Cannibalismos 2017 – 2

Cannibalismos 2017 – 2
Por Jaime Pena

Una pareja está en proceso de divorcio. Aunque viven en la misma casa, ella pasa la mayor parte del tiempo con su nueva pareja, un hombre algo mayor y muy rico, mientras que él mantiene una relación con otra mujer, mucho más joven y en un avanzado estado de gestación. En medio está su hijo, Alexei, al que no le prestan mucha atención y que se ha convertido en un incordio: en realidad ninguno de los dos está muy interesado en su custodia. La desatención alcanza tal grado que un día descubren que el niño lleva dos días sin aparecer por casa. Este es el punto de partida de Loveless, la nueva película de Andrey Zvyagintsev, tan sutil en su metáfora sobre la Rusia actual como su propio título se encarga de anunciar. Todo es tan grosero como ya lo era en su anterior Leviathan, una denuncia de la corrupción moral de la sociedad rusa en la que todos los personajes son meros instrumentos de un mensaje que queda perfectamente diáfano en los primeros diez minutos de película, al menos desde el mismo momento en que la cámara nos descubre al pequeño Alexei llorando al escuchar las discusiones de sus padres. Zvyagintsev desprecia a sus personajes y nunca lo disimula.

 

La segunda parte de Loveless mejora algo, en la medida que abandona a sus personajes y se concentra en la búsqueda del niño desaparecido. La cámara de Zvyagintsev se recrea en los escenarios de un bosque y en un edificio abandonado y derruido que parece sacado de una película de Tarkovsky, un mero cebo para críticos en una película calculada hasta el más mínimo detalle (los planos fijos, la música, los desnudos) para darnos gato por liebre. Cannes tenía en su competición una película de Haneke y de improviso nos hemos encontrado con un 2×1.

Los niños también son el epicentro de Wonderstruck, de Todd Haynes, aunque una película escrita por Brian Selznick, el mismo del Hugo de Martin Scorsese, película de la que parece una hermana gemela. Lo que nos cuentan Haynes y Selznick es una doble historia, una ambientada en 1927 y otra en 1977, dos historias que, inesperadamente, han de confluir. La primera narra las circunstancias de una niña sordomuda que acude al cine a ver las películas de una gran estrella que, en la pantalla, interpreta Julianne Moore y que pronto sabremos que se trata de su madre. La segunda la protagoniza un niño que ha perdido recientemente a su madre en un accidente y al que un rayo le ha dejado sordo. Los dos niños escaparán a Nueva York, ella buscando a su madre, él al padre que nunca ha conocido. Si la parte, digamos, de Selznick juega con todos los elementos melodramáticos y emotivos con indudable pericia, también forzando los ecos entre las dos historias hasta un punto rayano en el virtuosismo, la parte que compete más a Haynes es un mero remedo de sus películas anteriores, como si su sello se hubiese impreso más en el diseño de producción que en una verdadera puesta en escena.

Pero hay mucho de Haynes, es evidente, empezando por su personal forma de trasladarnos a dos épocas muy concretas, si bien Wonderstruck carece de voluntad alguna de recrear el cine de una época determinada para darle la vuelta y cuestionar los mecanismos de representación de ese momento concreto, como no sea en el caso de la muy griffithiana película muda que interpreta Julianne Moore, pues el resto de la película, tanto la parte de 1927 como la de 1977 están filmadas con el mismo formato scope (eso sí, la de 1927 es silente y en blanco y negro). Más bien, Haynes se contenta con salpicar Wonderstruck de referencias a sus películas anteriores, en buena medida referencias musicales, como la de David Bowie (sacándose la espina de no haber podido utilizar sus canciones en Velvet Goldmine) o las continuas en torno a Bob Dylan (el rótulo de «shelter from the storm”, Duluth, las portadas de varios de sus discos en la librería). Incluso para esa historia que habrá de unir los dos tiempos y darles un sentido unitario Haynes recurre a unas marionetas que recuerdan mucho a las barbies de Superstar: The Karen Carpenter Story. Con todo, esta es la película que puede convertir a Haynes en un director muy popular, quién sabe si también un candidato a los Oscar, algo que la prensa anglosajona ya estaba proclamando minutos después de acabar la proyección de prensa.

Western es la vuelta a la realización de Valeska Grisebach once años después de Longing. Si bien el título tiene todo el sentido, lo cierto es que más bien estaríamos hablando de un eastern, pues como ya sucedía con Toni Erdmann, el cine alemán parece tener una clara tendencia a irse hacia el este de Europa para encontrar un escenario para sus historias. Es solo un escenario, pues, también como en la película de Maren Ade, productora igualmente de esta, Western está protagonizada por un grupo de alemanes que se desplaza hasta la frontera entre Bulgaria y Grecia para trabajar en una construcción en un apartado lugar rodeado de montañas, un escenario que podría ser el de cualquier western, sí. Estamos en pleno verano y las temperaturas invitan a lanzarse al río, pero estos alemanes tienen una actitud abiertamente hostil hacia los búlgaros, un sentimiento de superioridad, más que otra cosa, como si ellos estuviesen trayendo la civilización hasta allí. Sin embargo la tensión nunca acaba de estallar o se resuelve con pequeños conflictos; en buena medida se debe a la intervención de Meinhard (Meinhard Neumann), que no solo los desactiva del mismo modo que Grisebach los desdramatiza, sino que hace lo posible por integrarse con los habitantes del lugar: aprende a montar a caballo (como haciendo honor al título de la película), sale de juerga con los búlgaros, al tiempo que va dejando de lado a sus compañeros de trabajo, seduce a una chica y se une al baile final, como si ya fuese uno más del pueblo. Basta con imaginarse cómo sería Loveless dirigida por Grisebach o Western por Zvyagintsev para identificar una gran película.

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