Tabú

La pasión y la aventura
Por Fernando E. Juan Lima

Miguel Gomes recupera con Tabú el aliento y la épica romántica de la novela decimonónica, con la que comparte la pasión narrativa y el ánimo de aventura. En épocas en las que abundan tanto los juegos pretenciosos entre distintos textos como el perezoso refugio en territorios conocidos o en el marketing de la nostalgia, Gomes nos presenta una película que no es un homenaje, una copia o una cita, sino cine en estado puro. Tabúse apropia del formato casi cuadrado de los orígenes del cinematógrafo y alterna los momentos silentes (en los cuales los que quedan sin palabras son los protagonistas, ya que la música y la naturaleza sí mantienen su voz) con otros en que la palabra tiene un rol fundamental (por ejemplo en el hermoso prefacio entre fantástico y mítico y en la actualidad de la vida de Aurora); todo en un blanco y negro que aprovecha de la paleta de grises, de las luces y sombras, para dar una sensación más cercana a la atemporalidad que a la búsqueda de la recreación perfecta de un momento determinado del pasado. Es que esta película confía en el cine que crea, no lo representa ni lo recuerda, acude a esas herramientas para llevar a cabo una obra nueva, válida por sí misma y no como espejo de tiempos, valores y creencias que ya no son.

De la leyenda construida a partir de la historia a cuya narración asistiremos a los diversos capítulos que nos hablan de la anciana portuguesa que ha sabido tener un muy buen pasar y alguna experiencia vivida en África (Aurora) y el relato de un amor prohibido por parte de un aventurero que recorrió el mundo (Gian Luca Ventura), teniendo como hilo conductor la mirada del espectador deseoso de descubrir nuevos mundos (María), Gomes nos guía como y por donde quiere, alternando y mezclando el tono nostálgico con la impronta romántica marcada por el mandato de la pasión. No conviene adelantar más de la trama ya que la sorpresa y la intriga forman parte del placer que provoca adentrarse en la aventura que propone Tabú. Si bien la película no pierde interés en sucesivas visiones (voy por tres, en cine, por el momento), el componente de lo inesperado, el placer de no poder terminar de creer la maestría con la que Gomes va hilando las historias, tornando creíble lo inverosímil, amable lo trágico y entrañable lo anacrónico, hacen que el primer acercamiento a Tabú sea tan impactante e inolvidable.

Como en Aquel querido mes de agosto, la música acompaña ese ingreso en un territorio sin un tiempo demasiado definido, ese paréntesis anacrónico que se parece en algo a un momento que creemos identificar pero no es exactamente aquel. “Insensatez”, en una particular versión, es una buena elección para acompañar pero también para explicar y comentar mucho de lo que estamos viendo. Además, es cierto que la propia cadencia del portugués ayuda a penetrar de lleno en ese universo. Hay algo de este idioma, sobre todo conforme se lo habla en el Portugal, con vocales menos abiertas, más aspirado, más nostálgicamente apagado en el particular decir de las eses y las eles que tiñe por sí solo la narración. Harto como estoy de esas simplificaciones que tienden a identificar la filmografía de un país determinado como un todo que responde a ciertas características comunes, no puedo dejar de pensar en que el idioma en que se expresan las palabras en una película impregna de una determinada musicalidad, de un halo, de un tempo o un ritmo que sí influye en la concepción y la realización de la obra. Pienso que no es casual la elección de este idioma por parte de Raoul Ruiz (que ha filmado también en francés y castellano, por ejemplo) para la realización de la impar Mistérios de Lisboa. Creo que hay razones que exceden a las más tangibles cuestiones de producción o al Lisboa en el título. Lisboa, Portugal y su idioma hacen que utilizar el término “misterio” en la misma oración sea casi un pleonasmo; como también lo sería hablar de melancolía o de nostalgia. La voz en off que guía la narración, por momentos la acompaña y por momentos dialoga con las imágenes. Los silencios juegan con dejar que oigamos determinados sonidos y ruidos, pero se nos ocultan otros (escuchamos la música de una fiesta o el viento que agita los árboles en el jardín pero no la explosión de una zambullida en una pileta); y la cadencia de ese relato adquiere una musicalidad y una armonía que podrían hacerlo funcionar aisladamente, sin necesidad de las imágenes. Y, sin embargo, esa narración nunca es agobiante, redundante o invasiva; es un motivo más de goce (incluso autónomo) que no constituye en modo alguno un obstáculo para que la belleza visual, la elección de los planos y el montaje puedan ser disfrutados simultáneamente.

El paso del tiempo, la relación entre la metrópolis y la colonia y entre el hombre y la naturaleza son aspectos que, sin ser objeto de reflexión expresa por parte del realizador, sí están presentes en el devenir de los sucesos. Así como Aurora no puede dejar de escaparse para gastar todo su dinero en el casino (ya que así le fue indicado en un sueño), hay una fuerza superior que a un tiempo es la que marca las prohibiciones y mandatos contra los que no pueden alzarse los humanos pero es también la que explica la imposibilidad de escapar a la propia naturaleza. Es quizás por eso que los animales conviven de una manera tan particular con los hombres en esta película. No solo por el genial cocodrilo “Dandy”; el amigo de Gian Luca, Mario, tiene un mono, el sobrino de aquel unos dóberman y vemos arañas, monos, ciervos y, hasta en el cielo, las nubes literalmente dibujan imágenes de animales. La tensión entre la pulsión animal y los tabúes y atávicos mandatos contamina las relaciones y explica las idas y vueltas, los avances y retrocesos marcados por los intercambios epistolares cuya sola lectura remite a un mundo que se nos antoja tan pasado como romántico.

El amor prohibido, la religión, algún irónico comentario político forman parte también del universo de Gomes y, en particular, del de Tabú. Por excesiva que sea la pasión, por anacrónico que parezca ese aferrarse a la culpa judeo-cristiana, por infantil que pueda resultar alguna referencia socio-política, todo en esta película rezuma autenticidad, fe y convencimiento en lo que se está narrando. ¿Quién dijo que amores como estos no existen? ¿Y quién reservó para las novelas determinadas aventuras? Cuando termina la proyección de Tabú, cuando se encienden las luces de la sala, nos encontramos sorprendidos y emocionados porque creemos en eso que acabamos de ver. O, mejor aún, porque nos damos cuenta de que –como el realizador– queremos creer en ello. Y tanto el amor como el cine tienen que ver –en alguna medida– con un acto de fe.

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