Lágrimas de cafeína

 

«Ahora sé por qué lloran, pero eso es algo que yo nunca podré hacer»

(Terminator 2)

 

Si el mejor amigo del hombre es el perro, el mejor amigo del crítico de cine es el café. El nacimiento de la primera frase es verdaderamente romántico: esa afirmación salió de la boca de George Graham Vest como parte de un discurso que pronunció al jurado del tribunal de Warrensdburg, Missouri, Estados Unidos en 1870 para ajusticiar el asesinato de un can. El demandante, Charles Burden, descubrió una mañana que su galgo llamado «Old Drum» había sido asesinado por su vecino a sangre fría. Leónidas Hornsby, el demandado, perdió el juicio gracias a las conmovedoras palabras que manifestó el abogado: «Caballeros del jurado: el mejor amigo que un hombre puede tener, podrá volverse en su contra y convertirse en su enemigo. Su propio hijo o hija, a quienes crió con amor y atenciones infinitas, pueden demostrarle ingratitud. Aquellos que están más cerca de nuestro corazón, aquellos a quienes confiamos nuestra felicidad y buen nombre, pueden convertirse en traidores (…) Si la desgracia deja a su amor sin hogar y amigos, el confiado perro pide el privilegio de acompañarlo a su amo para defenderlo contra sus enemigos. Y cuando llega el último acto, y la muerte hace su aparición y el cuerpo es enterrado en la fría tierra, no importa que todos los amigos hayan partido. Allí junto a la tumba, se quedará el noble animal, su cabeza entre sus patas, los ojos tristes pero abiertos y alertas, noble y sincero, más allá de la muerte». El café practica la misma fidelidad con el profesional que duerme poco y rezonga mucho; en la prosperidad y en la pobreza, en la salud y en la enfermedad, no sólo lo acompaña sino que también lo estimula. Le entrega calor al redactor como lo hace un perro al apoyar su cabeza en los pies del amo. La máquina de café de la sede de El Amante lejos estaba de ser perfecta: nos quitaba la salud, el dinero y el buen aliento. Nos escupía con odio la bebida elegida, nos incautaba caprichosamente las monedas, jamás nos dio vuelto y en el 79% de los casos nos estafaba con la cantidad de líquido. Nos obligaba a ver siempre «el medio vaso vacío». 

 

 

Pero existe otra relación estrecha entre el café y la crítica de cine: para que una crítica sea realmente un arte debe contar con cuatro elementos. Información, análisis, interpretación y evaluación. Así nos lo transmitió, con ese énfasis tan particular y luego del monólogo Woodyallenezco quejón del día, Javier Porta Fouz en la primera clase de su materia «Ver para escribir» en la escuela de crítica de cine de El Amante. El café también tiene que hacer cumplir la presencia de los cuatro factores que encierran las características de café: acidez, aroma, cuerpo y sabor. La máquina de café de El Amante no cumplía con ninguno de estos factores: no tenía la suficiente acidez para que el café no sea plano; ni tenía un aroma intenso; ni la necesaria viscosidad, peso y grosor para lograr tener cuerpo; ni tampoco tenía un sabor fiel a lo que indicaba su identidad. Las ocho opciones de la máquina eran como las aguas frescas de El Chavo del 8: el chocolate sabía a café con leche, el capuchino sabía a chocolate y el café largo… Beto a saber a qué bebida extraña e inclasificable se asemejaba. Pero lo más grave no eran sus limitaciones técnicas, el problema principal era el ensañamiento diabólico en dañar nuestro sistema intestinal, al borde de la muerte digestiva. La máquina era el Terminator de la cafeína que venía del futuro -se presentaba obsoleta para disimular sus verdaderas intenciones macabras- y nos identificaba a todos y a cada uno de los amanteanos como una Sarah Connor. Dispuesto a destruir sin escrúpulos la totalidad de nuestro organismo, nos disparaba en cada ingesta un pase libre a una úlcera asegurada y la amenaza de sufrir mutaciones físicas hasta transformarnos como Seth Brundle en La mosca. Y eso no es todo: como si viviéramos con un Gizmo en la barriga, segundos después de que el líquido aguachento viaje por nuestras arterias, un grupo de Gremlins nacía y se reproducían sin cesar por toda nuestra anatomía interna. Mohawk, George, Daffy y Phantom retorcían con furia nuestros intestinos y subían hasta nuestra garganta, rebotando como en una cama elástica desde el diafragma hasta el exterior de la boca. Todo eso y mucho más era esa máquina que, sin dar demasiado a cambio, se ganó mi corazón y el de tantos otros. Porque, muy en el fondo, ella no nos veía como a Sarah Connor, sino como a su hijo John. Detrás de su espíritu vengativo y satánico, habitaba un Arnold Schwarzenegger reprogramado como el modelo 101 dispuesto a defendernos de la modorra mañanera y el desasosiego cotidiano. 

 

 

El viernes 2 de agosto de 2013 fue el último día que la sede de El Amante tuvo sus puertas abiertas. La máquina de café, rebelde y siempre malhumorada, era la excusa para dialogar en la sala de «cafetería», junto a los incondicionales pósters de Con ánimo de amar, Excursiones y Lesbianas de Buenos Aires. Y la protagonista siempre era ella: arcaica como Robotina pero guerrera como una gigante de acero. «¡esta guacha me negó la leche del café con leche!», «¡eh!, ¡me cagó la mitad del café!», «¡Yo le pedí café largo, no café corto!», son sólo algunas de las manifestaciones que se oían de boca de los docentes y alumnos indignados. Claro, porque Lavalle 1928 no era solamente la redacción de EA, era también la escuela de crítica de cine a la cuál, entre muchos otros, formé parte. Quizás yo no sea la redactora indicada para escribir este «obituario inmobiliario» porque yo arribé a las páginas de la revista de EA hace muy poco tiempo. No obstante, mi amor por El Amante y sus pupitres con el respaldo vencido fue a primera vista, instantáneo. Me enamoré de cada uno de sus recovecos como de la cafeína al tomar el primer café. Lamentablemente tengo el mal hábito de llegar tarde al momento oportuno: tendría que haber nacido en 1916 para fundar el dadaísmo con Tristan Tzara, Hugo Ball, Jean Arp y Max Ernst en el café de Cabaret Voltaire», pero no. Tuve que nacer en el año del estreno de Volver al futuro y Los Cazafantasmas. A El Amante no llegué temprano pero, por suerte, llegué a tiempo. Lavalle 1928 era mucho más que una redacción y una escuela de crítica de cine, era un refugio para todos los seres subnormales que necesitaban descubrir que existían otros terrícolas para intercambiar ideas inútiles que no iban a cambiar el mundo en lo más mínimo. Cuando empujábamos la puerta de 897 toneladas y se escuchaba por 50 segundos el latoso himno de EA al ritmo del «Din-don. Din.don. Din-don…», sabíamos que estábamos seguros; en casa. Muchos de los que pasaron por las aulas «Rodrigo Tarruella», «Andre Bazin» y «Serge Daney» se sienten en el presente un poco tristes y nostálgicos por aceptar que ya no escucharán esa melodía esquizofrénica de la entrada, pero, como las personas y sus casas, El Amante no es un espacio físico. El Amante va más allá de lo tangible y como superó el paso de tiempo, también superará el cambio de espacio. Mi anhelo es que esa máquina despierte de ese largo sueño y me diga como Terminator «I will be back». Quizás algún día ese deseo se cumpla; ahora sólo me queda decirte: «Hasta la vista, baby!»

 

Maia Debowicz

 

 

 

Los gustos favoritos de la redacción de El Amante

 

Daniel Alaniz: No me acerqué a esa máquina ni a 20 cuadras a la redonda

 

Nazareno Brega: En aquellos años pre Nespresso jamás tomaba café y en estos últimos años, después de ver cómo en el trabajo una máquina entregó café mezclado con miembros imposibles de identificar de una cucaracha, jamás tomo café de máquina

 

Diego Brodersen:  Mi sabor «favorito» era justamente el de la foto, el cortado. El más tolerable para mi paladar, creo.

 

Maia Debowicz: Empecé por el café con leche hasta que conocí el adictivo sabor radioactivo de la opción que decía «chocolate». Siempre quise probar qué tan horrible era el «té con limón» pero temí no contar el cuento y que mi epitafio termine siendo «masoquista hasta la tumba»

 

Leonardo Desposito: Café corto. Lo único que pedí. Fui boy scout y tomo café desde los ocho años: mi estómago es a prueba de venenos.

 

Federico Karstulovich: A mi una vez me salió café. El julepe que me pegué con esa imagen.

 

Lilian Laura Ivachow: Yo tomé varias veces «té con limón» cuando tenía que dar clase y me dolía la garganta. Era un asco.  

 

Marina Locatelli: Tomaba el café, largo negro, sin azúcar. Un asco, bah!

 

Nadia Marchione: Café largo

 

Juan Pablo Martinez: Jamás tomé café de esa máquina infame, por suerte. Cuando iba seguido no tomaba café y cuando empecé a hacerlo iba muy poco y nunca me le animé.

 

Gustavo Noriega: Obviamente la chocolatada!

 

Javier Porta Fouz: Probé té alguna vez en esa máquina, que no era té sino una cosa dulce y con gusto a limón, algún capuccino y/o chocolate. No más de 10 o 15 veces en 11 años!

 

Hernán Schell: Tomaba mucho el líquido que decía tener sabor a chocolate (también tomaba el otro líquido que decía ser capuccino, pero no tanto). El líquido de supuesto chocolate me daba más confianza, porque si salía aguado lo notabas en seguida y lo escupías al toque, el líquido sabor capuccino en cambio podía ser más engañoso, y llegué a tomar medio contenido de la taza sin percatarme que tenía un sabor raro (decir feo sería absurdo porque cuando salía «bien» también poseía ese sabor). Creo que nunca me animé al líquido sabor té porque sospecho que uno podía llegar a tomárselo entero con gusto aguado sin darse cuenta.

 

Ezequiel Schmoller: Café con leche

 

Diego Trerotola: Mi preferido era el capuccino, que era un gusto indefinido, porque si era difícil que esa máquina pudiese hacer algo simple, algo complejo era inalcanzable. Por eso pedirle un capuccino a la máquina era como pedirle Shakespeare a Chespirito: un gag fallido y gastado que te da una extraña ternura. Y era eso, una máquina de gags, no de café, era como el disparador de la comedia de escuela del Chavo.

 

Paula Vazquez Prieto: Mi sabor preferido era el café con leche, porque me parecía el menos horrible. Los recuerdos más escabrosos los tengo de los momentos en que veía cómo la limpiaban y descubría lo que efectivamente se albergaba en su interior

 

Marina Yuszczuk: A mi me encantaba el capuchino de esa máquina, soy una asquerosa! Aparte tomé bocha.

 

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