Revisar El exorcista (Gustavo Noriega)

La revisión de El exorcista permite poner el foco en una de sus más inquietantes y perdurables imágenes.

From the cab stepped a tall old man. Black raincoat and hat and a battered valise. He paid the driver, then turned and stood motionless, staring at the house… As [Kinderman] turned the corner, he noticed that the old man hadn’t move, but was standing under street-light glow, in mist, like a melancholy traveler frozen in time.

Tengo por El exorcista un cariño y una admiración especiales. La vi muchas veces, en diversos formatos, incluyendo en el cine una versión remasterizada cuando Warner cumplió cien años, y últimamente en televisión, en HD. Leí más de una vez el libro original de William Peter Blatty y pasé con más o menos esfuerzo por sus secuelas y precuelas, incluyendo la infame segunda parte dirigida por John Boorman y que suele integrar las listas de peores películas de la historia.

A medida que pasa el tiempo se hace más patente la tremenda distancia que el cine de horror contemporáneo tiene con El exorcista. Baste decir que el primer síntoma que tiene Regan, la niña poseída interpretada por Linda Blair, aparece a los cuarenta minutos. La película se toma el tiempo de ofrecer un prólogo climático en Irak y luego ir desarrollando a los personajes, especialmente a la madre de Regan (la extraordinaria Ellen Burstyn), una actriz y mujer sola, y al padre Karras (Jason Miller), sufriendo por sus dudas religiosas y la enfermedad de su madre. Una vez que Regan comienza a actuar de manera extraña, la película se encarrilla en la dirección más conocida con el proceso de exorcismo. Hoy, es muy difícil que una película de terror no comience con un clímax violento para dar lugar a una serie encadenada de escenas similares.

Una demostración de que El exorcista es una película diferente es uno de sus más famosos íconos, la imagen que ilustra esta nota. El Padre Merrin, convocado a realizar el exorcismo, llega a la casa de Regan. Bajo un farol, de noche, sosteniendo un maletín, mira en dirección de la ventana de la habitación de la niña, cuya luz ilumina la calle. Que una de las imágenes más pregnantes de la película sea la de la silueta de un viejo con una valija en la mano habla del talento visual del director William Friedkin. Y, tal como lo demuestra la cita que encabeza esta nota, también del autor de la novela original quien la puso por escrito de una manera asombrosamente vívida.

La imagen remite con delicadeza a dos géneros. Por un lado señala el momento del duelo final, como en el más clásico de los westerns. El Padre Merrin, bajo el farol, parece un cowboy listo para enfrentarse a su enemigo en un showdown a todo o nada. El hecho de que el otro duelista esté fuera de campo es lo que convierte a esa imagen de western en una imagen de terror. Lo que está en esa ventana es algo que desafía la representación: el horror puro. La inversión de la significación de luz y sombra potencia el efecto: de la morada del Demonio sale la luz y es el representante del Bien quien aparece como una silueta negra.

Si las imágenes de Linda Blair vomitando, girando su cabeza en ángulos imposibles o descendiendo de la escalera como una araña (escena no incluida en el corte final), son el costado gore más difundido de la película (y en términos de efectos especiales las más fechadas), el ícono de la llegada de Merrin no solo no envejece sino que se carga de significación con el tiempo. Un viajero melancólico, congelado en el tiempo, dispuesto a enfrentarse con el peor enemigo.

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