Aire libre

I can’t get no satisfaction
Por Nadia Marchione

“Cuando las cosas llegan a su centro, no hay quien las arranque.”
Federico García Lorca

Cuando termina Aire libre uno vuelve a respirar. Es más, como si Berneri supiera (que, claro está, lo sabe) que estamos conteniendo el aliento desde hace casi dos horas, termina la película con el título impreso sobre fondo de paisaje de hojas verdes (plano de la entrada de la casa en construcción, mucho aire, mucha luz). Así, ver los caracteres que forman las palabras AIRE LIBRE en ese momento es, para quien estuvo prendido a las vidas de esos dos personajes hasta ese momento, un permiso para volver a respirar.
Entonces uno sale del cine y respira. Berneri trasciende el límite temporal de la película y nos acompaña un rato más, mientras soltamos un poco de todo ese aire que estuvimos conteniendo. Ese aire contaminado, lleno de tensión y rispideces, que se mete en la estructura de sus personajes hasta hacerse piel con ellos. Una asfixia tan tangible que es imposible de esquivar.

Lucía (Celeste Cid, en la plenitud de su fotogenia) y Manuel (un Leonardo Sbaraglia corrido de sus papeles habituales, vulnerable y desarmado) son un matrimonio de muchos años, que está en crisis. Una crisis que no se nombra pero que estalla en sus cuerpos, en esa confianza cansina con la que se rechazan sexualmente, en sus conversaciones a medias, su falta de ternura y en la dolorosa ausencia de risas cómplices, esas que son capaces de unir a las parejas más frías y distantes.
Sin embargo, a pesar de lo evidente de este resquebrajamiento, Lucía y Manuel planean mudarse con su hijo Santiago, de 8 años, a un lugar más tranquilo, donde se pueda respirar mejor y entre más luz. Para eso deciden refaccionar una casa completamente derruida. Una casa que puede adivinarse esplendorosa en su pasado pero que hoy puede ofrecer sólo escombros. Como la pareja, la casa parece tener un pasado claro, un presente bastante evidente y un futuro aún por construir. Todo depende de ellos. Construir o soltar. La casa y la pareja.
Entonces, estos dos que no hablan de lo mustio de su pareja, sí hablan de lo podrido de las vigas; no son capaces de ver la grieta que se está abriendo entre ellos, pero hacen planes para tirar paredes que dejen entrar el sol. La crisis de pareja los deja solos consigo mismos, enfrentados a su individualidad, quizás olvidada por tantos años de pensar la vida en dúo.

Desencuentros cercanos

La cámara de Berneri nos toma de las narices y nos lleva, como en ese plano secuencia inicial donde acompaña al niño hasta encontrarse con sus padres, nos pasea por este cuento donde no hay buenos ni malos, actitudes reprobables ni aplaudibles. Sólo hay gente haciendo lo que puede con sus vidas, tan así como cada uno de nosotros lo hace día a día. Aire Libre maneja en ese sentido un realismo descarnado y honesto, tan doloroso como certeramente humano. Y en ese paseo por la historia nos topamos con reflejos. Espejos inevitables: quién no vivió esas situaciones, quién no teme vivirlas.
Por eso Aire Libre es incómoda. Y esa incomodidad que logra es su mayor atractivo, porque para el espectador la película es una montaña rusa de roles posibles: por momentos uno se siente un intruso, un invitado a la casa de una pareja que discute, y debatiéndose entre la incomodidad o el morbo observa cómo funciona eso que en otros se ve siempre más claro; en otras ocasiones uno es cómplice de uno o del otro, y por momentos llega a saber cosas que ninguno de los dos sabe. Y en medio de esa montaña rusa, los reflejos, los espejos: todos somos un poco así y lo sabemos; todos seremos un poco así y lo intuimos.

Ser padres hoy

“El amor no vuelve a ser el mismo después de los hijos”, me decía en medio de una charla una mujer con la que discutíamos sobre estos temas. Y Aire Libre viene a confirmarlo. Ya en Por Tu Culpa Anahí Berneri se metía en el maravilloso mundo de la maternidad y la crianza, y aquí se afianza esa mirada punzante y real sobre la responsabilidad desmedida que puede llegar a significar un hijo para alguien. Sobre el desborde, el caos y lo enorme que es el ser hijo y el ser padre.  Sobre ese amor infinito y ese miedo terrible que sólo se siente por un hijo.
Pero todos somos hijos. Y todo padre anhela en algún lugar volver por unos instantes a ser plenamente hijo, ese rol donde todo está por hacerse, donde sólo se recibe… Y aquí Lucía y Manuel cumplen esa fantasía. Se instalan en las casas de sus padres, vuelven a codearse con su ser hijo. Pero no. Son padres. Ahora son padres. Ya nada es igual.

Anahí Berneri maneja los climas con una sutileza tal que logra convertir la caída de una lámpara en un presagio de lo que vendrá.
La tensión, que en el comienzo de Por tu culpa se adivinaba fuera de campo (en los gritos de los chicos, sus golpes, sus caídas, todo lo que escapa al control materno), aparece aquí enquistada dentro. Dentro de cada uno de los personajes hay tensión. Una lucha constante con el otro y consigo mismos. Tragan tensión y escupen tensión. Capas y capas de tensión que se acumulan, que duelen y lastiman. Y que en el colmo del infantilismo terminan lastimando fuera, todo lo que aman y cuidaron siempre.

Aire Libre tensa esos hilos para mostrar los desencuentros, la humanidad y que finalmente se filtre la ternura en dos personajes tan cercanos y conocidos que nadie en la platea podrá atreverse a juzgar.

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