Cannibalismos 05 – (Jaime Pena)

Las películas con niño ambientadas en una dictadura son ya un clásico. Bastante peligroso, por cierto. En principio no es lo mismo una película sobre ese tema rodada en plena dictadura que a posteriori. Para explicarlo con un caso español, por aquello de que me queda más cerca, no es lo mismo El espíritu de la colmena que Secretos del corazón. La primera se rodó en los años finales de la dictadura franquista y lo no decible se convirtió en uno de sus principales mecanismos de representación. El fuera de campo fue la manera de esquivar la censura (y ya se sabe, a buen entendedor…). 25 años más tarde, cuando Montxo Armendáriz realiza Secretos del corazón, el fuera de campo es ya un obstáculo, tanto para el director como para el espectador. La historia nos la cuenta un niño, pero, oh milagro, ese niño está en todas partes, es un testigo privilegiado que asiste a todos los sucesos de importancia para el desarrollo narrativo. En la película de Víctor Erice muchas explicaciones quedaban fuera del alcance de Ana… y del espectador. Infancia clandestina también la protagoniza un niño en la Argentina de 1979, un niño que participa de las reuniones de sus padres, militantes montoneros, y al que no se le escapa nada para que el espectador no tenga motivo de queja. Ciertas escenas se ilustran con dibujos, lo que sin duda es una prueba de que el director, en cuyas vivencias se basa la película, se ha planteado ciertas cuestiones de representación relacionadas con los (sus) recuerdos infantiles, aunque muy tímidamente pues Infancia clandestina no es Los rubios. La película de Benjamín Ávila es un producto competente, que sin duda tendrá éxito, hasta tiene muchas posibilidades de cara a los Oscars (lo sabe bien su productor, Luis Puenzo), pero cabe interrogarse sobre la vigencia de este tipo de cine, absolutamente mainstream, sobre su presencia en una sección teóricamente alternativa como la Quincena de los Realizadores. Es como si el cine hubiese envejecido de repente y nada hubiese pasado en el mundo en los últimos quince o veinte años.

Como sea, es preferible atender a otro cine contemporáneo si no queremos llevarnos esos sustos. Por ejemplo, detenernos en Villegas, de Gonzalo Tobal, presentada en el Bafici y que en Cannes ha alcanzado los honores de la selección oficial si bien de una forma un tanto rara, como Sesión Especial, un espacio habitualmente reservado a documentales o proyectos paralelos de directores consagrados y en el que una película tan modesta corre el riesgo de pasar desapercibida (aunque compite por la Cámara de Oro), injustamente. ¿Por qué no está en Un Certain Regard? Visto lo visto hasta ahora, quizá esta comedia agridulce con un par de secuencias notables, de las mejores vistas hasta ahora en todo el festival (los respectivos reencuentros de los primos protagonistas con sus amores de juventud), les haya parecido demasiado rupturista y radical.

No, Cannes no se explica tan fácilmente. Después de haber sido relegado a Un Certain Regard en sus dos anteriores participaciones en el festival, Hong Sang-soo ha vuelto a la sección oficial a competición. ¿La razón? Isabelle Huppert, porque por lo demás In Another Country no se diferencia en nada de las últimas películas del director coreano, con su estructura episódica y su tono ligero e improvisado. Huppert interpreta a tres diferentes mujeres, Anne, que acuden al mismo lugar de vacaciones. Las circunstancias son distintas pero al final Anne acaba viviendo prácticamente las mismas vicisitudes y conociendo a los mismos personajes, con algunas acciones que parecen iniciarse en un episodio y concluir en el siguiente, pese a que se supone que los personajes han cambiado. En el primer episodio la protagonista en una cineasta y no tenemos ninguna duda que se inspira en Claire Denis, de la misma forma que resulta extraordinariamente sugerente ver In Another Country como una especie de recreación de El año pasado en Marienbad (es cierto, casi todo el cine de Hong parece coquetear con esa idea).

Otra pregunta: ¿tiene alguna posibilidad In Another Country de alzarse con la Palma de Oro tratándose como se trata de una de las mejores películas vistas en el festival? Se podría responder con otra pregunta: ¿recuerdan Uncle Boonmee? Para eso se necesitaría un jurado valiente que supiese apreciar el cine por sus valores estrictamente fílmicos, dejando a un lado sus temas, su acabado industrial o su potencialidad comercial. Dicho de otro modo: las películas como In Another Country no ganan premios en los grandes festivales, se suelen etiquetar como “películas pequeñas” que, en el mejor de los casos, acostumbran a caer más o menos simpáticas. Quizá haya algo de razón en esa reflexión y las películas de Hong sean demasiado pequeñas. De lo que no hay duda es que estamos ante uno de los grandes nombres del cine contemporáneo.

La mayoría de los jurados optarían por Infancia clandestina antes que por In Another Country o Like Someone in Love, la película “japonesa” de Abbas Kiarostami y, junto a la de Hong, la mejor y más estimulante de cuantas se han visto hasta ahora en la competición. Me temo que la recepción no fue buena, a tenor de los abucheos que asomaron al final del pase de prensa. Y es que estamos ante otra de esas películas “pequeñas”, un “divertimento”, sí, pero también una de las películas más bellas de Kiarostami, especialmente en su primera media hora, una de las cumbres de su cine. En esos minutos Kiarostami desarrolla apenas dos secuencias, un diálogo en un bar y un trayecto en taxi entre Tokio y Yokohama, y se deja llevar por las composiciones lumínicas, los reflejos, los espejos, los sucesivos planos del encuadre… Son públicos y notorios los problemas a los que se tuvo que enfrentar en este rodaje un Kiarostami que no habla japonés y que tuvo que filmar “a ciegas”. No estamos ante un problema irresoluble. Beethoven era sordo y Kiarostami no está ciego. Pero quizá esa circunstancia explique el sobresaliente trabajo sobre el encuadre, como si Kiarostami, sordo a la lengua, se hubiese dejado llevar por su fascinación por la estética de una ciudad como Tokio, ocupándose más de la imagen que de la trama. Es cierto que ésta es mínima, pero no menor que en otras películas del director iraní, aunque quizá sí mucho más sutil (el modo en el que van deslizándose en los diálogos las conflictivas historias familiares de los protagonistas, el monólogo que la abuela va desgranando en sucesivos mensajes en el teléfono de Akiko, la doble vuelta a la estación que ésta le ordena al taxista para así sentirse cerca de su abuela a cuya cita no ha acudido) y con su sempiterno humor, puesto de manifiesto en ese abrupto e inesperado final que parece más bien toda una provocación. De ahí los abucheos, quizá.

Los premios de los festivales están concebidos para películas como las de Haneke. Amour es una de sus películas menos irritantes, como si por fin el cineasta austriaco ya estuviese seguro de sus armas y no se sintiese en la obligación de ir asestando un golpe bajo tras otro al espectador. Será que siente mayor aprecio por sus personajes, apenas dos, pues el resto, muy episódicos, no salen muy bien parados (en especial el que interpreta Isabelle Huppert). Esos dos personajes son dos ancianos interpretados por Emmanuelle Riva y Jean-Louis Trintignant, ella una célebre concertista de piano, él su marido, que viven los últimos años de sus vidas en la soledad de su piso parisino. Lo que cuenta Amour es el declive físico y mental de ella, pero el concepto del amor de Haneke es muy particular y lo entiende más bien como sacrificio. Muy cruda en la descripción de la enfermedad de Riva, Amour acabará alzándose con alguno de los grandes premios (los de interpretación no se los discutiría nadie), pues ya se sabe que las de Haneke son películas “importantes”.

Confession of a Child of the Century, dirigida por Sylvie Verheyde, es una curiosidad, ese tipo de cine literario que tanto cultivan los franceses, pero que últimamente se les da mejor a los portugueses. La adaptación de la novela de Alfred de Musset se desarrolla en el París de 1830 pero su tratamiento es absolutamente contemporáneo, en buena medida gracias al acierto de haber puesto como cabeza de reparto a Peter Doherty (“soy el mayor libertino de estos tiempos”). Un acierto conceptual y apriorístico que finalmente condena la película al fracaso: Doherty es muy mal actor.

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