diarios. Es probable -no leí la novela de Claudia Piñeiro, a quien además tengo por persona inteligente y de prosa fluida- que en el texto funcionen diferente, pero esas intercalaciones conspiran contra el personaje: Morán hace de su criatura alguien sensible, inteligente, secretamente apasionado y con humor. Los textos en off dicen todo lo contrario.
De todos modos, ante la impresión general de la película, son datos menores, desprolijidades que pasan al sesgo. Ahora sí, volvamos a Miguel Cohan. Sin retorno era un film que contaba una injusticia compensada por una venganza; aquí también sucede lo mismo. Entonces como aquí, Cohan contaba lo justo y necesario, no abusaba de la cámara como un juguete y dejaba de lado la espectacularidad para interesarse por los personajes (al punto que le sacaba una gran actuación, contenida y todo, a Leonardo Sbaraglia, siempre de peligroso desborde). Pero había un costado complejo y difícil de digerir: el mundo que pintaba con trazos casi naturalistas era el de una Argentina donde la verdad y la justicia están definitivamente separados. En ambos casos, los manipuladores, los poderosos son más fuertes que los ciudadanos. Puede el lector decir que esto es así, y que el mérito en todo caso es lograr una pintura precisa de un estado de cosas que efectivamente desborda un momento político particular, un gobierno o un partido. Cohan, con las dos películas, sienta las bases del policial argentino tal como lo definimos más arriba: un tipo de film donde el crimen está a la vuelta de la esquina, donde la impunidad es reina y donde el Estado es el primer criminal por acción o por omisión. Es decir, el reverso especular del thriller americano. También por eso es que los efectos imitados -lo que decíamos de la música, el comic relief que interpreta con sabia brevedad Norman Brisky- se sienten chirriantes o descolocados. Ese mundo donde el Mal no solo triunfó sino donde el Bien es una excepción fugaz (ambos films tienen, en ese sentido, un final “abierto”, aunque aclaremos que aquí la trama “se cierra”), donde no cabe la esperanza, no puede parecerse en nada a la poética de Hollywood, donde las notas de suspenso nos recuerdan que cualquier resultado (el triunfo del Mal, sea, pero también el triunfo del Bien) es posible. Si Betibú -que cuando mete música “de verdad” funciona muy bien: ver la secuencia de Betty Boop y ver la secuencia del baile de jazz- es una buena película por encima de sus fallas es justamente porque el mundo que nos espera a la salida del cine está perfectamente transformado en metáfora entretenida en la pantalla.
Postdata 1. Hay otro motivo por el que Betibú es una buena película, y la razón es Daniel Fanego. Fanego siempre fue un buen actor: lo fue en malos y buenos programas de televisión, en malas y buenas obras de teatro, en malas y buenas películas. Era lo mejor de Todos tenemos un plan, por ejemplo, y lo he visto interpretar en teatro en los últimos años Tres hermanas y El león en invierno, y en ambas puestas era, lejos, lo que atraía la vista. Si algo tiene de rescatable Luna de Avellaneda es cómo Fanego comprende a su personaje más allá de lo que el guión le marca. Aquí es Brena, un periodista avejentado que no viejo, desplazado pero sabio, zorro viejo del oficio que conoce los trucos y nunca dice una palabra de más. Un tipo que no le escapa a la sonrisa y que parece comprender que todo es una inmensa ironía, una broma cruel. El rostro de Fanego es el rostro que tiene el tango y es tan argentino en eso que se vuelve universal. Cada marca, cada arruga, las mejillas enjutas, la mirada como cuchillo, lo transforman en el único actor de estirpe clásica que tiene el cine argentino hoy (y no me olvido de Darín: Darín es bueno pero es otra cosa). Ver a Fanego decir “buscá, buscá” (vean la película) es ver a un hijo de John Wayne o Cary Grant -o a los dos, microsegundamente, al mismo tiempo. Más allá de que Mercedes Morán no “polkizada” está perfecta, que las siete palabras que dice Carola Reyna son increíblemente efectivas, de que Briski haciendo de Briski está muy gracioso, Fanego es la gran columna vertebral del film. Queremos verlo y escucharlo cada vez que aparece. Quizás, incluso, sea un error decir que Betibú es una buena película (yo creo que lo es, pero pongamos): en ese caso, Fanego tiñe todo de excelencia.
Posdata 2 (y corolario): Uno de los actores del film es Gerardo Romano. Casi no dice una palabra, básicamente lo vemos trotar y tiene una escena, muda, donde intimida al espectador. Una mujer muerta en el pasado es Adriana Brodsky, solo una foto en una revista. Carola Reyna tiene esas cuatro frases que dijimos. Lito Cruz tiene tres o cuatro secuencias como un comisario (que es todo lo que un comisario de la bonaerense puede ser o es) y lo hace todo justo. Lo que se nota en Miguel Cohan, y esperemos que no sea un espejismo, es que se siente atraído por la imagen de los personajes. Parece creer que es más lo que dicen cuando se mueven o hacen que cuando hablan (de allí, también, que chirrien tanto los textos en off).
Posdata 3: El mundo en el que viven estos personajes es de un autoritarismo atroz que a veces se disimula y a veces, no. Al principio, hay un encontronazo entre la guardia de seguridad del country y un remisero porque “no se puede estacionar ahí”. Luego, una orden “de arriba” deja a nuestra protagonista -que se dedica a escribir ficción- sin posibilidad de trabajo más que volver, forzadamente, al periodismo. Luego sabremos que esa decisión fue una trampa urdida por un poder económico mucho más grande, que la coloca en el lugar donde le es útil. El diario en el que trabajan los protagonistas es El Tribuno, inexistente. En la investigación, vemos recortes de La Nación, Página/12, Crónica y algunos más. Nunca de Clarín. Puede ser que, como Clarín no es inversor del film, haya que sacarlo; puede ser un problema legal y nada más. Es una pequeña nota falsa en este mundo realista, pero si bien la penetración española en el medio argentino parecen calcadas de lo que Telefónica ha realizado en medios (perdón, es comidilla del mundillo), la estrategia de premios, castigos y congelamientos tiene algo de clarinesco (idem paréntesis anterior). Es lo de menos. Sin embargo, el único canal que se ve en la redacción es el ultraoficialista CN23. Ahora bien: cuando la verdad está por salir a la luz, alguien llama por teléfono al director -español- del diario; alguien con poder, mucho poder, que también llama a la policía, y le obliga a cambiar la tapa, a borrar la noticia, a que todo ese mundo de resoluciones posibles y de esperanza a pesar de la tragedia, de verdad finalmente revelada, se disuelva en la amenaza constante de la muerte innominada. Un traspié poco elegante de cómo alguien con poder interviene en los medios, en un país donde eso no es, precisamente, de la menor importancia.
Publicado en el número 260