El año de la felicidad.

Nuestro año fue el 2009. Sin que nos diéramos cuenta, en algún momento del 2009 pareció que retrocedíamos al siglo pasado y empezamos a mandarnos cartas; estas cartas electrónicas de nuestros días que nunca dejaron de aludir a otra cosa, una costumbre cuyo esplendor se ubica en tiempo pretérito. Escribíamos sobre nosotros, nuestros gustos musicales, sobre una película que habíamos visto, o que teníamos ganas de ver, o que uno había visto y el otro no, pero que no debía dejar de ver. Uno contó un sueño y el otro le replicó, con otra cosa que no era del todo un sueño pero se le parecía un poco, y pensándolo bien es probable que pudiera tener la consistencia blanda y esquiva de un sueño, igual que las películas; aquellas que nos gustaban y las que no, o las que no habíamos visto pero teníamos que ver. Estuvimos en salas de cine que olían a desinfectante o a humedad. En salas más o menos apacibles, con gente o casi vacías. Estuvimos en salas de cine de las que nos vimos obligados a huir porque nos helábamos de frío. A veces nos reíamos de todo. La torpeza, la crueldad o la simple indiferencia de los otros en ocasiones era tal que no podíamos menos que reírnos. Caminábamos juntos, nos reíamos sin motivo, tomábamos café, intercambiamos libros. Yo le di un libro que después me olvidé de que existía. Nos dimos un libro fotocopiado, con anillado y todo, de conversaciones entre cineastas, y también otro libro donde un director hablaba sin parar de sí mismo. Y nos escribíamos, siempre, rodeando con sigilo eso que no sabíamos qué era, qué forma tenía exactamente, ni si había un nombre capaz de describirlo de manera cabal, ese vapor pesado que había entre nosotros. Todo el tiempo rodeando lo que no sabíamos cómo llamar, ese animal salvaje sin nombre, como películas viejas que habíamos olvidado y salían de golpe en la conversación. Sin mencionar nunca el hecho de que en nuestras cabezas lo nombrábamos, quizá, con una palabra equivocada. Ella y yo, en todo caso, lo llamábamos amistad. Eso estaba bien; a lo mejor no alcanzaba pero estaba bien. Yo quería amarla, pero ella no sé qué quería: ese vapor intenso como lluvia fina con olor a desinfectante y piso húmedo, ese animal sin rostro que hablaba en la noche con murmullos. Ella podía sonreír y agarrarme del brazo a la salida del cine. Podía recitar en voz alta como si leyera, con una voz leve, de criatura encerrada en una trampa en medio del bosque; sin embargo siempre tan contenta, inclinándose con el cuerpo, también leve, hacia una charla, o una confesión futura. Yo tenía a veces una mirada absurda, hay que admitirlo, la nostalgia extemporánea de los viajeros que están siempre en el mismo lugar clavada en los ojos, porque ese lugar se les volvió ajeno sin que se dieran cuenta. Yo leía y escuchaba música, y pensaba en que quería amarla. Veía películas cuyas imágenes temblaban, como nos parece que tiembla todo lo que importa algo, como si hubiera que apurarse a verlo antes de que desaparezca para siempre. Hacía mucho que sabía que las películas no se habían inventado para darme aliento sino para incomodarme, para hacerme saber, incluso imperativamente, acerca de un costado desconocido de las cosas. Siempre sentí que el cine, en definitiva, estaba allí para recordarme el estado de fragilidad esencial del mundo, y en consecuencia el mío propio, y el de todo lo demás también; especialmente el de las cosas que importan. Yo era un viajero que no se decidía a partir, en el año 2009, donde había pestes nuevas y una sensación vieja de fin del mundo. No viajaba y tenía encima una melancolía nueva de estar siempre en el mismo lugar: en los libros, en la calle, en el cine, en los bares, en el sillón mirando el techo, en las hojas garabateadas, en el plato de comida, en la espuma del vaso, en una esquina, en la mesa pensando en ella, en las caras de la gente, en los surcos negros del disco. Ella y yo. Yo sin ella. Los dos cada uno en lo suyo, con su misterio y sus pensamientos a cuestas. Yo con mi silencio, ella con su amor, yo con la mirada en el surco del disco que giraba, ella con su indecisión, yo con la risa y la falta, inclinado sobre el humo del cigarrillo, pensando. El hecho es que nos escribíamos, y a nuestro modo nos mimábamos, nos dábamos calor y nos reíamos de algo que no sabíamos qué era, eso que no tenía un nombre y que estaba entre nosotros, como una idea vaga o un vapor lejano; como las imágenes de las películas de nuestra infancia. El hecho es que soñábamos juntos. Mirábamos películas, tomábamos cafés que duraban toda la madrugada. A veces nos dirigíamos miradas propias de conspiradores y alucinábamos locamente un viaje en auto por un paisaje sacado de un libro o una película, como si estuviéramos proyectando en nuestras cabezas imágenes que temblaban, ciertas y lejanas, en una sala de cine irreal. Pasaba el tiempo. La juventud, esa locura química, era un misterio del que no se hablaba; podía ser, por ejemplo, la cara de un desconocido que nos observaba a través de la ventana o en una sala de cine. Es decir, un enigma. Mientras tanto, cuando pasaban esas cosas para las que muchas veces no teníamos palabras, pensábamos, reíamos, mirábamos películas; nos prestábamos libros que después comentábamos. Yo de todo hacía proselitismo, y a veces recomendaba con total convicción cosas que no había leído, o una película que todavía no había visto. Ella se reía en la oscuridad del cine y me agarraba del brazo. Yo quería que fuéramos a bailar. Canturreaba solo en mi casa y ponía un disco. Para nuestro amor no había un nombre, como no lo había para las películas por venir, las mejores; o las que habíamos olvidado pero volvían en nuestros sueños, animadas por una perseverancia de otro mundo. Yo pensaba que el cine es una forma que baila. Yo quería acordarme siempre de todas las escenas en las que aparecía ella a mi lado, como si fuera una película. Con amor y sordidez. Yo pensaba: dentro de un tiempo me voy a acordar de esto. Voy a mirar mi cara en el espejo y me voy a decir que nuestro mejor año fue el 2009, el año de la risa, el año de los abrazos, el año del desconcierto, el año de las películas, el año oscuro de la peste, el año de la felicidad. David Obarrio.

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