Por Juan Manuel Domínguez
¿Cómo procesar el evento geek más grande la historia del cine, es decir, Episodio VII, es decir, la séptima película de la saga Star Wars en un mundo que tomó a finales de los 70 una esquirla de aquellos films y decidió convertirla en un estilo de vida? SW era, es y fue la prueba del carácter Ron Burgundy de papá George Lucas, devenido por su éxito en un avatar del estilo de película que hoy Hollywood espeta franquicia tras franquicia: SW es la creación de un orate con poco sentido de la autoconciencia, que llevó a la cima a su creador y se convirtió en una forma de vida, primero, americana y después, y más calma, mundial. Como monstruo de tal Frankenstein, Star Wars comprime todas esas complejidades y algunas propias: ser ya desde su segundo film, El Imperio contraataca, una operación comercial antes que nada y conjugar esa idea fenicia del pop (cuyo Jesús vendría siendo el merchandising con alta tasa de reproductividad y poca vergüenza) con un aturdido pero honesto y palpable sentido de la aventura (ahí hay un poco de ese instinto Ron Burgundy del que hablábamos también). Pero después esta eso otro, eso que brutalmente podría definirse como “mito del cine”.
Suena romántico, y facilista. Pero Star Wars es, sin dudas, el único mito del cine en pie. Una franquicia inflada no es mito. No tiene por qué serlo (las películas son hoy más eventos coleccionables, como un número de un cómic, que reales eventos cinematográficos). Pero Star Wars en ese sentido y considerando su abundante estirpe (¿qué personaje cool hoy no es tan solo un derivado de Han Solo? A modo de un prisma que genera luces refractarias, SW devino canon sin querer ser otra cosa que una limitada Alejandría nerd) posee un rasgo único. Sus personajes, sus escenas, su textura, su fisicidad lograron expandirse más allá de las películas. No hablo del bunker de objetos y relatos nerd que muestra devoción de treintañeros por sus personajes favoritos. Hablo de cierta pureza que SW clausuró al mismo tiempo que convirtió en su principal virtud, su fuerza. Y eso, definitivamente, aparece como nunca antes en El despertar de la fuerza.
La segunda trilogía, con sus aciertos y con sus dislexias, dejaba en claro una cosa: el mero hecho de ver un sable láser en una pantalla de cine hacía la diferencia. Pero también dejaba en claro que SW no era tanto la saga, los adornos, y el mito sino que, precisamente, el mito eran sus personajes dentro de determinadas texturas, dentro de determinados modos de aventura. Estos personajes. Han, Leia, Luke y Chewie son el alma de cientos de accesorios que adquieren en ellos substancia y plusvalía emocional (de allí el entusiasmo de los fans por las letras amarillas, la espectacularidad de John Williams, los sets hechos a mano, las criaturas con personas adentro). Los Fab Four de la ciencia ficción que nace adulta y se hace eterna como consumo infantil. SW era una película de personajes. ¿O cómo explicar sino, por ejemplo, aquel plano en el primer film donde Luke Skywalker, todavía granjero ario, mira a los dos soles?
Es simple lo que quiero decir: SW, uno sepa lo que es un wookie o le importe un carajo, inmediatamente remite, en cualquier de sus tamaños y formas, al cine. Al mito del cine. A la idea del cine como espacio lúdico superior. Todo en SW quiere ser cine, desde sus malos actores (te amamos igual, Luke) hasta sus virtudes más maradonianas (te amamos, Han Solo), pasando por las pulsiones peluche (te amamos, Chewie) y por princesas no tan Disney (te amamos, Leia).
J.J. Abrams es el alfa y el omega del cine mainstream actual y entiende a Star Wars como nadie jamás. En un punto, Abrams es el perfecto Frankenstein de consumos pop que tiene como Zeus a Steven Spielberg y como juguete predilecto a SW. Ya lo había mostrado en sus dos Star Trek: sin rendir pleitesía, Abrams era geek, nostálgico, gimnasta, respetuoso, Riquelme y reciclador. Por ejemplo, sabía introducir memorabilia geek sin que eso quite peso específico, incluso de forma no abultada, y aumentaba el nervio cinematográfico de sus películas sin excederse en lo autoral pero sí dejando en claro que sabía lo que hacía (ejemplo: la secuencia inicial de la segunda ST). Lo que otros hacían a los gritos (por ejemplo, Guillermo del Toro, en toda su preciosa saga Hellboy), Abrams lo hacía cool. Como despreocupado. Hoy le toca la película más esperada de la historia del cine ¿cuál es su respuesta? Revestir.
Claro, es difícil saber en determinadas decisiones cuánto hay de Abrams director o de Disney imperio que necesita que el puntapié inicial eficaz y simple para reiniciar una franquicia con proyección comercial a 20 años (por eso Disney es capaz de escoltar amablemente afuera de la saga a papá George Lucas). La principal decisión sería, entonces, ese revestimiento. Episodio VII no es otra cosa una remake de Episodio IV, es decir, de la primera película de La Guerra de las Galaxias. Sus instantes son los mismos que los de aquel film, su columna vertebral narrativa también (que todo comience con un droide perdido en el desierto y de allí los encuentros entre los protagonistas viejos y nuevos lo deja más que claro; sin hablar del sentido físico del film, donde Abrams recupera los muñecos de goma y sets físicos de una forma que la pantalla lo siente aunque no cualquier espectador). No hay sagacidad en decir esto: es demasiado obvio. Entonces, tranquilamente, podría bramarse “demasiado homenaje” y no estar equivocado. Si llegamos hasta acá solo para convertir a Star Wars, que nació como panacea de géneros, en un género en sí misma ¿qué estamos haciendo además de reciclar tanques que pueden darnos miles de millones?
Abrams, entonces, aplica su genio: estamos haciendo una película no con mohines emocionales para cuarentones, estamos haciendo la primera Star Wars que entiende su lugar en el cine (el concreto y actual y aquel que puede ocupar tanto como tanque de Hollywood y como objeto preciado que puede durar décadas). Como si fuera Obi Wan Kenobi y su gesto con la manito, Abrams nos dice “Esta es la Star Wars que los enamoró del cine.” Abrams nos dice, obligado o no, que Star Wars es cine. Que aquella película de 1977 tenía todo lo que necesitaba una película con determinada idea de hedonismo, del serial y de la aventura. Que no hay nada que mejorar. Claro, que él, Messi de Hollywood, puede hacer cosas que Abrams ni siquiera soñaba. Pero Abrams alza a Lucas como si fuera Rudy: aquí esta, entiéndanlo de una vez, SW era la película perfecta de aventuras, incluso en sus imperfecciones (allí están Kasdan guionista y Williams en la música como ratificación pero también como prueba de los límites de Lucas). Entiende que eso no implica que sea la mejor película del universo, pero sí dos perfectas horas en una sala de cine disfrutando la aventura en un sentido puro, no conspirativo, y devoto de la fascinación que genera. Una idea noble del cine más capitalista de la galaxia.