Estoy podrida del periodismo Cáritas (Josefina Licitra)

Esto es obvio, pero además es cierto: todos los libros terminan de escribirse en la cabeza del lector. No hay dos libros iguales porque –hola Perogrullo- no hay dos miradas iguales, y eso hace de las palabras un ente infiel, arbitrario, mutante; un cuerpo que nunca se posee.

Lo que tampoco está mal, es decir: sólo trae sorpresas. O al menos a mí me trajo algunas.

Cuando salió Los otros a la calle, en octubre de 2011, cada cual hizo su propia lectura. Para unos la fuerza del relato estaba en la denuncia social que podía derivarse de una historia oscura; para otros la potencia estaba en la voz narrativa; otros no se sintieron especialmente conmovidos por nada; otros agradecieron el entretenimiento sin darle gran explicación al asunto; y otros (que en realidad no lo leyeron, pero así son los trolls del blog Conurbanos) dijeron que el libro era el clásico producto intelectual de una boluda que sólo viaja en el Tren de la Costa.

En cualquier caso, casi todos los lectores coincidieron en un punto: el libro tenía un pico de tensión –que es el cruce, a la medianoche, por unas vías de tren que atraviesan el Riachuelo- y dentro de ese pico había un tramo ineludible que decía así: “Soy una mujer de clase media haciendo un libro sobre pobres, las cosas como son. No quiero cruzar las vías. Quiero irme”.

Me preguntaron por estas líneas en todas las entrevistas –que tampoco fueron tantas- y las mencionaron en casi todas reseñas –que tampoco fueron tantas- y ni siquiera digo que esté mal: digo, solamente, que me vi obligada a buscar respuestas; a pensar argumentaciones que, dado que escribo de un modo intuitivo, no tenía ni remotamente elaboradas y que –en casi todos los casos- encima debía enunciar en vivo (con las limitaciones que eso implica: hablo bastante peor que como escribo).

“Soy una mujer de clase media haciendo un libro sobre pobres, las cosas como son”. ¿Por qué escribí cosa semejante? Ahora, en la comodidad del escritorio y de la escritura, puedo pensar que esa frase es un resumen razonable de las siguientes certezas:

1. No me interesa dar una imagen de periodista íntegra, principalmente porque no creo en esa imagen: sólo creo en las personas rotas.

2. Necesito hacer explícitas –por si al lector no llegaran a quedarle claras- las coordenadas morales, socioculturales y de género desde las que hago mi trabajo.

3. Hay frases que funcionan narrativamente, y ésta funcionaba (y éste, quizás, sea el primer ítem de la lista).

4. Conozco a varios colegas que volvieron de escenas mejores diciendo cosas peores (y que, puestos a contar lo que vieron, eligieron escribir sentidos y románticos relatos sobre la pobreza y sus circunstancias).

5. Los periodistas bienpensantes me tienen harta, indigesta, asfixiada y furiosa. O sea: creo que sólo escribí esa frase para molestarlos a ellos. Digo más: creo que sólo escribo este texto para decir lo que quiero decir: que estoy podrida del periodismo Cáritas.

Eso es: estoy podrida del periodismo Cáritas.

Y mi cansancio es intenso pero, sobre todo, es largo.

Cuatro años atrás, cuando el diario Crítica de la Argentina todavía estaba en la calle, escribí una contratapa donde –de algún modo- hablaba de esto. En ese caso, la había emprendido contra un envío del programa La Liga que hablaba de la gente que dormía en la calle y que elegía hacerlo de un modo muy particular. En el informe, que daba espacio a algunas historias de vida, había dos ingredientes que me habían resultado insostenibles: por un lado, Ronnie Arias se había disfrazado de linyera con el fin de vivir y contar “desde adentro” la experiencia de ser un “sin techo” (el episodio me pareció tan insólito que psíquicamente necesité ubicarlo en el terreno de la ficción), y por otro había una periodista, Tamara Hendel, que luego de pasar una jornada entera con una madre y sus nueve hijos había encendido una cámara infrarroja en plena noche, se había enfocado a sí misma y se había mostrado, directamente, llorando.

Ese envío me generó una descompostura tan grande que todavía no se fue. Y que, por el contrario, noto que se fue agravando a lo largo de los años, cuando empezaron a proliferar los productos nac&pop llenos de gente con maravillosos sueldos -pagados por el Estado- puesta para explicarte qué es –con qué cubiertos se come, con qué arrobas se escribe- la conciencia social.

Esas normas de etiqueta para hablar de los márgenes siempre me recordaron a Plácido: esa gran película de Luis García Berlanga donde, llegada la Navidad, se hacía una campaña llamada “siente un pobre a su mesa” puesta para ejercitar el costado solidario de la gente abierta a la condescendencia. La película –hay que decirlo- termina mal. (Como termina mal La edad de hierro, del maravilloso J. M. Coetzee, sobre una anciana que decide alojar a un linyera en su casa. Y como creo que terminarán muchas otras cosas.) Pero, en cualquier caso, ahora me ayuda a entender el por qué de mi línea, el por qué de mi escritura: ante la posibilidad de sentir lástima, preferí sentir rechazo. Ante el lagrimón con rimel importado, preferí la incomodidad de una frase que me interpelara y me obligara a buscar respuestas. Ante –en síntesis- la propuesta progre de sentar un pobre a mi mesa, preferí decir “no gracias” y sentarme a comer sola.

 

Javier Porta Fouz sobre Los otros.

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