Marxismo – por Juan Manuel Domínguez

Bob Fisher, escribiendo sobre Rocky en American Cinematographer, decía: “Cada pelea debe verse real. La audiencia tiene que salirse de su órbita y sentir que el aire se le escapa de los pulmones cada vez que Rocky es golpeado. Si los espectadores no creen que Rocky está en la pelea de su vida, no pueden sentir por él, y la idea deja de funcionar.” ¿Qué es “real”, Bob? Ay, no, que inmundicia de pregunta, Bob, pero sí, Bob, es hora de ver qué es real en un terreno donde Balboa/Stallone transpiraron un océano. Ahí está el salitre de la cuestión mercachifle (Rocky V) y está también la curación de heridas que el cine no sabía que tenía (¿Imaginan un mundo donde no se hubiera filmado Rocky?). Rocky nunca fue real en un sentido físico, de representación de la realidad (sabemos, Bob, no era tu punto, pero ya vamos a llegar). Fue real en un sentido John Wayne. Fue real cine: Stallone, con su belleza equina, abultada, peronista (por mentón y por Gatica), tiraba piñas suburbanas, agotadas, esperanzadas. Un puño era Coltrane, el otro Dios. Jazz sin sonar, recesión sin ser vista, joggin sin marca, carnes colgadas sin futuro, escaleras sin campeones, frio sin posibilidad de calor: Rocky escondía sus mitos, su grandeza, prefería – o no podía hacerlo de otra forma- traficarlas de forma naif, bien intencionada, haciendo del cuento de hadas un mero guante. Pero necesario.

Stallone, monumento a sí mismo y a la emoción primaria, usaba la excusa del campeón (fenómeno pasajero si los hay) para, en realidad, hacerse el común (sin poder dejar de serlo y, al mismo tiempo, sin poder dejar de respirar un nuevo tipo de brillo cinematográfico, más transpirado, más de musculo atrofiado, más de bíceps herido por la bestialidad con la que se creó).Rocky, sujeto repulsivo cuando no magnánimo, es el género: siempre se habla de la estructura, del plano, de la narración. Pero Rocky, sobre todo en la primera, es Stallone: un género de una sola persona, repetido ad infinitum en nuestra parcela de la historia del cine. Ese real, Bob, asociado a la pelea del que hablás lo demuestra: Rocky es nuestro avatar, Rocky es nuestro. Por eso la pelea debe ser real, respetando a Newton, a Hemingway y a Ali por igual, debe ser literatura (esa cosa que jamás puede ser real), debe ser montaje. O no será Rocky: ¿Cómo pensar al jetón sin exageración? No hay real, Bob: Stallone creó la hipérbole del tipazo que no vino de Krypton (¿qué otra cosa es Superman que la representación de todo lo bueno que puede ser alguien superpoderoso?). Stallone creo al Clark Kent cavernícola, él que entrenó, que sufrió, que se jugó por amor, que lo perdió, que vivió. Rocky es una idea, no un parámetro, no un frente desde donde apostarse y herir, a lo diletante, a quienes osan pisar la escalera del género. 

A Gigantes de acero le filetearon “La Rocky de la nueva generación” en su costado. Obvio, algo hay: hay deporte solo que ahora es en un futuro que está a menos de un lustro de distancia y donde los púgiles son ahora robots manejados a control remoto (y estrellas, en un ánimo que agrega al combo la fechoría punk y medieval de la lucha libre). Hay algo de Halcón, otro Stallone, o de El campeón: relación paterno filial que se hace, ya que estaba deshecha, en la ruta y en el ring. Pero hay algo nuevo: Gigantes de acero se anima al surrealismo. No reniega de su ADN Disney –compañía productora-, lo abraza a lo boxeador que debe sostenerse a costa y costilla de su contrincante. Casi como la evocando la mímica que hacía a la escena del falso espejo de los Marx, el momento cúlmine de GdA muestra a ese every-robot (un genérico de Rocky: un robot lumpen desclasificado y abandonado en la chatarra que, por resistencia y por Campanita, va queriendo y pudiendo ser, a las piñas, campeón) copiando los movimiento de Hugh Jackman-papá-entrenador, otro que salió hace un minuto del cenicero. Toda GdA hasta ese momento es grandota y anabólica, en sentimiento y en robots: muñecos de colores chillones –como Superman- listos para ser videojuego mientras disfrutan su gloria descartable. Surreal el deporte antes que futurista, Rocky es la estructura y el sistema operativo. Jackman responde a esa idea y el cine también: en contraste con la primera escena, donde las máquinas con fines hedonistas se ven reflejadas en el vidrio (la feria de juegos), GdA se deriva en un humanismo surreal y ultraviolento, donde Jackman y robot pelean juntos, imitando el segundo al primero. La máquina ya no es horizonte, es nervio propio. Y Jackman/Robot se ponen invencibles y entonces la cámara abandona la espectacularidad para centrarse en Jackman, hermoso, feliz, rompiendo al campeón enemigo sin siquiera tocarlo. Él y nada más. Fondo negro. Casi teatro de Praga. Y Jackman arremete, se ríe, explota de felicidad, está justificando su vida, la de su hijo, la de su amor, la del cine en un instante. Ahí está Rocky del otro lado del espejo, obviamente estuvo siempre, pero ahora se lo puede ver, gritando, demostrando que el cuerpo es el deporte favorito del cine. Y que el sentimiento, creado y agigantado por un uso absurdo y, milagrosamente, potenciado de “una de deportes”, es algo donde hasta un director puede sugerir un robot tiene algo así como alma. Y que es capaz de verla en un espejo cuando se mira los ojos/faros. Como se veían los Marx, como se ven Jackman/Stallone. Espejo. Como el cine lo es de aquello que creemos que es lo mejor de sí mismo. ¿O no, Bob?

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