Adoración de Helen Mirren

Envejecer con las ligas puestas
Por Maia Debowicz

Querido Papá Noel:

Este año me he portado como una niña buena. Cumplí con mis tareas, obtuve altas calificaciones y ordené todos los días cada recoveco de mi habitación. No voy a pedirte una muñeca cara ni tampoco el nuevo modelo de la Playstation. Mi único deseo es llegar a los 68 años tan cogible como Helen Mirren.

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Maia Debowicz
El artista francés Roman Opalka fue un gran estudioso de la inexorabilidad del paso del tiempo. Se obsesionó tanto con el tema que pintó con un pincel número cero, durante 46 años, una sucesión de números sin respiro entre uno y otro en lienzos de 196 por 135 centímetros. Su fanatismo por el sistema sexagesimal comenzó en 1965 y terminó en 2011 con el número 5.607.249; la muerte, generosa y benévola, decidió cerrar su serie Opalka 1965/1 a infinito liberándolo de una vez por todas de los neuróticos cálculos de minutos y segundos. Pero lo más palpitante de su trabajo es que al finalizar cada sesión, se sacaba una foto enfrente del detalle pintado para complementar su maniático análisis enfermizo. La colección cronológica de sus autorretratos atestiguaba y desnudaba de qué manera envejece el ser humano, exponiendo la transformación de su rostro día a día. Lo divertido es recibir la locura meticulosa del “Sr. Control” como un juego ya conocido: señalar las cinco diferencias entre una imagen y otra, como lo hacíamos con esos libritos que nos compraban nuestros padres en los aeropuertos y las terminales de autobús para que no les derritamos el cerebro con la temida frase “¿Cuánto falta para llegar?”. Helen Mirren, a través de sus 55 películas (y otras 24 hechas para la TV), ha atravesado el mismo proceso de obra del artista francés; como espectadores fuimos, somos y seguiremos siendo testigos de su envejecimiento; su rostro traduce el insoslayable paso del tiempo. No obstante, su erotismo no envejece; madura y florece en cada película como una desinhibida Magnolia grandiflora en pleno otoño. Sin embargo, entre el artista visual y la actriz habita una gran diferencia que los separa: si Opalka estaba obsesionado con la muerte y la finitud, Helen es practicante de la vitalidad aventurera adolescente y la mocedad eterna. Opalka quería viajar al infinito y más allá como Buzz Lightyear pero, al igual que el juguete, su rayo láser solo era una pequeña luz roja sin poderes. Helen Mirren, en cambio, tiene la capacidad de volar siendo una mujer libre. Cuando se eleva con sus alas invisibles y pinta en el cielo decenas de arcoíris de encaje colorado, sujeta nuestros cuerpos terrenales como si fuera la Mujer Maravilla para que podamos conocer cómo se siente morder y saborear la esponjosidad de una nube; enseñándonos que el secreto de la inmortalidad se basa en calentarle la pava a la muerte. Helen es una sexagenaria tan pero tan sensual y astuta que despierta hasta las fantasías sexuales de la parca, arrancándole de un soplido su uniforme oscuro; haciéndolo sudar de placer hasta provocar la entonación correcta de sus gemidos. La palabra envejecer se puede definir de dos maneras: como el pasaje de una persona –o cosa– hacia la vejez o antigüedad, o como la acción de permanecer en el tiempo. La dame británica lejos está del primer significado que expresa la Real Academia Española; la esposa de Calígula perdurará como una bomba sexual hasta el último aliento del arte cinematográfico.

 

 

Las tetas que recitan poesía

 

—Es hermosa. Sí, magnífica. ¿Ha usado toda la magia que me robó para mantenerse tan joven?

 Merlín a Morgana en Excalibur de John Boorman

 

Nunca me gustaron los duraznos en almíbar, o somos sanos y comemos frutas naturales como se debe o nos portamos mal y comemos grasas trans de la mañana a la noche. La fruta es o no es; no hay punto medio. Con las tetas –y con todo tipo de operaciones estéticas– me sucede algo similar: la artificialidad de dos melones estáticos asomando como bochines por el escote de un vestido me crea todo tipo de preguntas dentro de mi cabeza: ¿por qué una mujer exhibe orgullosa un don que no es propio? ¿Por qué decidió traicionar la simpatía característica de los senos naturales? ¿Cuántas delanteras sin siliconas habrá dentro de 20 años? Mejor dicho, ¿existirán aún, o la invasión de los usurpadores de cuerpos triunfará por sobre los seres humanos amantes de la preciosidad sin intervenciones? Hemos llegado al extremo de olvidar realmente cómo se ven las tetas sin siliconas o hilos de oro porque ya es de lo más habitual observar a mujeres utilizando su delantera como a una mesita para apoyar el control remoto y los anteojos. Pero mi duda existencial es cómo se permite en la industria cinematográfica la manipulación de las facciones en el rostro y en el resto del cuerpo, limitando la potencia expresiva de actrices y actores. El teórico húngaro Béla Bálasz decía que uno de los tres elementos que constituían el cine era el primer plano, por su especificidad en el lenguaje y porque ese tipo de plano era el que producía la emoción y empatía en el espectador. ¿Cómo sostiene una actriz el primer plano si sus rasgos han sido atacados por el virus del “botox”? El séptimo arte maximiza cualquier mínimo movimiento del rostro y el profesional debe tener la plena libertad de utilizar su herramienta de expresión a su gusto y necesidad. La quietud también comunica y si la elasticidad de la cara está prisionera de la sutura, el rostro del actor transmitirá las mismas emociones una y otra vez como si estuviera interpretando el discurso de un telemarketer. Helen Mirren, al igual que Jean Epstein, sabe muy bien que el primer plano es el alma del cine y por ese motivo jamás ha puesto su lujurioso pie en un quirófano. Es que no es la reina de la belleza solamente por su físico despampanante ni tampoco por la indiscutible presencia mágica que tiene en pantalla; Iliana Lydia Petrovna Mironova –su nombre real hasta que su padre Vasily Petrovich decidió cambiar el nombre de la familia a Mirren en los cincuenta– seduce también con su inteligencia y su sensibilidad al hablar. “Cada arruga, como cada fotografía de un álbum familiar, cuenta un pedazo de vida. Eso es imbatible, ni el botox puede lograrlo”, filosofó en una entrevista tiempo atrás. Las frases que nacen de la apetecible boca de la actriz de 1.63cm de altura, estallan en el aire como esos fuegos artificiales que se abren como una medusa y van despidiendo de a poco destellos en la oscuridad de la noche. Nada de botox ni cirugías, el rostro de la protagonista de La costa mosquito (Peter Weir, 1986) es similar a una hoja para acuarela: texturada, con orgánicas grietas que permiten el libre paso de las tintas de colores hasta que se bifurcan y penetran las canaletas del papel. Todos esos pigmentos son los que reflejan su piel en una sobredosis de luminosidad; absorbiendo los rayos del sol y emanando una lluvia de papel picado multicolor, coloreando la mirada de cada espectador de la sala hogareña o comercial. Los parámetros de la belleza hollywoodense están errados: reverencian –y reverenciamos–la flacura raquítica de Angelina Jolie, y sus negadas y evidentes intervenciones –nariz, pómulos, botox y tetas, por ejemplo–, convirtiendo a la alfombra roja en una clase de anatomía forense. Helen Mirren, treinta años mayor, es mucho más sexual que veinte Angelina Jolie juntas. Las tetas de la madura Cesonia son tan radiantes y superdotadas que saben leer y escribir y hablan hasta cuatro idiomas. De hecho, en 2011 la actriz dueña de la estrella número 2488 ganó el premio al mejor cuerpo del año que otorga LA Fitness, pisándole la cabeza por muchos votos a Jennifer Lopez y a la líder de las Pussycat Dolls, Nicole Scherzinger. Como diría André Breton: “La belleza será convulsa o no será”.

 

 

El cine como playa nudista

“Conforme envejeces, los desnudos se hacen más felices”.

Helen Mirren

Pelo corto, con rulos, lacio, largo como la cola de una sirena o acariciando con timidez sus hombros; distendido y salvaje como su lengua, batido, o peinado con varios litros de spray para lucir como la cabellera de un Troll. Rubio como Ricitos de oro, rojizo como la alfombra de las estrellas o blanco ceniza cuando tiene que falsear su juventud. Podría tener dreadlocks, hacerse una cresta o simplemente hacer copy paste de la cabeza de Mini mi y, aun así, seguiría siendo tan libidinosa como irresistiblemente amatoria. Pero la clave de su magnetismo radica en su extraña nariz: alargada, preponderante, marcando territorio y abriendo paso por todo su rostro; diferenciándose de las típicas narices “porotito”. Helen Mirren ha interpretado todo tipo de papeles en cine y teatro, sus primeros personajes eran shakespearianos y, según cuenta, esas experiencias cercanas al dramaturgo inglés fue lo que la llevó a elegir la profesión actoral. Lo encantador de la carrera de la actriz británica es que desde sus inicios hasta el presente, ha elegido compartir la desnudez de su cuerpo con el público; jamás abandonó su fidelidad al nudismo. “Quitarse la ropa ante la cámara es tan fácil como beber un vaso de zumo de naranja”, confesó en su biografía la adorable Helen. El ranking de sus mejores desnudos lo lidera la película Age of Consent (Michael Powell, 1969), donde posa como Dios la trajo al mundo para un pintor que sabe calcar con su mirada las curvas de la “Isabel Sarli inglesa”. El artista plástico inmortaliza la voluptuosidad del cuerpo de Cora Ryan (el personaje encarnado por Helen Mirren) en el lienzo; la cámara muestra el derecho y el revés de las virtudes físicas de la modelo vivo: las gemelas fantásticas –caída perfecta y circunferencia de pezones tan armónicos como simétricos– y la paradisíaca espalda. Su escultórica columna vertebral nos marca el camino al abismo visual: su trasero turgente bien sostenido en sus caderas anchas. El trofeo de plata le pertenece claramente a su desinhibición en Calígula (Tinto Brass, 1979) cuando practica sexo con el emperador de Roma en la famosa posición canina. Más tarde, se iniciará en los tríos sin discriminar los besos lésbicos; una alianza de lenguas con la hermana de su futuro marido y padre de su hija. “Es como una mezcla irresistible de arte y genitales”, describió Helen disfrazada de Cesonia en el making off de la película. No obstante, una de sus escenas más eróticas sucede en Cal (Pat O’Connor, 1984) cuando interpreta a una viuda italiana aferrada al catolicismo. Marcella se quita sensualmente sus bragas para exhibir ante las cámaras sus “partes” antes de intimar con Cal (John Lynch). Taylor Hackford no es egoísta y sabe compartir la sensualidad de su esposa: en Love Ranch (2010) su personaje llamado Gracia se revolcaba entre sábanas color carmín con el actor español Sergio Peris-Mencheta. Cómo olvidar el rostro extasiado de Helen cuando el apuesto boxeador le amasa sus corpulentas tetas como si fuera un proyecto de agnolotis. Está tan encendida en esta película que hasta tiene la capacidad de convertir a su dependiente bastón ortopédico en un elemento fálico y sexual porque, damas y caballeros, Helen Mirren es la mujer “pijuda” por excelencia. Como si fuera poco, el cónyuge de la actriz nos regaló un bonus track: para promocionar la película –no es ningún tonto el director de Ray– , Helen posó desnuda en el New Yorker. La fotografía registra a la mujer con 66 años que, lejos de su interpretación en The Queen (Stephen Frears, 2006), se muestra ligera de ropas dentro de una bañera antigua. Shadowboxer (Lee Daniels, 2005) amerita estar en este ranking por brindar varias escenas tan calientes como las piedras volcánicas de un sauna. Helen interpreta a una sicaria llamada Rose que disfruta sus últimos momentos de vida, antes de morir de cáncer, enjabonando a su amante Cuba Gooding Jr. Mal que me pese, Peter Greenaway también merece un par de diplomas por las perversiones de Georgina Spica en El cocinero, el ladrón, su mujer y su amante (1989), pero John Boorman le roba todos los premios al director inglés con Excalibur (1981). Morgana luce un corpiño de metal que traduce las curvas de sus inusitados pechos, con pezones incluidos. La hechicera recostada sobre la cama mueve su cuerpo agitadamente mientras echa humo por su boca como una chimenea pecaminosa. Helen Mirren es, sin dudas, una mujer de armas tomar y si vamos a hablar de su erotismo expansivo no hay que pasar por alto su majestuosa aparición en Red (Robert Schwentke, 2010). Hasta Bruce Willis confesó que la escena que esperaba ver en toda la película –que él mismo protagonizaba– era cuando Victoria sujeta una metralleta calibre 50 y le dispara a todo lo que se mueve por delante del poderoso asesino semiautomático. Helen, finalmente, siempre puede cumplir su deseo de priorizar a la chica mala por sobre la niña buena, abandonando la ingenuidad que le brindó su educación católica. La actriz que se dio el lujo de rechazar a la reina Isabel II confesó años atrás cuál es el secreto de su belleza perpetua: dormir una larga siesta todos los días con la misma religiosidad que tiene un creyente para asistir los domingos a misa. Yo ya no creo en Papá Noel así que voy a abrazar a mi almohada, a abrigar mis ideas con el gorro del pon pon y a cubrir mis ojos con el antifaz de alto vuelo. Quizás, con suerte, logre amanecer en un futuro cercano tan hermosa como Helen Mirren. Dulces sueños.

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