[…]
—¿Cuándo empezaste a sentirte deprimido?
—No recuerdo un día, yo creo que todo esto me agarró un
poco en el Inter. Tuve un par de lesiones importantes que me
sacaron de las canchas, y ahí me daba por pensar y pensar, extrañaba,
escuchaba a Guarany, a Larralde, hablaba del campo, llamaba
por teléfono a Azul, me quería volver. Dentro de toda esa
protesta que tenía por mi visión del fútbol, que se juntaba con
mis ganas de volver, en el Inter había una psicóloga y la fui a ver.
—¿Por qué?
—Un día sentí que se me dormía la mitad del cuerpo.
Agarré y me saqué los anillos, pensaba que por ahí eso me estaba
cortando la circulación. También sentía cosquillas, algo
raro. Durante el día estaba ido, sin esa fuerza que me caracterizaba,
me daba igual si me ponían o no en el equipo. Del
club me llevaron a un hospital para hacerme un montón de
chequeos de la cabeza, el tema de la sensibilidad, y bueno…
el resultado fue que tenía ataques de pánico y los manifestaba
de esa manera. Me medicaron con antidepresivos y ansiolíticos,
pero no les di bola, nunca los tomé.
—¿Sentías que tenías algún motivo para estar mal?
—No, yo creo que se me había juntado toda esta
mieeeeeeeeerda que yo acumulaba, del fútbol, de la falsedad,
que además me quería volver, fui juntando, juntando y no
descargaba, no hablaba con nadie.
—¿Con Luciana tampoco?
—Poco, Lu me preguntaba pero yo hacía la típica: llegás
a tu casa y no tenés ganas de hablar ni de llevar tus problemas
ahí. Me quedaba mirando a un punto fijo, me empecé
a guardar un montón de cosas. Mis amigos estaban lejos
también. Era algo que yo empezaba a sentir, y terminó de
explotar cuando volví acá.
—¿Por qué no tomabas la medicación?
—Porque siempre fui reacio a los medicamentos de cualquier
tipo. A mí, si me duele la cabeza, hasta que no me estalla,
no tomo nada. Como aloe vera, como los indios. Si los
indios comían, algo bueno tiene que hacer, ¿no? (risas).
—Retomemos: volvés a la Argentina medio cargado…
—Y River me rechaza, dejo el fútbol, el cuerpo se me
dormía cada vez más seguido, sentía cosquillas a cada rato y
me agarró que no salía de mi casa, quería estar encerrado, no
ver gente, no hablar, nada. En un momento, ya ni mate tenía
ganas de tomar. Grave, eh. Llevaba a las chicas al colegio,
volvía, me tiraba en un sillón, las traía para comer, otra vez
al sillón. Lo único que quería era cerrar los ojos…
—¿Qué te pasaba por la cabeza, qué pensabas?
—No sé, pensás y no pensás al mismo tiempo, no tenés claridad,
me preguntaba por qué estaba así, por qué tenía esas
cosquillas. Hasta que una vez, viajando con mi amigo Pato,
que siempre me acompañaba, le tuve que decir: “Manejá vos,
no puedo más, me estalla el corazón”. Había arrancado con
taquicardia. Me tuve que bajar del auto y ponerme a elongar
al costado de la ruta, sentía algo tan feo en el cuerpo que tenía
que estirar los músculos. Parecía un loco. También me pasó
un par de veces mirando la tele: me tiraba al piso a elongar
porque sentía los músculos agarrotados. Me daban ganas de
romper todo. No era yo. Eran ataques de pánico…
[…]Cuando estás en el fútbol, el sueño no para. Soñás y proyectás. Y cuando dejás de jugar, se acaban los sueños, no pensás en nada más.
—Hoy estás en el fútbol, soñando otra vez, ¿seguís medicado
igual?
—Sí, claro. Tomo un cuarto de antidepresivo y un cuarto
de ansiolítico a la mañana y una entera de ansiolítico a la
noche para poder dormir. Todos los días. Yo las llamo las pastillas
de la bondad, me hacen ser más bueno cada día.