Puños de gloria – por Lilian Laura Ivachow

Tres películas. Tres películas argentinas. Tres películas argentinas que refieren al boxeo; dos con monos, otra con una tigresa. Tres películas amarradas a su tiempo, rabiosamente de época, fatalmente peronistas. Tres miradas arrebatadas sobre el box.

 

Nosotros los monos (Edmund Valladares, 1971) tiene mucho de Solanas y de Raymundo Gleyzer. Cine Liberación con ingredientes de la Generación del 60 procesado con el Cine de la Base. O “Tercer Cine” en estado puro con ecos de Sarmiento en su retrato despiadado, endemoniado y enamorado del Facundo. La furia descontrolada del que, a fuerza de defenestrar, termina amando. 

Nosotros los monosno fotografía al box; le saca una radiografía sociológica, panfletaria, didáctica, fascinante y excesiva. Un gráfico ejemplifica que las lesiones cerebrales que sufre el púgil son irreparables. Una secuencia enumera, con espíritu científico, los casos de campeones que terminaron en neuropsiquiátricos. El zeitgeist de los setenta resuena en los versos de la canción final. “Cabecita negra” parece el lamento narcotizado del peronismo proscripto. 

Nosotros los monos es cien por ciento cine de tesis. El boxeador es la materia prima. El entrenamiento lo transforma en “producto manufacturado”. El negocio maneja “cifras inconmensurables”. El espectáculo es “violencia reglamentada”. El boxeador aporta nada menos que su integridad física y el público es “espectador impasible de la masacre”. Su tesis nos interpela: el mundo del box es una maquinaria perversa que utiliza a quienes desembocarán en el hospicio o en el cementerio. 

Aunque quizás la notable película de Valladares sea menos interesante por su tesis que por la belleza intemperante de sus imágenes. La magnitud y el efecto de los golpes, el rugido hambriento y uniforme de la leonera, la exhalaciones y latidos en primer plano sonoro, los gladiadores suspendidos en el ringside o en el cielo nocturno del cuadrilátero. El montaje es métrico, rítmico, repetitivo; las magistrales lecciones de Eisenstein atravesadas por La hora de los hornos. Nosotros los monos hasta podría ser un borrador secreto de Gatica.

Pero Gatica, el mono (Favio, 93) es casi un oponente. En la película de Valladares el individuo es una víctima del sistema, y en la de Favio es el sistema el que le otorga fuerza, aliento, sustento y entidad. La relación de necesidad será recíproca. Gatica llega cuando llega Perón y cae cuando Perón cae. Con la caída de Gatica se derrama una forma más sangrienta de boxear. Más brutal, más ofensiva, menos atrincherada en el esquive y en la palanca. Una forma de combate que, como señalaba Roberto Pagés en el momento del estreno, es la de “un cristo boxeador amasado en el barro hambruno…”. O vendaval poético hecho de rabia, sangre, transpiración, exasperación y calvarios. 

Gatica el mono se estrenó en el 93 pero refiere a otro tiempo. Porque los cuentos que cuentan las películas de Favio hablan de un mundo en vías de extinción. Hoy casi no existen las riñas de gallos, ni gauchos que huyen, ni radionovelas. Hace tiempo que Evita dejó de existir y cada vez menos gente cree en los lobizones. Pero las películas de Favio tienen virtudes premonitorias. El final de Soñar, soñar anticipaba en 1976 que el lugar de los soñadores sería la cárcel. La imagen de Gatica triunfal tirando besos con las banderas flameando detrás parecería confirmar una y otra vez la capacidad de los mitos y de los movimientos sociales para recuperarse. 

Licencia número uno (Matilde Michanie, 2008) hubiera sido difícil de imaginar en el país antes de los últimos diez años. Está dirigida por una mujer, explora el mundo del boxeo femenino y se terminó durante el gobierno de una presidenta en un época en que (quiérase o no) las mujeres boxean, son presidentas y hacen películas. 

Al derrotero de Marcela “la Tigresa” Acuña por obtener una licencia de boxeadora se suma, como eje del relato, el enfrentamiento por el título mundial contra la panameña Damaris Pinnock Ortega. El trayecto en taxi hasta el glorioso Luna Park alcanza momentos enormes. Acuña en primer plano y en blanco y negro, a contraluz con vaporoso fondo musical, es una doble de luces perfecta de Audrey Hepburn. 

El documental de Michanie es síntoma de un tiempo menos arrebatado, más pobre, mejor representado, menos sentencioso, más chato, menos prejuicioso, más interesante.

Los testimonios de las boxeadoras profesionales y amateurs de distintos países se entremezclan con los de entrenadores y especialistas. Incluso con el de algún dinosaurio vivo. Horacio Pagani, pitecantropus del periodismo deportivo local, embiste con el lugar común de que “el box femenino es antiestético”. 

El contraataque se hace a base de opiniones fuertes. La argentina “welter” Paola Casalinuovo recuerda que, cada vez que le preguntan si le gusta que le peguen, responde: “A mí no me gusta que me peguen, me gusta pegar”. Cuando todavía no contaba con su licencia para ejercer la profesión, Acuña arremetía: “¿Por qué en Estados Unidos la mujer puede boxear y acá no? ¿Le falta un brazo?”. 

Con la misma determinación con que en los últimos años Acuña se dedicó al trabajo político y social (acaba de ser candidata a diputada, fue concejal, y en la película se la muestra involucrada con la gestión del Intendente Hugo Curto), ella y Licencia… restauran el lazo inquebrantable entre el peronismo y el boxeo vernáculo. 

Una buena imagen da cuenta de esto. Cuando la Tigresa camina de la mano de su amor, inventor y socio (Ramón Chaparro, también entrenador), pasan por delante de un enorme afiche de Perón y Evita que, abrazados luego del renunciamiento, parecerían protegerlos para siempre. 

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