Por Jaime Pena
Un par de moteles en las afueras de Orlando, Florida, parecen prometer por sus nombres, Magic Castle y Futureland, algún tipo de conexión con la vecina Disneyland. En realidad ni siquiera se puede decir que sean lugares decadentes, simplemente responden a una terminología propia de la zona, una promesa infinita de mundos maravillosos. El primer gran acierto de THE FLORIDA PROJECT de Sean Baker es el espacio en el que se desarrolla la acción, una acción protagonizada por niños de unos seis años y que, como es lógico, teniendo en cuenta las vacaciones veraniegas en el entorno del 4 de julio, se pasan el día jugando y realizando travesuras. Ya decía que estamos al lado de Disneyland, por más que Magic Castle sea algo así como su némesis. Lo es al menos para una pareja de recién casados brasileños que reservó sus vacaciones por internet y que ingenuamente esperaba encontrarse un hotel de lujo. No, en las habitaciones de Magic Castle viven familias que apenas pueden pagarse los 35 dólares de la habitación. El encargado del motel es Bobby (Willem Dafoe), su gerente, el reparador de todos los desperfectos y averías, también una especie de hada madrina de los niños, el que los protege de los peligros externos y a veces de las propias condiciones familiares en las que viven.
Entre esos niños está la hija de Halley (Bria Vinaite), Moonee (Brooklynn Prince), que encabeza una pequeña pandilla que no para de hacer gamberradas. La primera que vemos es escupir sobre el coche de una inquilina del motel; la más grave será provocar un incendio en una urbanización cercana y abandonada. Los niños se mueven con total libertad y cierta impunidad y Baker relata sus andanzas con secuencias muy breves (uno, dos minutos) que se suceden una tras otra, hasta el punto que este mundo sí parece cumplir, al menos para la infancia, las promesas de diversión completa y continua que uno espera de un motel llamado Futureland o de otro que en sus paredes tiene dibujadas las almenas de un castillo. Entre tanta diversión van emergiendo los problemas económicos de los adultos. Por ejemplo, los de Halley, que una vez que ya no puede vender los perfumes falsificados o robados en los grandes hoteles de los alrededores se ve abocada a la prostitución (y la resolución es magnífica: cuando vemos a Moonee en la bañera y la música de rap muy alta sabemos ya que Halley está atendiendo a un cliente). En el fondo Halley es como Moonee, se rebela contra todo y todos sin medir nunca las consecuencias de sus actos.
Con uno de los finales más lógicos (por cercano) y maravillosos que se han visto en Cannes, lo que uno se pregunta es por qué THE FUTURE PROJECT, exhibida en la Quincena de los Realizadores, no está en un lugar más prominente del festival, incluso, puesto que hasta el momento no he visto una película mejor, en la competición oficial. Sus hechuras de crowd-pleaser la habrían convertido en un éxito mayor de lo que ya está siendo entre los compradores, pero sobre todo habría oxigenado una competición en la que uno de puede encontrar con películas como RADIANCE de Naomi Kawase o RODIN de Jacques Doillon. Sin ir más lejos, esta última es la típica biopic que uno pensaba que ya no se hacía. Centrada en el periodo en el que Rodin (Vincent Lindon) inicia su relación con Camille Claudel (Izïa Higelin), la película de Doilon reproduce todos los tópicos del artista atormentado que ha de lidiar con el rechazo y la incomprensión, también la innecesaria pasarela de grandes nombres de la época: Monet, Cezanne, Victor Hugo, Rilke… Al mismo tiempo no se le puede negar que Doillon acierta al dotar de una poderosa carnalidad y fisicidad (al fin y al cabo esta es una película sobre un escultor) a unos personajes que cuando discuten o se aman parecen entablar un ballet que remite claramente a las coreografía de su película anterior, MES SÉANCES DE LUTTE. Después del VAN GOGH de Maurice Pialat, y desde aquella ha pasado más de un cuarto de siglo, parecía que ya nadie se atrevería a representar al artista en el proceso mismo de la creación, pretensión absurda con la que han acabado estrellándose infinidad de directores, más cuando el artista en cuestión lo encarna un actor que finge en todo momento, caso de RODIN, esculpir con sus propias manos y para ello ha de pertrecharse detrás de frases grandilocuentes que podrían quedar bien en un manifiesto, pero no en unas conversaciones diarias.
Naomi Kawase dio un giro a su carrera hace un par de años con AN, un giro muy necesario, pero no en la buena dirección. Su estilo basado en la representación del vacío, el duelo y la comunión con la naturaleza mostraba evidentes indicios de agotamiento. Con AN lo adaptó a un cine más narrativo y menos contemplativo, si bien manteniendo su querencia por las imágenes evanescentes. El resultado dio lugar a una suerte de cine cursi y relamido que en algunos países como España alcanzó un inesperado éxito de público (en buena medida gracias a que se lanzó con un título tan coherente como feliz desde un punto de vista comercial: UNA PASTELERÍA EN TOKIO). RADIANCE reincide en este modelo de cine acaramelado planteando una historia de amor que emana, y este era un punto de partida más que interesante, de una confrontación sobre el carácter de las imágenes. A un lado tenemos a Misako (Ayame Misaki), cuya trabajo es redactar los comentarios descriptivos para ciegos de las películas; del otro, Nakamori (Masatoshi Nagase), un fotógrafo que está perdiendo la vista y que participa en las sesiones en las que Misako confronta sus textos con invidentes para así pulirlos y hacerlos más eficaces. Nakamori les reprocha ser poco concretos y un tanto abstractos en su búsqueda de los poético. En realidad viene a decir que esos comentarios deberían sugerir imágenes y no interpretarlas. RADIANCE se sitúa en el centro de ese dilema. Contradiciendo a su propio personaje, con su montaje entrecortado, los diálogos susurrados o la música de Ibrahim Maalouf, Kawase reduce el relato a una sucesión de momentos de cierta intensidad poética, imágenes etéreas que parecen reclamar una voz en off que les de un cuerpo. Entre las imágenes (Nakamori) y las palabras (Misako), Kawase se decide por esta última.
La última película de Abbas Kiarostami es en realidad un proyecto póstumo, 24 FRAMES. Consistente en otras tantas secuencias de cuatro minutos y medio, la película es la perfecta heredera de piezas como FIVE o ROADS OF KIAROSTAMI; su lenguaje está también más cerca del videoarte o la instalación que del cine. La primera da la medida del artificio que nos propone. El cuadro “Los cazadores en la nieve” de Brueghel el Viejo es animado gracias a la tecnología digital insertándole distintos elementos en movimiento: el humo de las chimeneas, la nieve, unos perros, varios pájaros, unas vacas que cruzan el fondo del encuadre… Las veintitrés siguientes son ya fotografías del propio Kiarostami a las que se les ha dotado de una dimensión temporal y de multitud de elementos, probablemente muchos más de los necesarios, como delatando una falta de confianza en la fotografía y en la propia naturaleza, tema de la mayoría de los planos. En su origen el proyecto es muy cercano a FIVE, pero si en 2004 Kiarostami se limitaba a intervenir tímidamente en el ritmo interno del plano, ahora, además de modificar la temporalidad, se insertan caballos, pájaros, renos, lobos, vacas, muchos animados digitalmente, conformando unos extraños collages que se alejan tanto de la pintura o de la fotografía como del propio cine (basta compararlo con las intervenciones digitales de James Benning en películas como SMALL ROADS). En cualquier caso, se le haría un flaco favor a Kiarostami si integrásemos este proyecto (que, por cierto, ¿hasta qué punto lo dejó acabado él mismo?) en el corpus central de su obra.