Trapero y El clan

Fragmento de la nota de Leonardo M. D’Espósito, publicada en El Amante #276

No es simple contar la historia del cine argentino, porque en realidad no es una historia sino varias. Podemos contar qué sucedió en el origen del mudo, pero la aparición de los estudios Lumiton implican un corte. Esa “década de oro” hasta el primer peronismo es otra historia; la del peronismo más la falta de película virgen, otra. La de los sesenta, otra. La del boom de los primeros setenta y la extinción lánguida hasta fines de los ochenta, otra más. El hiato hasta la Ley de Cine, otra más. Y lo que sucedió desde entonces, otra. La única constante es lo discontinuo y el volver atrás para ir hacia adelante. En ese marasmo que implica el relato, de todos modos hay películas y hay realizadores. Hay autores, de hecho, lo que resulta todavía más extraño, porque la autoridad requiere también continuidad. Más allá de gustos o de disgustos, más allá de la desaparición de muchas películas por desidia y descuido, uno sabe que existieron Hugo del Carril, Daniel Tinayre o Carlos Hugo Christensen; que hubo Torre Nilsson y que tuvo sus hijos (los Kohon, los Kuhn); que el cine político dio autores como Solanas y que hay excepciones excepcionales como Bo, Santiago, Aristarain o Favio. No nombré a algunos, pero en realidad no hay muchos más. A la larga, la historia del cine argentino termina reduciéndose a un puñado de nombres que hizo lo que pudo como pudo. El karma argentino, probablemente.

 

La historia del cine argentino que se puede contar de manera continua, de corrido, con mirada crítica y sólida, es la que surgió a partir de 1995. A partir de Rapado y de La herencia del tío Pepe, para mencionar los antónimos: la que fue posible gracias a la Ley de Fomento Cinematográfico. Esa que hoy permite que existan más de ciento cincuenta películas al año, en su mayoría de calidad difusa y didacticismo al palo; en su mayoría, casi sin público. Ese cine no fue solo posible porque hay un fondo de financiamiento, sino -sobre todo- porque hubo gente que aprendió a hacer películas, a manejar las herramientas del lenguaje cinematográfico. Bien o mal, es discutible; lo cierto es que en los noventa no solo hubo ley sino cierre de una brecha tecnológica enorme. Traten de ver una película argentina de gran público (por caso, Camila) y comparen las copias con las de Gremlins, del mismo año. Es la diferencia entre arqueología y clasicismo, entre Braille y placer. Ahora, y desde hace tiempo, ha cámaras, hay luces, hay computadoras para montar un film. Es probable que el talento siempre estuviera por ahí, pero es imposible esculpir el David si no existe el mármol.

 

Dicho esto, creo sinceramente que la historia del cine argentino empieza entonces. Que lo anterior es prehistoria, civilizaciones extinguidas que tuvieron su oportunidad y la desaprovecharon (no quiere decir que haya que despreciar películas: Más allá del olvido o Armiño negro seguirán siendo grandes, aunque en parte por ser excepciones). El cine argentino que llamamos nuevo por demasiado tiempo y que tiene veinte años nació como cine de autor; lo consideran así incluso quienes no pueden ser pensados como tales. Casi sin excepciones, provienen de escuelas de cine donde se enseña el concepto de autor. Claro que hay diferencias: para el Enerc, la escuela nacional y gratuita, el cine es sobre todo producción; para la FUC, el polo universitario privado, es sobre todo dirección. Uno puede sentirse tentado a darle la razón a uno y otro, pero incluso quienes piensan en la producción como base del asunto creen (un poco, quizás, pero creen) en la expresión personal, en que el cine también debería comunicar las ideas de quien lo hace. Esta idea fundadora es, también, fundamental. La piedra de toque del cine argentino.

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