50 películas que conquistaron el mundo – Prólogo

Aquí tienen el extraordinario prólogo del nuevo libro de nuestro querido Leonardo D’Espósito. Es decir, el principio de otro libro tan divertido como lúcido, profundo, meditado y además lleno de informaciones, ideas y conexiones. Otro libro que hace que el cine nos guste cada vez más.

Nuestra mitología cotidiana

La película que más veces vi en el cine desde que recuerdo no es ninguno de los grandes clásicos, ninguna de las “cincuenta películas más taquilleras de la historia”, ninguna de las que las academias obligan a ver para aprehender el séptimo arte. No: la película por la que pagué mayor cantidad de entradas fue –y sigue siendo– Aliens: el regreso [Aliens] (James Cameron, 1986). El impacto que me causó fue suficiente para desear una nueva dosis cada semana. Desde su estreno, en la Navidad de 1986, hasta que bajó finalmente de las carteleras del centro de Buenos Aires, en junio de 1987 (sí, tanto duraban entonces los filmes en cartel), la vi unas veintidós veces. La volví a ver en ciclos de revisión unas diez veces más y no puedo contar cuántas en video (incluyendo la versión extendida). Siempre imaginé que mucha más gente sufrió un influjo similar. Hoy todavía encuentro personas que no la vieron, las convenzo y la ven. Quizás, casi treinta años después de su estreno, sea esta, y no Lo que el viento se llevó [Gone with the wind], la película más vista de la historia, y mi bolsillo haya contribuido con decisión a tal logro.

Este libro tiene como columna vertebral una lista que, como queda demostrado en el párrafo anterior, es totalmente incomprobable. Es la que contiene a los cincuenta filmes más vistos en la historia de Estados Unidos. Pero es una lista muy curiosa que no dice demasiado respecto de la verdadera popularidad del cine; aunque muestra que, muchas veces, lo que pensamos respecto de las películas está equivocado.

El cine es un arte popular. En realidad, hablar de “arte popular” equivale a colocarse por encima de los mortales y dictar cátedra desde alguna torre de marfil. El arte, por nacimiento, siempre fue “popular”, es decir, para todo el mundo. Cualquier arte. Es cierto que en la noche de los tiempos lo ritual –esotérico– y lo artístico –profano– no estaban tan claramente separados. Pero los rituales para iniciados no tenían un fin “artístico” tal cual lo entendemos hoy. Todo el arte –todo lo que nosotros, hoy, gente secular, llamamos “arte”– tenía otros fines. En algún punto de la historia, quizás gracias a Homero, el arte pasó a ser, además de un camino de iluminación, un entretenimiento. Esto es, una manera de pasar el tiempo cotidiano en otro tiempo, más rico y fabuloso, colmado de posibilidades y de deseos cumplidos. El tiempo de los mitos y los cuentos de hadas; el tiempo de la fantasía, incluso de aquella que se mimetiza con lo que llamamos “realidad”. Nunca hay que olvidar que Emma Bovary no es más real que Bugs Bunny. Y que ambos, probablemente y por cómo forjan nuestra memoria, son más reales que nosotros mismos.

Esta lista fue publicada por el sitio Box Office Mojo, confirmada por la revista británica The Economist, y el lector podrá encontrarla como apéndice al final de este volumen. Ha sido ajustada de acuerdo con el valor de las entradas. No es lo mismo recaudar 100 millones de dólares con tickets a 10 centavos de dólar que hacerlo con entradas de 12 dólares. Al mismo tiempo, es imposible hacer el mismo ajuste de modo global, dado que los precios de las entradas dependen de cada mercado particular, por no hablar de estabilidades e inestabilidades económicas. Por otro lado, casi todos los países cuentan el monto total de la recaudación (en moneda local, que tiene diferentes valores en el tiempo respecto del dólar) y no las entradas vendidas. Pero al final, cuando se toma cualquier país diferente de Estados Unidos y se ajustan los precios, siempre aparecen estos mismos filmes, quizás en posiciones un poco diferentes pero, de todas maneras, entre los más vistos, conocidos y revisitados.

Hay una explicación económica y política: el gran triunfo de Hollywood fue haber monopolizado la exportación de cine. La concentración no es propia del neoliberalismo reaganiano y posreaganiano, sino un movimiento constante desde, por lo menos, el establecimiento del sistema de estudios. Hoy es cada vez mayor, hasta el punto de que ni siquiera se exporta todo el cine que Hollywood produce, sino solamente los grandes tanques. La receta de la Motion Pictures Association of America, el trust que reúne a los productores de filmes estadounidenses y vela por sus intereses en todo el mundo, es que haya en cada país solo cine local y tanques de Hollywood, y el primero, en la medida de lo posible, similar en su poética al modelo estadounidense. Por cierto: incluso así hay películas que se salen de la norma, excepciones, obras maestras en todos los campos de juego. Lo que listamos aquí es el costado político, que no siempre se relaciona con el estético. Por otro lado, es cierto que quizás, numéricamente, películas como Ladrones de bicicletas [Ladri di biciclette] (Vittorio de Sica, 1948) o Y Dios creó a la mujer [Et Dieu… créa la femme] (Roger Vadim, 1956) hayan sido vistas por millones en todo el mundo y puedan pelear un lugar en esta lista. Pero no hay registros normalizados que permitan verlo. El monopolio de Hollywood en la distribución global hace que los grandes éxitos no estadounidenses logren serlo a lo largo del tiempo y gracias al trabajo de difusión de la crítica, los festivales y las cinematecas. Aquí se habla de la explosión comercial (numérica, de público, pues) de un filme en su carrera original en salas, y en ese juego casi siempre gana Hollywood.

Volviendo a la poética, es tema para una investigación sociológica, o incluso psicológica, averiguar por qué aquel modelo “clásico” nos atrae tanto, por qué seguimos pagando la entrada para ver precisamente estas películas. Por qué este cine y no otro es el que nos resulta realmente popular y puebla nuestra imaginación colectiva. No daremos aquí una respuesta a semejante misterio, aunque sí se pondrán por escrito algunas intuiciones. El lector que quiera jugar el juego puede, a su vez, proponer otras.

Dijimos que esta lista cuestiona, también, lo que pensamos o creemos pensar de las películas. Es probable que el lector se indigne por algunas de las inclusiones (le recordamos que aquí mandó la aritmética) o por las muchas exclusiones. Para ambas cosas hay explicación y se verá a lo largo del libro, pero primero vamos a considerar algunas regularidades:

  • Todos los filmes son en color. Esto es especialmente notable hasta la década de los sesenta, dado que recién entonces el color se convirtió en estándar.
  • Para escándalo del cinéfilo, no aparecen Orson Welles, Alfred Hitchcock, Howard Hawks, John Ford, Frank Capra, Ernst Lubitsch, Stanley Donen, Vincente Minelli y otros (muchos) realizadores exitosos.
  • Para continuar con el escándalo, casi no figuran los llamados “vehículos”, es decir, filmes diseñados para el lucimiento de una estrella o sostenidos por ella. Ninguna película de Marilyn Monroe, John Wayne, Cary Grant, Bette Davis, Gary Cooper, Joan Crawford, Shirley Temple, Charles Chaplin o, más contemporáneo, Tom Cruise aparece en esta lista. Esos actores fueron considerados, cada uno en su momento, el mayor imán para las taquillas. Solo aparece un filme con Clark Gable y otro con Marlon Brando, dos protagonizados por Paul Newman y Robert Redford (el segundo fue la gran estrella de la primera mitad de los años setenta), uno más con John Travolta. Hay películas en la lista, es cierto, que transformaron en estrellas a sus protagonistas (v. g., Titanic). Sin embargo, podemos considerar “vehículos” dos de los filmes: Ben-Hur lo fue para Charlton Heston, que se había convertido en una estrella gracias a Los diez mandamientos [The ten commandments] (también en la lista) y Cleopatra. Pero esta última fue un desastre financiero que salvó su costo gracias a los mercados no estadounidenses y a pesar de su estrella, Elizabeth Taylor, que provocó –un poco involuntariamente– el desastre.
  • No están grandísimos éxitos de la pantalla fantástica que carecían de estrellas: Drácula (George Melford, 1931), Frankenstein (James Whale, 1931) y King Kong (Merian C. Cooper y Ernest B. Schoedsack, 1933), tres filmes que aparecen en cualquier antología (especialmente el tercero, de una calidad y originalidad que superaban el promedio de Hollywood de entonces). Los tres, por otro lado, pueden incluirse en el género de terror.
  • Esa es otra rareza: hay pocas películas “de género” o que puedan incluirse canónicamente en alguno. Hay mucha aventura, mucho melodrama y muchísima fantasía. El western –el género estadounidense por excelencia– está representado por Butch Cassidy [Butch Cassidy and the Sundance Kid], que no es un ejemplo clásico del Oeste salvaje (y termina en Bolivia, dicho sea de paso). Algo similar ocurre con otro género clásico como el cine de gánsteres, que aparece lateralmente por El padrino [The godfather], que es muchas otras cosas antes que “una de mafiosos”.

Es decir, los filmes que figuran en esta lista no pueden definirse en un solo género –mezclan elementos de varios–, no están centrados absolutamente en una estrella –incluso cuando las incluyen–, tienen la tecnología más avanzada para cada época (color, pantalla ancha, efectos digitales, estereoscopía, etc.) y, salvo excepciones, no fueron dirigidos por los maestros canónicos del cine. Todos tienen una narrativa común, en tres unidades; todos tienen personajes fuertes y todos incluyen un alto impacto visual de pura acción física.

Imagino algunas razones para estas constantes. Veamos la cuestión de los géneros. Entre las décadas del treinta y el cincuenta abundaban los westerns de todo tipo, tanto los “clase A” (presupuestos generosos, directores de prestigio, estrellas) como los “clase B” (menos presupuesto, actores populares pero no necesariamente estrellas, artesanos cumplidos pero sin poder en los estudios). Y todos compartían el público y competían entre sí. Es decir: el público del western era gigantesco, pero se repartía en más películas. Lo mismo respecto de los “vehículos” para las estrellas: incluso cuando lograban romper las taquillas, funcionaban como “cine de género”. Quien no fuera fan de Marilyn (supongamos que haya existido tal monstruo), no iría a ver su último trabajo, sin importar el género al que perteneciera o los elogios que recibiese. Una estrella “en la mala” atentaba de paso contra las películas: es el caso de Katharine Hepburn entre finales de los años treinta y principios de los cuarenta, cuando una serie de incomprensibles fracasos hizo que la apodaran “veneno para la taquilla”.

Estas hipótesis parecen corroborarse con el dominio de Disney en la lista. Hay nueve filmes de la productora, de los cuales ocho supervisó el propio Walt antes de morir: El libro de la selva [The jungle book], estrenado en 1967, estaba terminado cuando el productor falleció, en 1966. El largo animado era extremadamente escaso: era difícil de hacer, muy caro, y sus resultados comerciales, inciertos. En ese contexto, Disney prácticamente no tenía competencia y su público no se fragmentaba. De todos modos, son casos especiales, que iremos viendo uno por uno.

También había géneros que solían ver sobre todo los hombres, y otros que llamaban más la atención de las mujeres. El western y el policial eran netamente masculinos; el musical y el melodrama, femeninos. La división puede ser arbitraria y hoy sonar ilógica, pero no seamos anacrónicos y tengamos en cuenta que así se diseñaban las campañas publicitarias o se utilizaban las imágenes cinematográficas para vender otros productos: basta recorrer en Internet avisos publicitarios de los años cuarenta y cincuenta protagonizados por estrellas de Hollywood.

Volviendo a los públicos, las estrellas y los géneros, y considerando la lógica industrial, podemos pensar que, cuanto más se concentra una película en un elemento, más específico es su público y, aun cuando se trate de un éxito, queda fuera de la lista de “las películas más recaudadoras de la historia”. Lo que nos lleva, lógicamente, a preguntarnos por qué figuran las que figuran. La razón es que apelan a toda clase de público. Contienen elementos de muchos géneros, incluyen siempre la aventura, la acción física y el melodrama: el gran espectáculo evidente, en suma. Y apuntan a la imaginación de todas las edades y sexos. Además, lo central, quizás la solución al problema, consiste en que son vistas no solo por quienes van habitualmente al cine (sin ser, necesariamente, cinéfilos en la acepción más clásica y francesa de esa mala palabra), sino por aquellos que únicamente van cuando se les promete un evento extraordinario. Llaman a esa necesidad, quizás atávica, de un espectáculo que supere con mucho la vida cotidiana, que tenga la enormidad del sueño. Todas las películas de la lista cumplen puntillosamente con esa promesa según, por cierto, las particularidades de cada época. Algunas han envejecido mal y muy mal, y hoy ya no atrapan la imaginación del público. Otras permanecen vigentes y causan emociones similares a las que producían en la época de su estreno.

No es posible “inventar” estas películas ni crearlas de acuerdo con una fórmula. Un ejemplo clásico es la producción de 1939 El mago de Oz [The wizard of Oz], segunda película de aquel año dirigida por Victor Fleming. Para la MGM, creadora de la película, El mago… era la gran apuesta comercial, mientras que no lo era Lo que el viento se llevó, también de Fleming. Esta última fue producida de modo independiente por David O. Selznick para Fox y Metro: a cambio de financiación, Fox se quedó con la distribución estadounidense; a cambio de ceder a Clark Gable, la Metro obtuvo los derechos internacionales. Metro, pues, consideraba que su película era El mago…, adaptación de un best seller infantil muy conocido con el que pensaba competir con Disney por el público familiar. El filme fue un gigantesco fracaso de taquilla y solo su estatuto de culto, a través de los años, permitió recuperar la inversión. Las razones de ese fracaso son difusas, pero también enseñan algo importante: el peso del factor “X”.

El factor “X” es indefinible, depende de la época, la sincronía entre una obra y el público, de algo que ese filme captura del momento histórico y social en el que se estrena. O, aunque suene un poco metafísico, de una necesidad mítica, incluso religiosa, que encuentra en tal o cual película un catalizador. No por nada la mayoría de las películas de esta lista son justamente mitológicas.

La otra razón, un poco inasible, por la cual se eligen es que todos, en mayor o menor medida, sabemos que existen y a qué mundos refieren estos filmes. Están en la memoria colectiva más allá de nuestro saber sobre el cine. Las conocemos incluso sin haberlas visto. Vertebran la experiencia estética, fantástica y mitológica de más de un siglo de modernidad. El número de la recaudación es apenas un síntoma, y es cierto que hay muchas otras películas que integran esta memoria colectiva. Pero este medio centenar constituye un buen lugar para iniciar el viaje por nuestra propia imaginación.

Leonardo D’Espósito

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