Asesinatos, Lynch, zonas oscuras

Originalmente publicada en El Amante #252

“Muy distinto es, en cambio, si el poeta aparenta situarse en el terreno de la realidad común. Adopta entonces todas las condiciones que en la vida real rigen la aparición de lo siniestro, y cuanto en las vivencias tenga este carácter también lo tendrá en la ficción. Pero en este caso el poeta puede exaltar y multiplicar lo siniestro mucho más allá de lo que es posible en la vida real, haciendo suceder lo que jamás o raramente acaecería en la realidad. En cierta manera, nos libra entonces a nuestra superstición, que habíamos creído superada; nos engaña al prometernos la realidad vulgar, para salirse luego de ella.”
Sigmund Freud – Lo siniestro

 

Desde hace unas semanas en la televisión no se habla de otra cosa. Un caso policial que sacude a la opinión pública. Una adolescente asesinada, encontrada en un basural, un portero de edificio incriminado, una familia que opta por el silencio, y las múltiples posibilidades que se abren ante un público que no para de opinar. Cada taxista tiene su teoría (doy fe; ya escuché al menos tres), y las ya cotidianas charlas de ascensor sobre el clima trocaron en un “¿y vos qué opinás del caso de la piba esta?”. Lamentablemente no. No es ficción, pero el caso está siendo tratado como tal.

No pienso entrar en detalles ni datos sobre el crimen, dados hasta el hartazgo y hasta el límite del buen gusto por periodistas y no tanto en televisión, radio, Internet, diarios y cuanto medio pueda imaginarse. Solo diré que la repetición ininterrumpida de las fotos de una adolescente en sus mejores años, una adolescente inocente, con toda una vida por delante, y su horroroso final, cosificada (no solo materialmente, en el basural, sino también simbólicamente, hasta el hartazgo por los medios de comunicación y la gente en general) me llevaron de nuevo a preguntarme: ¿Quién mató a Laura Palmer? Y hasta aquí llegué con la realidad. A partir de ahora esta nota se dedicará solo a revisitar Twin Peaks.

Wrapped in Plastic

Una de las cosas que más llama la atención en Twin Peaks es el punto de partida: el hallazgo que hace un pescador de un cadáver envuelto en plástico. En ese sentido, el comienzo marca, como la oreja en Blue Velvet, el principio de lo trágico, de lo enrarecido. Lynch elije esos pueblos bucólicos para sacudirlos como a una alfombra vieja. Nos sacude la mugre en la cara. Esos lugares aparentemente perfectos, pueblos chicos donde no pasa nada, se convierten en un abrir y cerrar de ojos en el escenario de los crímenes más abominables. Y la basura, esa que en cada casa se escondía debajo de esa alfombra, sale a la superficie. Por eso a lo largo de la serie nos vamos convenciendo de que ya no es tan importante quién cometió el crimen. Todos, absolutamente todos en ese pueblo, tienen algo que ocultar (incluso la víctima, por qué no). Las zonas oscuras no son patrimonio de la gente de las grandes ciudades, y eso se olfatea permanentemente en Twin Peaks. El aserradero, el prostíbulo, el hotel del pueblo y hasta la casa misma de Laura Palmer con ese ventilador de techo que sugestivamente no para nunca de girar (y “siempre hay música en el aire”) se enrarecen cada vez más y van develando los secretos que esconden entre sus paredes.

Pero hay algo fundamental que no quiero dejar de mencionar: lo que hace más brutal el hallazgo del cuerpo, lo que vuelve aún más siniestro todo el asunto es el cómo. El cuerpo cosificado, reducido a comida para peces, a pura basura, es lo que espanta. La reducción del cuerpo humano a una cosa inanimada, equiparable a un montón de trastos viejos forma parte de esas cosas que nos espantan, que nos ponen la piel de gallina. Y lo que sucede es que luego de esa cosificación Laura Palmer recibe otra, más sutil, más simbólica: la que le hace el espectador. Entonces somos nosotros, testigos atentos que seguimos paso a paso a Cooper en su investigación los que convertimos por segunda vez a Laura Palmer en una cosa: ahora es nuestra, es nuestra protagonista de la historia. No más Laura Palmer hija, amiga, alumna. Ahora es Laura Palmer personaje. Congelada y envuelta en plástico para todos nosotros que, impávidos, la consumimos como entretenimiento. Y Laura Palmer es, en efecto, un personaje. Un personaje creado por David Lynch. Así que sí, está muy bien. Podemos consumir en paz. A Laura Palmer sí.

Tabú
Alerta de spoiler: En la primera línea del próximo párrafo se devela un detalle fundamental de la serie Twin Peaks. Quien no la haya visto completa, que detenga ya mismo su lectura.

 

Habiendo hecho aviso correspondiente, puedo decirlo sin temores: a Laura Palmer la mató Leland Palmer, su propio padre y (sin lugar a dudas, y reto a duelo a quien lo ponga en duda) el mejor personaje de la serie.
Leland, en esa escena memorable de las duchas anti incendio en prisión, confiesa lo inconfesable, lo que ya veníamos sospechando apenas capítulos atrás pero nos negábamos a creer: fue él, su propio padre, quien la mató. Entonces todo se resignifica. Entonces todo ese universo lyncheano de frases aparentemente incoherentes y “siempre hay música en el aire” y ventiladores que no paran de girar comienza a tomar sentido. El sentido del incesto. El mayor tabú. El abuso de un padre hacia su propia hija. Eso que Laura susurra al oído de Cooper en un sueño y que automáticamente olvida al despertar. Eso es tabú. Ni más ni menos que su padre cometiendo el peor de los crímenes. Ese padre que encanece de repente, y baila y canta como Fred Astaire, es un monstruo. No es Bob quien mata a Laura Palmer. Es Bob dentro de Leland, y eso es lo inefable.
El resto de la serie, después de su confesión, ya no vale la pena. El argumento se diluye y se abren nuevos conflictos que ya no importan. La gran olla ha sido destapada. Una olla putrefacta y llena de hedor. Una olla siniestra, que espanta por humana, por cercana. El mal no está en el otro. El mal está ahí donde todos nos sentimos seguros: en brazos del padre. Ya no hay consuelo posible. Nosotros, los morbosos que miramos desde afuera, nos sentimos amenazados en nuestra comodidad. El mal está encarnado en lo familiar. Y eso espanta hasta el horror. Y nos deja a todos sin palabras. Lynch, una vez más, nos dejó mudos. Bendito seas David, adivinando como siempre nuestras peores pesadillas.

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