Mr Natural

Sobre George Miller
Por Leonardo M. D’Espósito

Publicada originalmente en El Amante #274

Cuando uno ve cuántas películas dirigió George Miller, se asombra. Son muy pocas para una carrera de cuarenta años. También asombra ver cuáles son los títulos, porque el hombre no filmó una sola película mala. Las cuatro Mad Max, Las brujas de Eastwick, Un milagro para Lorenzo, las dos Happy Feet y Babe, el chanchito en la ciudad. Y listo. Nueve películas en cuarenta años, a un promedio de una cada 3,3 años, aunque en realidad es mucho más en algunos casos. Produjo muchas, también, lo que eleva su porcentaje, y habría que colar por ahí su episodio de Al filo de la realidad (el clásico relato del avión y la gárgola, con John Litgow). De todos estos films, solo uno no es fantástico de manera evidente, aunque en cierto sentido sí lo es. Por otra parte, Miller es australiano y no estadounidense. Y por otra parte más, el prismático señor es médico (su hermano gemelo también).

Las películas de George Miller giran alrededor de una obsesión utópica que se devora la cordura de los protagonistas, aunque en última instancia tienen razón y se salvan. Siempre curan el mundo, incluso en las postapocalípticas Mad Max. Pero cuidado: Miller se encarga de que esa obsesión se vea también como locura e incluso como una componente terrorífica de las personas. En ese sentido, reflejan exactamente al realizador: los protagonistas de las películas de George Miller son siempre genios salvajes, capaces de comprender lo que otros no (el loco Max lo hace más con el cuerpo que con el cerebro, pero en el cine el cuerpo es un arma intelectual), como él mismo. Y como todo genio, no siempre acierta. Una de las bellezas de las películas del australiano consiste en ver cómo un error garrafal, un mal casting, una escena mal resuelta, un agujero de guión aparece siempre en primer plano para demostrarnos que errar es humano. Pero al mismo tiempo re-encontrar (recordar) esos errores después resulta muy difícil: lo que recordamos son siempre las luces, la furia desatada y la exhuberancia de cada historia.

Porque mire que Miller es exhuberante, eh. Así tuviera un par de autos hechos moco y un actor neoyorquino exiliado en Australia, es capaz de crear secuencias repletas de detalles que pasan a veces a toda velocidad. La poética de Miller parece un reflejo de su país: parece un desierto, pero cada grano de arena cuenta y se usa para contar. Vean uno de los fotogramas más bellos de toda la historia del cine, el largo plano de la caravana de autos entrando en la tormenta en Mad Max: Furia en el camino.

Algo ha de decirse de ese plano, porque sirve para hablar de Miller y de su perspectiva. A esa altura de la película vimos la hiperviolencia desatada de la persecución, pero ese plano tomado desde muy lejos muestra a los autos casi lentos frente a un monstruo natural fuera de proporción al que (locura Miller) se dirigen casi gozosamente. Ante la Naturaleza somos insignificantes, muestra el director con una imagen que perfecciona los planos similares que creara John Ford, porque incluyen a la más veloz tecnología humana. Aún así, muestra Miller, somos demasiado pequeños.

Somos demasiado pequeños, somos como virus o como animales o como pingüinos en el océano a punto de ser rescatados para terminar encerrados en una pecera. O como dos pequeños krills. Somos eso: cositas chicas a las que tanto el enorme planeta desierto como un pequeño error genético puede aniquilar. Y usted puede decir “¿Y qué hay de Las Brujas de Eastwick?” Y yo le contesto que el sexo como pura biología desatada puede conducir a la aniquilación. En ese film tres bellas mujeres se dejan llevar por un diablo demasiado carnal, encuentran su liberación pero, al mismo tiempo, someten sus propios deseos “liberados” al control de un tirano (un tirano amable, podríamos decir, pero tirano al fin). Así que ahí también la naturaleza en forma de gónadas se hace presente para plantearnos un desafío. En todo caso, las dos Happy Feet implican contar la misma historia del hombre atrapado por lo incontrolable y aleatorio y bello del mundo natural desde un protagonista del mundo natural que, por esas razones de los cuentos de hadas, encuentra en sí otra naturaleza. No otra cosa, de paso, es esa obra maestra total e increíble, esa película única en la historia -perdón: ¿las películas de Miller se parecen a otras?- que es Babe 2: Un chanchito en la ciudad. La “ciudad” es todas las ciudades con su Empire State y su Torre Eiffel y su Ópera de Sidney, todo junto, semi hundido a la veneciana. Los seres humanos dejan al margen a la naturaleza representada en esos animales abandonados que protagonizan dickensianamente la película. Y aquí sucede lo siguiente -que también sucede en Happy Feet-: resulta que nosotros los humanos también somos parte de la naturaleza. Pero -como diría otro señor de Oceanía, el agente Smith- nos parecemos a un virus.

El genio de Miller consiste en jugar todo el tiempo con este desacomodamiento entre la voluntad humana y la naturaleza, y mostrar cómo todo tiende a un equilibrio a veces de modo violento. Aunque el agente de ese equilibrio se vuelque o parezca víctima de la locura. La secuencia en la que Nick Nolte no deja de pensar cómo crear un mecanismo químico que solucione un problema clave en la síntesis de mielina de su hijo en Un milagro para Lorenzo es esa pura locura (el tipo, de paso, es un lingüista para el cual la química es un misterio hasta que se enferma su hijo). Y aquí, amigos, es cuando aparece el gran problema de las películas de George Miller. El gran problema de George Miller.

En otro lugar de este número hablamos de Tomorrowland y de Brad Bird. Y decimos que se parece a George Miller en un sentido: pone en escena el combate entre la pura creación visual y la moraleja. Por cierto en ambos casos gana la creación visual, aunque a uno le duele un poco la aparición de la moraleja colgada por alguna parte. Recuerdo cómo nos emocionó la frase final de Babe 2, cuando los animales se van a vivir todos juntos con el granjero a “un mundo un poquito a la izquierda del siglo XX”. La palabra clave es “poquito”: las soluciones no son grandes revoluciones sino que el mundo va puede mejorar poco a poco. Claro que también está la palabra “izquierda”, que en el contexto del film puede significar “aparte” pero en nuestros oídos significa otra cosa. No es un problema, de todos modos: el problema es que Miller no puede evitar en esa frase, poética por lo demás, ser explícito, decirnos de qué va la película (algo que ya entendimos). Salva el problema con poesía y timing, pero el problema no deja de estar ahí. Y el problema, repitamos, no es “la izquierda” sino el reflejo-moraleja (sí, también está en la nota de Brad Bird esto). Es obvio que Miller es un hombre de izquierda, que es feminista, que es ecologista y que quiere curar el mundo. Todos sus films giran alrededor de cierto mesianismo que no proviene de nada sobrenatural, sino simplemente de la aplicación del sentido común y de un poco de coraje. Pero lo que lo hace un gran realizador no es esto sino que, por lo general, permite a sus imágenes hablar por sí mismas. Pero cuando además las explica, nos aparece el “pucha, no hacía falta”. Reflejo-moraleja y maestro siruela.

Pero hay algo que redime estos problemas: resulta que Miller es Mad Max. El loco del volante es una bestia, es cierto, y hace lo correcto siempre, también es cierto. Pero lo primero es lo que más nos interesa: goza absolutamente con la velocidad y la violencia. Goza con el puro movimiento, aún cuando eso a veces se muestre como otra forma de la locura. Todos los grandes personajes de Miller gozan de obsesionarse con algo y al final es ese mismo goce, el desafío deportivo, el que los empuja y empuja hacia adelante. A Happy Feet le gusta bailar y a Miller le encanta que baile y por eso esa secuencia impresionante de “Boogie Wonderland” bailada por miles de bichos, que debería figurar en la antología del musical, la antología de la animación, la antología del cine y la antología de Miller. Entonces lo que sucede es que Miller goza de hacer películas y por eso hace tan pocas. Solo hace las que le gustan, digamos, las que le interesan y las que lo excitan para inventar cosas todo el tiempo. Sus criaturas también. Y cuando vemos sus films, descubrimos que están hechos con mucho placer, que al hombre le gusta filmar e inventar todo el tiempo movimientos para sus criaturas. Vean ustedes Furia en el camino y piensen en la “banda sonora en vivo” a cargo del guitarrista albino tirafuego y los pelados bombistos en un camión musical y salvaje (o piensen en el gran chiste duranduránico de “Wild Boys”, que quizás a esta altura solo entendamos los que bailamos en Saint Thomas). Esas cosas se hacen por puro goce, por el placer de hacerlas y nada más. Y como ese placer es lo más visible en cada película (todas utópicas, todas políticamente correctas aunque no lo parezcan, todas esperanzadoras y alegres aunque algún despistado diga lo contrario) el reflejo-moraleja se perdona y hasta se anula -o se menciona con un toque de gracia, como el apagado final de televisión de Las brujas…

Miller es un cineasta de los que escasean: de aquellos a los que les gusta el cine. Y uno que cree, además, que el cine es nuestra verdadera naturaleza.

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