Sobre Iluminados por el fuego (Gustavo Noriega)

Malvinas, como Madres, Abuelas, Dictadura y hasta Perón, es para los argentinos una de esas palabras con resonancia histórica, que evoca más de lo que designa directamente. Pero, a diferencia de los otros ejemplos, que son más o menos unívocos, Malvinas refiere a varios eventos distintos: las poesías y discursos escolares, la invasión de 1982, la impensable guerra, la soledad de los soldados a su vuelta y el archipiélago mismo, ese que pocos argentinos conocen ni tienen intenciones de conocer. Es difícil acercarse al tema Malvinas sin que un tema impregne al otro: si se pone en duda la soberanía argentina en las islas se corre el riesgo de ser acusado de estar en contra de la patria y de no ser solidario con los jóvenes soldados que tan brutalmente fueron utilizados y olvidados; si, en cambio, se privilegia la reivindicación y reconocimiento de los veteranos, es difícil no hacerlo desde un lugar nacionalista y beligerante. Así, las islas se sumergen en la bruma de las declaraciones altisonantes pero huecas. La única alternativa parece ser el silencio.

Iluminados por el fuego aparenta encarar sólo una de las cuestiones: la de los veteranos de guerra abandonados a su suerte luego de su escarnio inútil. Basada en el libro del ex combatiente Edgardo Esteban, la película alterna sus vivencias actuales, luego del intento de suicidio de unos de sus compañeros, y en 1982, en el campo de batalla. El personaje Esteban está “gastonpaulsteurizado”: un periodista sensible, que hace notas sobre los piqueteros, que no puede dejar de mirar a los cartoneros que revuelven la basura mientras él maneja su auto y que sabe escuchar a sus interlocutores, quizás más especialmente cuando ellos son de un estrato social inferior. Buena parte de las escenas en Malvinas y la totalidad del relato actual se resuelven mediante conversaciones. A una conversación entre los tres conscriptos en las islas le sigue una de Esteban con la mujer de su compañero al borde la muerte; el periodista le habla hasta al propio veterano en estado de coma. Tristán Bauer no puede resolver estas escenas de ninguna otra manera que con gigantescos primeros planos, más televisivos que cinematográficos, que cubren la pantalla con igual mecanicismo, sin importar que el contexto sean las islas en el medio de la guerra o un bar en Buenos Aires más de dos décadas después. La llegada de los ingleses a las Malvinas sacude la película y las secuencias del ataque sugieren, al menos, un gran esfuerzo de producción. La mejor escena muestra a los soldaditos derrotados, tristes y cansados, que encuentran una pelota de fútbol y arman un picado en el barro: el sinsentido de la situación queda expresado visualmente, sin discursos. En el final, Esteban vuelve a las islas a cerrar la historia. Así contada, la película parece estrictamente un homenaje, si bien cinematográficamente limitado, a los jóvenes muertos en las islas y a quienes volvieron al continente entre la indiferencia y el dolor. Pero como se trata de Malvinas, es difícil que un tema no se superponga con los otros: se requiere una personalidad y un dominio de la técnica cinematográfica que Bauer parece no tener. Así es como, por inseguridad, por superposición de voces o de guionistas, la película se sale una y otra vez de ese sendero para dar cabida a interpretaciones generales sobre la soberanía en las islas, la conducta de los altos mandos, las posibilidades militares de los argentinos, etc., que no pueden ser sino generalizaciones reaccionarias y de un nacionalismo decimonónico. El problema es que la autoridad moral que otorga el hecho de que la película esté basada en los recuerdos de un ex combatiente se traslada imperceptiblemente a sus afirmaciones acerca de la soberanía y el conflicto. Así, la película, lejos de abrir un debate, lo cierra, a partir del peso emocional asociado al calvario de aquellos muchachos, algo así como un autoritarismo sentimental que ahoga cualquier discusión. Por más justa y necesaria que sea hoy la reivindicación de esos chicos abandonados, no debería condicionar ni la mirada sobre la película, ni las ideas respecto de las islas.

Ya en el comienzo se aprecian signos de esas muestras discursivas explícitas respecto del conflicto. Esteban revisa las imágenes de la contienda en un VHS que le preparan en el canal de televisión donde trabaja (una idea bastante ingenua de cómo un ex combatiente, para colmo periodista, se informa sobre el conflicto). El video muestra a Galtieri en la plaza colmada y a Margaret Thatcher junto a militares británicos. Una voz en off del informe (pero que oficia como voz de la película) despliega la teoría de los dos demonios aplicada al conflicto del Atlantico Sur: las necesidades tanto de la dictadura argentina como del gobierno inglés de legitimar sus políticas antipopulares dieron como resultado la invasión de las islas y su intento de recuperación violenta. Es una teoría tranquilizadora la que victimiza al pueblo y deja toda la responsabilidad en manos de los militares y los políticos conservadores: de las multitudes que se ven en la plaza no se dice nada.

Antes de que Esteban vuelva a las islas se escucha su voz lamentando que la guerra fue peleada con esos generales, los mismos de la represión, que de ellos es la culpa de la derrota. Dice esas palabras, guerra, derrota, palabras de militares que desbordan el sentido de la película más allá del sufrimiento absurdo de los soldados. Subyace la idea de que con otro ejército las cosas hubieran sido distintas, algo de lo cual se hacen eco las canciones de León Gieco, que se obstina en utilizar la palabra “genocidas” sin importarle la violentación de la métrica y de la poesía. Las islas son “nuestras” y serían nuestras ahora mismo si los militares que comandaban la guerra no fueran borrachos, cobardes, represores, etc, etc. Como si una invasión de un general sanmartiniano, no impulsado por la decadencia de su gobierno y sin desaparecidos ni corrupción en sus espaldas, no fuera, también, un acto salvaje, de intromisión donde no corresponde, un crimen contra civiles. De la machacona y escolar idea de “nuestras” islas se deriva directamente una plaza llena de gente vivando a un dictador.

Sobre el final de la película, el personaje interpretado por Gastón Pauls vuelve a Malvinas y los planos dejan de estar cerrados sobre su rostro para abrirse a la geografía de la isla y de sus habitantes. Es un día soleado, totalmente distinto de las jornadas oscuras y lluviosas que muestra la época de la contienda, y se ven juegos infantiles, niños caminando con sus madres, autos, perros, vida cotidiana. Las imágenes muestran lo que la película no dice en voz alta: que las Malvinas están habitadas, desde hace muchos años, por gente común y silvestre, que ellos son los dueños de sus vidas y del territorio que habitan. Que lo que para el discurso verbal de la película es soberanía, guerra, derrota, traición, para ellos es una descomunal violación de su vida tranquila y sin pretensiones. El cine es tan poderoso que hasta ofrece esa posibilidad: cuando el discurso explícito de la película trata de escamotear una pregunta, sus imágenes la ponen en primer plano. Esos niños jugando al sol en un día ventoso nos hacen preguntar: ¿y si las Malvinas no son argentinas? ¿qué pasa si un día aceptamos que son inglesas, que no son las Malvinas finalmente, sino las Falklands? ¿Y qué tal preguntarnos si la pregunta misma no carece totalmente de sentido? El mapa del mundo se terminó de dibujar hace un tiempo y en unas islas cercanas a nuestra costa viven ciudadanos ingleses, en paz, sin más pretensiones que continuar pacíficamente con la monotonía de sus vidas. ¿Está mal?

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