Cannes, día 6. FJL

La noche de ayer terminó bien. O mejor dicho, el día de hoy empezó bien. Es que en la sección trasnoche, lugar al que también fue relegada la excelente For love’s sake, de Takashi Miike el año pasado, se proyectó Blind detective, de Johnnie To. La idea de un héroe ciego no es novedosa y ahí esta Zatoichi para demostrarlo; el asunto es que el protagonista de esta película, además, posee habilidades para reconstruir mentalmente los hechos relacionados con las investigaciones a su cargo de una manera que recuerda al Detective Dee de Tsui Hark. Sin embargo, si bien hay acción e investigación policial, To vuelve aquí a la comedia de una manera mucho más decidida incluso que en Ayer otra vez. Es que en esta comedia romántica el elemento dramático viraba el asunto para otro lado, en tanto que Blind detective esta jugada a un humor más alocado, con un Andy Lau desatado. Como siempre, la película se disfruta en cada una de sus imágenes, siendo particularmente disfrutable todo lo que tiene que ver con la comida, uno de los tópicos del director, aquí muy presente. Sin embargo, el film no está a la altura de lo mejor de To, ya que en algunos momentos parece confundir velocidad con ritmo y los momentos de slapstick no resultan del todo logrados. Claro que estamos hablando de alguien a quien le pedimos mucho, y que venía de presentar una obra maestra en Roma (Drug war); de ahí que la alegría no sea completa.

Medianoche con To, amanecer con Miike. Primera función de la mañana, muy temprano, Shields of straw, una nueva sorpresa del prolífico director japonés. Las últimas películas del realizador a las que tuvimos acceso también habían sido particularmente buenas: For love’s sake (Cannes 2012 y Mar del Plata) y Lessons of evil (Roma 2012). Y, si, tampoco está a esa altura, cabe decirlo rápidamente. Sin embago, Miike no decepciona. La propuesta tiene que ver con un grupo de policías que tienen que llevar de un punto a otro del Japón a un asesino serial mientras los 125 millones de japoneses quieren matarlo, ya que el abuelo de una de las victimas ofreció una recompensa de un billón de yenes a quien lo hiciera. Es cierto que en este caso la acción esta dosificada, y el devenir tiene más que ver con la tensión que se provoca en el acecho y persecución. El componente político, no por juguetón y excesivo, deja de estar presente. Después de todo, tal como sucedía en Batalla real y tantas películas de género, los discursos no suelen ser el vehículo para el pensamiento crítico en el marco del cine, que se expresa mejor en la acción. 

En la semana de la Critica, nos encontramos con el primer largometraje argentino en Cannes este año, Los dueños, de Agustín Toscano y Ezequiel Radusky. La temática se relaciona con la de la película holandés en competencia a la que hicimos referencia ayer, Borgman  (de Alex van Warmerdam), ya que ambas, a su manera, se vinculan con las relaciones de poder que se dan entre patrones y sirvientes en un ámbito determinado. En el caso de Los dueños, entre los dueños y cuidadores de un casco de estancia en Tucumán. No hay aquí componente fantástico (como en la película holandesa citada), ni el verdadero y visceral desprecio a cierta clase que puede advertirse en la obra de Lucrecia Martel. Tampoco se llega a los extremos a que cedía la protagonista de La nana, ese excelente film chileno estrenado tardíamente en Argentina este año. Los dueños se acerca a temas y a clases sociales semejantes, pero bajo la amable protección de un naturalismo que dota de realidad y verismo a ciertos excesos que reclama el humor. Los actores, los unos y los otros, están perfectos en sus papeles, brillando como siempre ese gran actor de cine que es German De Silva. Una cuidada edición y una puesta que se nota que ha tenido en cuenta todos los detalles, cuentan más allá del guion y logran momentos de lúcido humor, jugando con el fuera de campo, como cuando los okupas parecen surgir literalmente de la nada para jugar a la «casa tomada».

Intento ver As I lay dying, de James Franco en rol (también) de director. Es la primera película de cuya proyección me retiro. Pantalla partida, acento del sur profundo de los EE.UU. En un inglés hablado sin dientes (literalmente). Demasiado para mi hoy, si la repiten el domingo por ahí le doy otra oportunidad (no le tengo nada de fe, pero…). Y me escapo a ver Un chateau en Italie de Valeria Bruni Tedeschi. Confieso cierta debilidad por esta hermosa mujer, pero su amable retrato de una familia de la nobleza en decadencia tiene empatía, calidez y mucho humor. Lo que en Olivier Assayas en Las horas del verano era pura nostalgia, con la impronta itálica de la Bruni Tedeschi, alterna momentos de tristeza (que sin embargo son vividos de una manera mucho más exteriorizada que en el caso del francés, como cuando fallece de SIDA el hermano de la protagonista), con una potente historia de amor y mucho humor en los diálogos. Como había demostrado en Actrices, se nota un trabajo en los actores que da lugar a la construcción de personajes entrañables. 

Y de allí a ver La grande bellezza, de Paolo Sorrentino. Si el de L’amico di famiglia, Il divo y This must be the place. Como siempre, pretencioso, farolero, con un conocimiento y un manejo de las herramientas cinéticas que abruma. En La grande bellezza seguimos al más mundano personaje de Roma, un escritor (de solo una novela) que vive de fiesta en fiesta, con los ricos, los famosos, los mediáticos, todos los que son «alguien», aunque sea por 15 minutos, durante esos 15 minutos. Debo decir que, literalmente, creo no haber pestañeado durante la primera media hora de proyección. Es que el potente inicio, de fiesta en fiesta, es un devenir de imágenes una más bella que la otra, una más excesiva que la otra, una más creída de importancia y grasa que la otra, en una apuesta de uno en un millón que logra acertar. Es cierto que hay mucho de Fellini y La dolce vita. Claro que está esa cita, pero bueno hablamos de Roma y su vida más vacua. Lo que hace Sorrentino es magia. Nos avisa desde el inicio que nos está engañando, que está montando un truco. Y lo hace tan pero tan bien que no podemos, o no queremos darnos cuenta de que nos están mintiendo. Es por eso que el discurso vacío y cargado de importancia es parte de esa mentira y no encierra la pretensión de tener razón o de dar lecciones a nadie. En ese mundo donde ilumina más el cartel de Martini de la Via Veneto que el sol, Sorrentino encuentra belleza en los costados más discutibles y patéticos de las expuestas vidas de sus criaturas. Después de todo, bastaría hacer zoom sobre cualquiera de nosotros, utilizar la luz y las sombras adecuadas, mover la cámara y editar con inteligencia para dejar en claro todo lo que intentamos ignorar y todo lo que nos esforzamos por creer para seguir viviendo. Tras los títulos, un extenso plano secuencia nos pasea por Roma (el film también podría titularse Sorrentino Roma) desde el Tiber y, si, Sorrentino nos lleva como quiere por ese río, como el que ha actuado, eligiendo las imágenes con la sabiduría de la naturaleza que construye belleza y crea sentido, aun sin buscarlo. O sin que este, en realidad, exista. Fernando E. Juan Lima

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