Un realista

Sobre Richard Linklater
Un realista
Por Leonardo M. D’Espósito

En estos tiempos, no hay ningún director de cine como Richard Linklater. En realidad, son muy pocos, en toda la historia del cine, los que tienen puntos en contacto con él. Es cierto que la tradición a la que pertenece –formalmente– es la del clasicismo; también que está mucho más cerca de cualquier director de comedias de los años treinta y cuarenta que de sus contemporáneos. Si en los años setenta hubo una generación que trató de recuperar por el camino del aggiornamiento espectacular la vieja tradición de empatía de aquel Hollywood –y fracasó con belleza musical–, Linklater lo hizo probablemente sin proponérselo. Simplemente hizo lo que casi ningún realizador ha hecho en las últimas cuatro décadas (con excepción, notable pero insuficiente por otras razones, de los hijos de Spielberg y la televisión, J.J. Abrams y Joss Whedon, de quienes aún hay que esperar un poco). En efecto: Linklater dirige desde la butaca de un cine, como espectador. De allí también que sus películas sean al mismo tiempo críticas; no porque lo busquen, sino porque de un modo inconsciente, todo espectador de cine está, al mismo tiempo, pensando en lo que mira.

 

Linklater domina ampliamente el lenguaje técnico del cine. Imagino que si mañana le propusieran –y le interesase– hacer un film de superhéroes con gran presupuesto, lo dirigiría correctamente sin despeinarse demasiado. No creo que lo haga, por otra parte: sus películas requieren de un trato directo con las cosas como son. Es un auténtico materialista en el sentido más amplio del término: filma aquello cuya sustancia está presente después de que la cámara se apaga. Es un cineasta sensual –también en el sentido más amplio– cuyas películas incluyen sabores, olores y colores por partes iguales. Basta recordar el efecto Stevie Nicks de la cerveza en Escuela de rock o del discurso de la mierda en la hamburguesa de Bruce Willis en su peor película, Fast Food Nation. Uno de los encantos de la trilogía de Antes… radica en que vemos Viena, París y Grecia tal cual lo ven los protagonistas, y que esas imágenes, sabemos, van a estar allí si nos toca recorrer esos lugares. Lo mismo con la América rural de La pandilla Newton, o la América urbana de la simétrica Orson y yo (hermoso film que jamás estrenaron acá, y no hubo Zac Efron que lo impulsara). Estoy totalmente seguro de que los colegios privados estadounidenses son iguales al de Escuela de rock porque el director no lo “sobreactúa” en la puesta en escena sino que lo deja vivir solo.

 

Este realismo de Linklater lo hace necesariamente un comediógrafo. Como todo espectador de cine, sabe que cualquier cosa que aparezca en la pantalla no es más que un pálido reflejo de la realidad, y que la única forma de que ese reflejo nos importe es con sus contradicciones y sus distancias. De allí que Fast Food Nation sea su peor película por lejos. En lugar de contar, intenta ser didáctico (es decir, en lugar de mostrarnos, quiere enseñarnos) y así todas las desgracias que vemos, que incluyen incluso la antropofagia disuelta, se cargan de subrayados. Es el único film sin distancia, donde los personajes son puro estereotipo, al punto que Bruce Willis haciendo de villano y Ethan Hawke haciendo de idealista irónico, están muy mal. Es así: esa no es una película y Linklater lo sabe. Por el contrario, el hombre ha experimentado con la animación en dos films que pueden incluirse en lo más radical que se ha hecho en los Estados Unidos: Despertando a la vida y A Scanner Darkly. La primera tiene una libertad absoluta en cuanto a lo narrativo, pero pone el foco en las palabras y en el registro documental. ¿Documental? Sí: la idea de la película es mostrar cómo cada personaje experimenta la vida a partir de ese dispositivo de modificación de las imágenes. En A Scanner…, que es quizás una de las mejores adaptaciones no de la letra sino del espíritu de Phillip K. Dick a la pantalla, utiliza justamente a comediantes para hacer plausible ese mundo. Ahí están Robert Downey Jr. y Woody Harrelson mostrando que la mirada deforme del mundo no es algo terrible, sino –después de todo– cualquier mirada. Justamente: el cine de Linklater niega la posibilidad de la tragedia porque se inscribe en el tiempo. Y a medida que el tiempo pasa, toda felicidad y todo dolor se vuelven relativos. Literal: solo están en relación con el momento en que nos suceden y lo que nos pasa durante el resto de nuestras vidas lo va morigerando. Miren ustedes a ese perfecto (sí, perfecto) Zac Efron en Orson y yo. Se enamora de una chica más grande, pero ella es además la amante del gran Orson y el gran Orson lo sabe. Y sí, qué dolor y qué pena pero qué gran aventura haber entrado al teatro con Orson Welles y qué alegría recordarlo. Ni más ni menos lo mismo que ese sobreviviente de la Pandilla Newton que, riéndose, cuenta en los últimos planos de aquel western de chorros cómo la habían pasado en cana. O, bueno, vean a Jesse y Celine. El romance breve y perfecto, el reencuentro breve y apasionado y, claro, la vida real después. El amor persiste, pero el encantamiento no siempre o nunca, o va y vuelve. El cine de Richard Linklater se hace cargo como ninguno del paso del tiempo y se coloca en el futuro: dice que desde más adelante, toda emoción pasada deja huellas agridulces, pero en el transcurso final del campeonato, una derrota no es fracaso, un triunfo no es la gloria eterna, y el cine es el arte de que las cosas se muevan. Lo único seguro es, siempre –o casi– la sonrisa.

 

 

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