No sé muy bien qué es una película testamentaria. Hace meses circuló la información de que Vous n’avez encore rien vu iba a ser la última película de Alain Resnais, no sé si por problemas de salud o por meras cuestiones relacionadas con su edad, ya que en dos semanas cumple 90 años, una buena edad para retirarse. Confiemos en que fuese un rumor sin ninguna base, si bien es cierto que el principio de esta su nueva película posibilita esa interpretación (también su título, que rima con la célebre frase de Hiroshima,mon amour, su primer largometraje). Lo que tampoco significa nada: en 1997 Manoel de Oliveira realizó Viajem ao principio do mundo y han pasado quince años y otras tantas películas. Vous n’avez encore rien vu, una adaptación de Jean Anouilh, comienza con la convocatoria que hace un autor dramático recién fallecido a sus más íntimos amigos, todos actores, para que asistan a la lectura de su testamento. Más que un testamento, el autor les propone que juzguen una nueva representación de su obra más conocida, Eurydice, con el fin de dar el visto bueno final. Los actores de ese extraño jurado son los intérpretes más afamados de los papeles de Eurydice y allí están, con sus verdaderos nombres, Mathieu Amalric, Pierre Arditi, Sabine Azema, Michel Piccoli, Lambert Wilson, Hippolyte Girardor, etc, precisamente muchos de los actores de las últimas películas de Resnais.
Se pone en marcha entonces el característico dispositivo teatral de Resnais. La representación que han de juzgar se proyecta en vídeo (y está filmada en realidad por Bruno Podalydès) y poco a poco los actores se van integrando en la ficción teatral, retomando sus papeles, dialogando con la nueva compañía, en un juego de duplicidades y repeticiones que, en su mayor paroxismo, acaba por dividir la pantalla en cuatro partes. No parece que Resnais se quiera retirar, no hay en su película ningún síntoma de agotamiento. Es el Resnais de siempre, en plena forma.
El juego que propone recuerda al de Hong Sang-soo en In Another Country, mucho más ligero, una nueva demostración de que una historia, por pequeña que sea, no se agota en si misma, por lo que siempre podemos mirarla desde distintos ángulo. En mi caso, he de reconocer que no me importaría asistir a un festival Hong Sang-soo que consistiese únicamente en la repetición y variaciones de un único argumento, por ejemplo el de In Another Country. Room 237 ofrece algo parecido por la vía de la interpretación. Rodney Ascher nos propone un documental sobre The Shining, pero no es el documental sobre cine al uso. Ascher reúne los testimonios de cinco frikis que han analizado la película de Kubrick desde las perspectivas más delirantes, con conclusiones que van desde el que la interpreta como un mensaje en clave con el que Kubrick reconocería públicamente que fue él quien filmó en un estudio el alunizaje del la misión del Apolo XI, hasta el que cree que su tema no es otro que el genocidio de los judíos por parte de los nazis. Todas las claves están en el documental de Ascher, cuyo mayor virtud es la de tomarse en serio (hasta los límites de lo razonable) todas esas teorías y exponerlas con minuciosidad. Habrá que volver a ver The Shining, en todo caso, después de Room 237 ya no la veremos con los mismos ojos.
Por el contrario, es preferible olvidarse cuanto antes de The Angel’s Share, que nos devuelve a Ken Loach a la competición de Cannes con una película de una autoindulgencia difícilmente igualable, tan inverosímil que roza la autoparodia (sospecho que involuntaria), perezosa en su escritura y patética en sus denodados esfuerzos por congraciarse a toda costa con el público. El cine puede ser ligero, pero no se debería de tomar a la ligera. El uruguayo Pablo Stoll perdió a su amigo Juan Pablo Rebella en 2006, luego de que hubieran dirigido en común las exitosas 25 watts y Whisky. El suicidio de Rebella sumió a Stoll en el desconcierto. Así lo atestiguaba Hiroshima, un primer intento de dirigir en solitario, alejándose del mundo que había creado con su codirector. El fracaso parecía reclamar nuestra compasión, pues quizás tenía mucho de terapia, la necesidad de afirmarse como cineasta y persona. Un paso necesario tras el que concluir que, antes que reinventarse, era preferible proseguir el camino iniciado en su día. 3 nos devuelve a un Stoll reconocible, que seguramente aún sigue peleándose con sus fantasmas. En el caso de su película, los fantasmas son los tres miembros de una familia recién separada, el padre, la madre y la hija, que no logran adaptarse a su nueva vida. Stoll tampoco les ofrece demasiadas soluciones con su final un tanto ambiguo y complaciente, como si aún no se sintiese lo suficientemente seguro y precisase del calor de unos personajes de los que aún no puede desembarazarse.
Pablo Trapero está demasiado seguro de sí mismo, tanto que, película a película, da la impresión de que quiere tener cada vez más éxito y realizar películas más grandes. Tras la notable Leonera, Carancho ya evidenciaba algunos de estos síntomas, en primer lugar la campanellización de su cine, ahora al servicio de un actor como Ricardo Darín (un guión que forzaba las situaciones para darle cabida), y en segundo lugar la espectacularización de algunas de sus secuencias, verdaderos prodigios de virtuosismo (el doble choque del final) que delataban que el Trapero productor había suplantado al Trapero cineasta. Elefante Blanco parece una película diseñada a la medida de Cannes, una producción muy grande, con actores europeos (Jérémie Renier) y un tema, la vida en las villas, que pudiera despertar el interés de los compradores internacionales. Elefante Blanco aspiraba a la competencia oficial y se quedó en UCR: un fracaso. Y no porque Trapero no haga alarde de nuevo de su virtuosismo, con algunos planos secuencia prodigiosos, pero que parecen estar antes al servicio de los “valores de producción” que de las necesidades narrativas de la película. Esos “valores” hay que mostrarlos y por esos se abusa de grúas y planos generales. Mientras, el guión no parece tener pies ni cabeza, condicionado seguramente por su punto de partida (la lucha de esta especie de curas obreros) y en el que se acumulan situaciones inverosímiles. Con Elefante Blanco Trapero parece haber dicho adiós al nuevo cine argentino y se ha acercado al Luis Puenzo de La peste (o el Fernando Meirelles de Blindness).