Por Juan Pablo Martínez
Publicada originalmente en El Amante #277
¿Cómo fue que elegiste a los dos bebés de la película?
Los conseguí de un modo muy moderno, porque yo no sabía cómo buscar a esos bebés, así que mandé un tuit con un texto que decía algo así como: “Busco a dos madres y a sus bebés de entre dos y seis meses que se atrevan a vivir una experiencia cinematográfica”. Y en seguida llegaron dos mensajes de las dos mamás de quienes terminaron siendo los bebés protagonistas. Me preguntás cómo fue que elegí a los bebés pero lo que hice fue elegir a las madres. Y realmente fueron aliadas absolutas del proyecto. Hicimos un registro más bien documental de los bebés; filmábamos para poder seguir el ritmo de estos bebés, porque de alguna manera queríamos reproducir la lógica de lo que significa la llegada de un bebé a una casa. Y eso se reproducía muy bien con la llegada de un bebé al set.
El de Nicanor termina siendo un personaje central en la película. ¿Cómo lograste crear eso a partir de un bebé recién nacido?
Yo creo que los bebés son una presencia que confunde mucho, porque por un lado, uno dice: “No puedo hablar con el bebé… pero me está mirando” (risas) “Y ahora tiene sueño, y ahora…” y uno está dialogando constantemente con esa humanidad que es más que contundente pero que a la vez está gobernada por otras leyes muchísimo más corporales. Y durante el rodaje creo que fue Andrés, el bebé protagonista, quien marcó el pulso.
Al comienzo de la película, uno no sabe muy bien para qué lado van las hermanas R. Por momentos parecen ser algo siniestras, y en la película hay un tono como de los típicos thrillers de los 90 en los que alguien se apodera de la vida del protagonista. Y de repente, el espectador va aceptando junto con la protagonista que lo que pasa no es tan terrible. ¿Cómo planteaste a esos personajes?
Yo siento que con la llegada de un hijo aparece una enormidad de discursos ya construidos, muy preseteados, sobre cómo se hacen las cosas desde distintos puntos de vista. En ese sentido, para el lugar de donde viene Liz, las hermanas R. son muy curiosas; muy inquietantes, y entienden de distinta forma lo que significa pasar por el mundo. Y este estado de revolución que tiene Liz hace que decida que estas mujeres entren a su vida. Me parece que hay algunas claves durante la película que para ella se vuelven esenciales y que tienen que ver con la posibilidad de dejar que la aventura entre a su vida: salir a la ruta, mover el cuerpo, correr a la salida de un bar, y también algo vinculado a un lugar como más flexible dentro del capitalismo, a conveniencia de las hermanas R. pero que a ella lo atrae: esto de “¿Son 100, 200 pesos? ¿Qué son 200 pesos para vos?”, o “¿Qué importa si el saco es tuyo o es mío?”, o “¿Qué importa si el auto ya te lo devolví?” Pero a la vez, también, si estás mal el hijo te lo cuido yo, y vos dejá. Entonces aparece la posibilidad de construir una red más sostenida entre varios que yo creo que a Liz, en ese momento que atraviesa de tanta soledad, le resulta como un guiño.
En la película vemos a Liz como alguien muy sobreprotector en muchísimas cosas, pero después, cuando el personaje de Malena Figo le empieza a contar cosas de las hermanas R., ella medio que no quiere escucharla; no quiere enterarse de nada, básicamente porque es claro que la está pasando bien.
Totalmente, porque hay como una pregunta sobre la moral. Liz duda. Es como cuando, en las películas de aventuras, al héroe le ofrecen varios caminos para elegir. Está claro que hay uno que es el más seguro, pero vos ves que ese camino no le resulta tentador. A Liz le pasa lo mismo: ella busca, va y le toca la puerta a un posible quilombo al hacerse amiga de las hermanas R. Y las hermanas R. se toman una cerveza a las 11 de la mañana y esas cosas, y le ofrecen la posibilidad de entender que ella no tiene que componer necesariamente esa madre del cuadro que le es provista desde afuera y desde personajes como la niñera, que vendría a ser tal vez la mirada más tradicional sobre cómo se cría un hijo.
Sí, y Yazmina se toma muy en serio eso de cuidar al hijo de Liz. Cuando renuncia, renuncia mal.
(Risas) No, no pegan ninguna onda.
En la película se repite mucho la frase “creo que no nos estamos entendiendo”. Tres personajes diferentes le dicen eso a Liz.
Sí, y eso es horrible para Liz. Todos ven lo que estás haciendo mal, y uno intenta defenderse pero no das pie con bola.
En todas tus películas se ve cómo retratás diferentes mundos (los padres del parque en esta película, los hippies de Mar de las Pampas en Una novia errante) en los que se ve una cuota idéntica de amor por esos personajes y de reírse mucho de ciertas costumbres. Algo similar puede verse en El juego de la silla con la familia, y en ese caso lográs alejarte del costumbrismo. ¿Cómo planteás vos a los personajes y cómo se mueven en sus propios mundos?
Yo a veces pienso un poco en el hiperrealismo, pero no por el estilo en sí, sino por esta cosa de la distorsión; cómo aparece la distorsión en la manera en que trabajo con lo que quiero contar. Tal vez sea como acercar una lupa al comportamiento o el gesto de un vínculo. Y esa lupa, mirada desde cerca y recortada de alguna manera y dependiendo de los contextos, por ahí termina generando esa sensación de absurdo o de humor. Pero no es porque lo que se cuenta uno no lo pueda oír. Tal vez uno escucha cosas mucho peores, en realidad. Pero tal vez sí haya algo de la intuición por ver por un microscopio o con nitidez algo que deschava la humanidad de las personas. El personaje de Liz está en un estado que a mí me divierte especialmente; está en uno de esos momentos en que uno no da pie con bola. Pero esos son espacios de mucha oportunidad, porque es ahí donde podés encontrar algo nuevo; zonas que uno no conoce.
Entre El juego de la silla, una película filmada en digital y subida a 35mm en una época en que esa era todavía una práctica algo precaria, hay una imagen sucia que es casi el opuesto a la de tus siguientes películas. ¿Cómo planteás tus películas desde lo visual?
Con El juego de la silla, los personajes tenían que estar adentro de ese PH, todos amuchados. Varios me decían: “Se va a ver horrible”. Y yo la filmé en una casa que me prestó mi familia con la cámara de la FUC y unos amigos, y fui intransigente respecto a eso. Yo creo que hay algo del real encierro que se vive adentro de ese lugar, donde ya viste 58 veces el adorno peruano en la biblioteca (Risas), y yo no sé si el juego sería el mismo de haberse filmado de otra manera. Pero uno también va intentando madurar y valerse de diferentes herramientas. Fue algo que fui buscando cada vez más y que sigo buscando, porque en realidad vos hacés una película y es todo igual pero peor, porque cada vez tenés más intenciones y emociones que vienen de otros lados. Ahora cuando filmamos, yo pensaba: “Bueno, esta es mi cuarta película, va a ser todo más fácil”, y no, para nada. En un punto está bueno porque vos te das cuenta de que en realidad la película es producto de un momento de un grupo. Y ese grupo, y el estado de ánimo de ese grupo, es lo que decide hacia dónde nos va a llevar la película. Vos tenés un guion pero eso no garantiza nada. Yo cuando era chica escucha mucho sobre el director que tenía claro lo que quería contar. Esa era una frase que circula mucho, pero que a mí no me representa para nada. Primero porque yo nunca tuve nada claro, y además, sobre todo, porque desde chica que empecé a estudiar teatro y empecé a leer a Peter Brook y a Ariane Mnouchkine, que hablaban sobre el director ciego que guía a otros ciegos y de cómo sustraerse para que entren las voces de los otros. Lo que sí creo que cambió es que a medida que vos vas abriendo espacio a los otros de verdad, está bueno que vos no sepas tanto.
Sí, porque además podés aprender de los otros.
Y los otros se vuelven responsables de verdad frente a la película. Se vuelven tutores de verdad, y eso es otra cosa. Para trabajar, es maravilloso.
¿Cómo es tu trabajo con los actores? ¿Sos de ensayar mucho? ¿Cuánto hay de improvisación en tus películas y cuánto de respetar el guion?
Me interesa muchísimo la dirección de actores. Me interesa mucho rodear la escena como si fuera un animal que está alrededor de la presa. Trato de no gastarla para el rodaje, pero sí hago búsquedas cerca de la escena y trato de encontrarme bastante con los actores. Yo suelo buscar actores de miradas agudas. Eso es algo que para mí vale oro: el actor que tiene su propio punto de vista; el actor activo que debate, que propone, que se conmueve desde un lugar personal. Yo muchas veces siento que sería buenísimo que a los actores se les transmita lo importante que es la construcción de un punto de vista. Y en esta película sentí que todo fue medio un lujo, porque estaba rodeada de actores de un nivel de autoría enorme. Yo ensayé, probé cosas, y después en el rodaje probé algo que nada que ver. Y, sin embargo, ellos la iban encontrando más que yo. Y cuando pasa eso, es perfecto; una fiesta. Yo me corro y bailen. Quizá lo que más me interesa cuando dirijo sea generar el estado de mayor relajación posible. Ojo, soy re densa. (Risas) Soy muy detallista. Pero igual me lo tomo un juego, porque es un juego. Acá la idea era que los actores hablaran como sin saber bien dónde iban, que era el estado en que yo creía que debían estar estos personajes en esta etapa, como una cosa medio de estar suspendidos en el aire, por eso el afiche tiene a ella volando. Me parece que había algo de no hacer pie.
¿Cuánto de la película hiciste en Uruguay y cuánto acá?
En Uruguay hice una semana. Fueron cinco semanas en total y la primera semana fue en Uruguay. Y vino bien, porque en esa semana se condensó algo del tono de la película; esto que te decía de que tenés un guion y no sabés qué es. (Risas) Y de repente se transforma en esa imagen, en ese pullover que tiene ella, en ese flequillo. Y de repente vas viendo una película. Eso pasó en Montevideo y estuvo bueno.
¿Qué filmaron allá?
Los parques. En parte fue porque es una coproducción y porque escribí la película con Inés Bortagaray, escritora y guionista uruguaya. Y por otro lado, había algo de este estado de “dónde estoy” que lo contaban mucho mejor los parques de Uruguay, porque son más abiertos, están menos intervenidos. Acá los parques tienen rejas, tachos, como mucha carga de signos, mientras que en Montevideo eran árboles, juegos y nada más. Y eso me parecía más adecuado para lograr este clima de ensoñación que estábamos buscando.