Las del Oscar

Los reyes del camelo
Por Leonardo M. D’Espósito
Publicada originalmente en El Amante #270

El cine es como los vinos: tiene años mejores y años peores. La cosecha no siempre es buena y depende de muchas variables. Hace dos años escribí una nota sobre la ética de los emboscados, los tipos que decidían usar el cine para contarnos qué lugar tenía el cine en nuestro mundo, y al mismo tiempo alertarnos de una gran cantidad de cosas. Daba la casualidad de que se trataba de las películas que competían por el Oscar de ese año, una cosecha notable que incluía Lincoln, Django sin cadenas, Argo, La noche más oscura, El lado luminoso de la vida, etcétera. En perspectiva, películas demasiado grandes para lo que nos ha dado el cine en los últimos meses. Problemas en la viña, seguramente.

 

Lo que no quita que haya algunas películas en ese pelotón que superan la media. Este año, Francotirador y El gran hotel Budapest. Después están los bodrios escatológicamente biográficos como El código Enigma y La teoría del todo (el año de los matemáticos locos con “problemitas”), la mediocridad bienpensante de Selma (la cosa afroamericana del año), la película contra el cine obligatoria (Birdman), el «duelo actoral sádico» de reglamento (Whiplash) y Boyhood, la favorita y segura ganadora por las razones equivocadas. Una cosecha horrible, a decir verdad, más allá de gustos y trayectorias anteriores de los realizadores marcados con el dedito de la Academia.

 

En realidad el Oscar no importa demasiado: cuando recordamos films no aparece necesariamente el que gana tal o cual premio; en todo caso, los cinéfilos recordamos un “ah, sí, esta ganó tal o cual cosa” como dato anecdótico que suma curiosidad. Los otros días le decía a mi mujer que El mago de Oz y La adorable revoltosa habían sido notorios fracasos de público y en algún caso de crítica, y no me podía creer porque forman parte de su propia memoria estética y porque cada vez que se acerca a ellas le parecen mejores. Por otra parte, el Oscar es un premio -lo decimos todos los años.- industrial, no estético. Es la utilidad de la película la que termina imponiéndose como criterio de premiación, así como su factura profesional, y no necesariamente su importancia estética. Que a veces estas cosas coincidan es producto del azar.

 

Pero esta nota no es sobre los Oscar sino sobre qué estado del mundo y del cine (o del cine en el mundo) aparece a trasluz de estas películas. Lo que veo es que solo uno de los films oculta sus intenciones y decide seguir jugando al viejo contrabando, a dejarle el juicio moral al espectador y contar una historia que muestra metafóricamente nuestra época y se proyecta hacia otra parte. Obviamente es Francotirador de Clint Eastwood y esto no es una buena noticia más allá de las excelencias del film. No lo es porque da la impresión de que el único cinesta capaz de ir a fondo con el retrato de un hombre sin renunciar al espectáculo (o, mejor dicho, haciendo del espectáculo su herramienta, a veces hasta lo insoportable) tiene 84 años sin recambio a la vista. Es cierto que tenemos muchos realizadores que andan por ahí con talento en los EE.UU. y de ellos se pueden esperar buenas películas. Pero también que el único desprejuicio posible se ha refugiado en la fantasía desbordada y disparatada del gran blockbuster familiar. No es que esté mal, pero clausura el pasaje a otros mundos y cercena miradas.

 

El resto del pelotón recurre al efecto, especial o no. Tengo para mí que El gran hotel Budapest es una película genial y hermosa. También tengo para mí que la recurrencia  de planos fijos, aparentemente cerrados al fuera de campo, de Wes Anderson tienen algo de truco, de excusa, del estilo comprendido sólo como look. Por suerte, Anderson tiene la inteligencia de dotar esas escenografías ostensibles, ese puro artificio, de algo humano y es por eso que la película se sostiene. Pero hablamos de un autor real, alguien que incluso cuando se equivoca tiene una idea del mundo y de su arte, que se construye a través de una serie de elecciones consciente y no de una repetición automática de lo que ha sido exitoso alguna vez. Es difícil ver esa sutil diferencia entre el look y el verdadero estilo, sobre todo en un film tan espléndido en artificios como El gran hotel…, pero está allí en las emociones que experimentan los personajes, especialmente, que son creaciones que exceden el guión y surgen del placer por inventar gente de los actores. En ese punto, Anderson hace lo que debe un gran cineasta: saber qué y cómo capturar lo relevante. Lo demás no importa.

 

Pero no me cabe duda de que nominaron este film no por su calidad emocional sino porque les gustó un poco más que otros del director, era hora y encaja perfecto con el criterio dominante: esto es, un elemento cualquiera que funciona como chantaje estético para enganchar al espectador, como las pilosidades de una mujer barbuda, digamos. Y en ese sentido se muestra un estado de incomprensión y cinismo notable. Para decirlo en criollo: a Eastwood lo nominaron porque habla de un personaje real, por Irak y porque es Eastwood, y a Anderson porque tiene muchos coloritos y personajes que Hollywood puede entender como caricaturas. Eso, cinismo.

 

Las otras películas son clave. Birdman es un film que dice (dice, en los diálogos) que Hollywood es una mierda, que las películas de superhéroes son una mierda, que la crítica es una mierda, que los actores talentosos son una mierda. Que el mundo es una mierda, digamos. Lo dice sin ambages y está construido a través de una serie de lugares comunes que asustan por lo repetidos. Por otro lado, el discurso anti-hollywood con guiñadita de ojos es del gusto de Hollywood: aquellas cosas que odia de sí mismo. Digamos las películas de superhéroes, por ejemplo. Siempre da la impresión de que forman parte de lo que “hay que hacer para sobrevivir y poder hacer lo que realmente importa”, y por lo tanto protestar por un rayo láser es lícito. Esto no es una subestimación del propio cine sino, más importante, del público. “Ustedes no entienden”, parecen decir al seleccionar este film, “que les damos la mierda que quieren porque no terminan de entender la excelcitud de estos Iñárritu and co., por ejemplo”. Es ceguera: lo más importante que pasa en el cine hoy es lo que sucede en el gran espectáculo, cada vez más poblado de auténticos autores que encuentran una paradójica libertad creativa en las restricciones que impone un molde conocido. Pero volviendo al cinismo de Birdman, el film está contado, en su mayor parte, en lo que aparenta ser una sola toma, en realidad muchos planos secuencias unidos por el artificio de una computadora. Es decir, está sostenido por un efecto especial y es una hazaña de montaje y de iluminación, básicamente. Es ese costado de artesanía lograda el que lo coloca en un lugar de privilegio. Pero se trata ni más ni menos de un efecto especial, del tipo que estas películas -y esta película- supuestamente condenan.

 

El código Enigma, patosa combinación televisiva de Downtown Abbey y The Big Bang Theory tiene como efecto especial a Benedict Cumberbatch haciendo de Alan Turing, un tipo con cero posibilidad de vida social, homosexual condenado, matemático genial. La película tiene una historia notable: cómo este tipo inverosímil, con un grupo de lógicos, lingüistas y matemáticos, venció a los nazis. Parece que eso a nadie le resultaba de suficiente interés y por eso desarrolla el estúpido contrapunto con el primer amor de adolescencia, con su proceso por indecencia, etcétera. Tan torpe es el film que, cuando pasa de un tiempo a otro (algo que es clarísimo), usa carteles que dicen “1948”, “1941” y así. Todo el tiempo aunque a veces se olvida. ¿Por qué? Simple: porque se piensa que es televisión contada en episodios y probablemente ese guión iba a ser una miniserie de ocho capítulos y terminó siendo un largometraje. De todos modos esto es jugar a los detectives y no dice mucho del film en sí más allá de explicar sus torpezas evidentes. Si todo este cambalache se sostiene es porque Cumberbatch hace de su Turing una fantasía actoral (aunque sí, es la versión tristona de Sheldon Cooper y salta a la vista). Es decir, un efecto especial puro y duro.

 

Lo mismo La teoría del todo, donde Eddie Redmayne se va descomponiendo poco a poco hasta lograr parecerse a Stephen Hawking. El efecto especial de esta pavada seudocientífica es el alarde contorsionista del actor. Un poco lo mismo es Whiplash, representante del momento sádico de la Academia por más que querramos mucho a J.K. Simmons, a quien de todos modos le salía mejor el villano en las Spider-Man de Sam Raimi. El efecto especial es el presupuesto bajo y el teatral desempeño del simpático pelado. Y por cierto, el efecto especial de Selma es la imitación de Martin Luther King y la reconstrucción de las marchas.

 

Ah, al respecto: acusaron a la Academia de reaccionaria porque no nominaron a la directora de este telefilm inflacionario producido por esa cínica de la corrección política que es la dagor Oprah Winfrey, a quien le tienen más miedo que a Al Qaeda, Hezbollah e ISIS juntos. La operación de prensa de los medios fue enorme: no solo no nominaron a la directora ¡que es mujer! Sino que además ¡Es negra, perdón, afroamericana, malditos racistas! Esta pequeña anécdota de las instituciones prueba que en el Oscar el arte es nada y el cinismo es todo. Selma es aburrida, llena de frases altisonantes, con actuaciones que reíte de El Santo de la Espada y mucho dinero puesto en alquilar vestidos de hace cuarenta años. No es que “no sea cine”, sino que es nada, una declaración de principios audiovisual usada ad majorem gloriam de su productora.

 

Como verán, he dejado para el final a Boyhood, film que me obnubiló en una primera visión y se me diluyó rápidamente luego. Todos queremos a Richard Linklater y le deseamos lo mejor en esta justa deportiva que es el Oscar, pero hablemos de cine. Me decía un realizador argentino que eso de filmar una semana por año durante doce años para que veamos cómo crece un chico es una pavada, no es el cine: el cine es hacernos creer que pasan doce años cuando solo rodamos seis a ocho semanas de uno. Voy a decir esta vez que tiene razón, aunque no sé si la regla puede generalizarse. Por norma el arte es hacernos creer que algo que no es, es. El problema de Boyhood es que el film recurre a un artificio -una historia ficticia- para mostrar algo que no es artificial -cómo crece un chico. No logro comprender cómo Linklater no se da cuenta de que la forma precisa de esa película es el documental. Que el azar de la realidad a la que nos somete el documental es mucho más potente que el evidente artificio que emana de un guión alambicado donde el paso de las épocas es demasiado visible, demasiado subrayado, demasiado grosero.

 

Es decir: salvo en el film de Eastwood, lo único extraordinario que tienen estas películas es un elemento colocado de modo premeditado. Que sea una mejor que otra es puro azar, digamos, y en todo caso lo de Wes Anderson podría mostrar que es posible encontrarle la vuelta al asunto y contrabandear algo haciendo como que se siguen la regla. Pero la gran cuestión es que todas las demás películas del lote son ordinarias. Carecen de algo que nos llame la atención más allá de un pequeño truco que se disuelve demasiado rápidamente (Linklater, es cierto, lo sostiene, gracias a la simpatía de los chicos, un poco más). A esto se ha reducido el cine -digamos y llamándolo mal- adulto: a un escaparate donde lo mismo de siempre incluye un pequeño gancho a ver si lo vemos diferente. Y si es cierto que el cine siempre ha sido metafórico y esa idea del truco siempre existe, al menos el truco de Avatar o el truco de Guardianes de la Galaxia o el truco de Titanic está perfectamente integrado a un film que construye mundos con la densidad de lo real. En estos casos contra los que protestamos, y para citar a Borges que siempre sirve y es preciso, no solo carecen de realidad sino, también, de irrealidad.

 

Así las cosas, esto es lo que va quedando del cine: diseño de producción, guión a reglamento y camelo visual o actoral atados a un efecto especial evidente. Por eso Eastwood, todavía, sigue marcando diferencias: narrar, mostrar, ser preciso y cedernos el juicio final. Lo clásico, pues, en estado puro.

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