Relatos salvajes (FK)

Zeitgeist
Publicada originalmente en El Amante #264
Por Federico Karstulovich

Atención: se revelan detalles argumentales

Históricamente la ambición y la megalomanía gozaron de mala prensa. En el cine, para ser más precisos, ambición y megalomanía suelen ser un apartado, un capítulo especial de la representación histórica de la locura bigger than life de algún realizador, quizás demasiado enfrascado en su propia celebración, fascinado consigo mismo.

Argentina, así y todo, parece interpretar a su forma esa tradición de los DeMille, Von Stroheim, Kubrick, Cimino, Coppola & cia (solo por mencionar). En ese sentido quizás haya pocos casos de directores tan distintos como Mariano Llinás y Damián Szifrón, dos cultores locales de esa megalomanía (un tercero podría ser Campanella, pero habría que elaborar un poco más esa idea). Justamente porque mientras Llinás hace un movimiento centrípeto, como si su cine fuera una aspiradora de la experiencia en el que se vuelca el mundo mismo (“mundo universo”, HHEE dixit), Szifrón es un extractor: parte de un mundo absolutamente personal y artificioso y se vuelca hacia lo que lo rodea, tiñendo a su cine con los colores del universo Szifrón.

 

Ambos directores son la antítesis de la representación naturalista, del costumbrismo tradicional que sí podría representar el cine de un Campanella. Pero mientras Llinás asume dimensiones metafísicas a partir de lo material, Szifrón produce la inversión: intenta acercarse al mundo desde un presupuesto ideal (que no cerebral) y ahí ve cómo funciona.

No es casual, entonces, que buena parte del cine de el segundo ponga en el centro la percepción de un personaje, puntualmente el acto de “leer lo real”. De hecho en el cine de Szifrón casi siempre hay una mala lectura del mundo que rodea a los personajes. O para decirlo mejor: los personajes en el cine de Szifrón suelen ser pésimos lectores de signos del mundo que los rodea. En todo caso el problema que podía registrarse en los dos primeros largometrajes de Szifrón es que siempre se producía un vuelco a la experiencia pero nunca una apertura definida hacia el cambio: los cambios en los personajes de Szifrón nos dejan siempre con las ganas. Porque el atisbo no se completa.

 

Estos rasgos -dar cuenta de los cambios, elegir el artificio frente al costumbrismo, construir personajes en función de un ideal y diseñar un mundo realista ad hoc y hacerlo desde la megalomanía de pensar un mundo bigger than life- explotan y cuajan de una forma extraordinaria en Relatos Salvajes, acaso la película política argentina del año (voluntaria o involuntariamente, veremos luego).

 

La megalomanía mainstream de Szifrón ingresa en un terreno -el del realismo- para subvertir sus pautas y para encarnarlo desde dentro, como si lo que se nos muestra fuera en realidad una parodia de eso que llamamos “mundo real”, como si hubiera una plena conciencia del artificio de los materiales. Por todo esto -y el elogio no es gratuito, sino que intenta ser preciso- para ver el tercer largometraje de Szifrón hay que pensar en Hitchcock como referencia. Y no me refiero a la bobada de los motes (“el padre del suspenso”), sino a un ejercicio, una práctica particularmente hitchcockiana, que es la práctica de la manipulación.

Desde esta perspectiva resulta clave pensar en el modo en el que el director articula todos los relatos, ya que no solo debemos pensar en el desarrollo microestructural de cada uno de ellos (se percibe el origen televisivo de Szifrón a la vez que hay algo de la planificación de Cuentos asombrosos y The Twiglight Zone en el modo de interrelacionar los capítulos) sino en una figura que los reúna, una especie de ideal narrativo , una suerte de curva dramática invisible pero que se ocupa menos de el conflicto general de la película que del espíritu que vincula a las historias. Ese abordaje dramático es lo más interesante (y hitchcockiano) del zeitgeist que la película percibe de la contemporaneidad en la que se inscribe.

La progresión dramática entre las historias construye, precisamente, el núcleo de la manipulación a la que nos somete la película.Y es que la manipulación no es narrativa, sino de carácter ético: no nos pregunta si está bien o está mal lo que vemos sino que se pregunta por la dinámica del conjunto social que describe y cómo es posible vivir en esas condiciones.Pero la pregunta es para nosotros, los espectadores-conejillos de indias.

La progresión dramática y la manipulación, entonces, vienen de la mano: cada cortometraje nos somete a posicionarnos frente a uno u otro personaje. De ahí que la película opere con matices entre las historias pero casi sin matiz alguno en su interior, como si en esos micromundos lo único que pudiera existir fuera la antonomía.

Esa elección, ese carácter, no es menor ni tampoco casual: es la elección política más fuerte de la película, porque antinomia no supone maniqueísmo. Justamente porque la oposición entre partes describe una dinámica social pero no asigna lugares prefijados por etnia, clase, sexo, religión, sino que los lugares antinómicos recorren y varían en un amplio espectro. En función de esto la película no podrá ser acusada de asumir ningún “bando” social presupuesto. Una de las claves de esa multiplicidad está dada por los géneros que la película aborda, ya que más allá de el tono preciso de comedia negra, toda Relatos salvajes es una mutiprocesadora genérica. El molde genérico acompaña la multiplicidad de representaciones sociales. Y esa multiplicidad se traduce en una variedad de tonos. Esa variación potencial es la que le permite a Szifrón zarandearnos de un lado al otro sin culpa.

La antinomia en la película es política, a su vez, no por asumir alguno de los bandos en disputa, no por decir con pelos y señales cuáles son los actores sociales del enfrentamiento, no por llamar a las cosas en la ficción con un nombre real (algo que reduciría a la película a una triste mímesis fechada de una época), sino porque construye espacio temporalmente un eterno presente, una ciénaga de relaciones enfermas que derivan en resultados catastróficos. Por eso su complejidad radica en exponer un mundo complejo y que en todo caso el mundo sea interpelado por lo real -siempre que sea necesario- y no que se valide por la referencia directa al mundo de la Argentina 2003-2014.

Por su parte es el carácter multidimensional de los enfrentamientos es el que hace que la manipulación que ejerce Szifrón resulte politicamente explosiva y que a la vez se viva con mayor incomodidad: el proceso de empatía cambia constantemente de un personaje a otro, pero difícilmente los abandona. Y nos pone a los espectadores en el centro del tiroteo.

En el primer episodio el tono es más artificioso y el goce produce una suerte de disfrute con una violencia casi de cómic. Pero ya en el segundo todo se vuelve un poco más espeso: la violencia es anticipada como en ninguno de los otros cortometrajes. Y quizás eso sea consecuencia de ser el más clásico y cuidado de los capítulos, a la vez que es aquel que precisa un centro moral (encarnado en el personaje de Julieta Zylberberg). Incluso por un momento pensamos que el ingreso de un tercero en discordia aportará matices a los enfrentamientos. Especulaciones vanas que le dicen.

En el tercer caso se retoma el humor negro del primer episodio, pero la violencia es decididamente más física y los ejecutores no muestran matices, sino una escalada propia de Tom y Jerry pero bajado a un contexto desesperante y material. Pero aquí la evolución de la violencia comienza a incomodar, como si al no haber representantes de la morigeración en escena nos sintiéramos librados a disfrutar de un juego cruel y patético de gato y ratón (invirtiéndose los roles oportunamente). La incomodidad crece pero el tono sardónico del final también relaja la angustia, ciertamente.

No obstante creo que en el siguiente capítulo, en el cuarto, es en el que la película presenta todas sus cartas para la manipulación a su vez que se pone en el borde del reaccionarismo ideológico como no lo había hecho antes. Esto se debe, particularmente, a que junto con el último episodio es el único caso en el que la venganza no trae aparejada una muerte. Pero a ese dato se suma un hecho extra, festejado por el público: estamos frente a un episodio que celebra la venganza como no había sucedido en ninguno de los restantes casos. Pero contrario a lo que he leído (que el espectador celebra la reacción de un hombre cualquiera harto de los abusos del sistema) creo que en este caso es en donde Szifrón más claro deja su  voluntad de llevarnos de las narices a celebrar actos espantosos. Y es que en ese capítulo la venganza, el resentimiento, la violencia como válvula de escape son menos un comprobante de una improbable moral global de la película como por el contrario podemos decir que actúa como catalizador de los peores sentimientos aflorando en el sadismo del espectador. Casi no tengo dudas de la conciencia que el director tiene del sadismo potencial de todo espectador, estallando en una resolución musical que cita al Dr. Socolinsky: la salud (mental) de nuestros hijos (adultos) librada a la buena de dios, sin ninguna contención social o comunitaria.

Un apartado especial presentan los últimos dos capítulos de la película son los más incómodos y dramáticos, porque juegan a multiplicar el sadismo del espectador: primero porque es un capítulo que asume abiertamente (y de manera imprevisible, casi sin aviso) un lugar insoportable para quienes estamos de este lado de la pantalla: el lugar de saber pero decidir no hacer nada. Y el último capítulo se propone, casi sin quererlo, una suerte de presuntas respuestas a las preguntas derivadas de la imposible convivencia. Y ahí aparece el mayor inconveniente de la película: solo por sostener la manipulación, por construir una curva dramática de posibilidades de representar la venganza, a la vez Szifrón comienza a dar respuesta a los interrogantes.

El cortometraje en el que dos padres deben protejer a su hijo de ser apresado por la policía por haber atropellado a una embarazada resulta la situación más floja entre todas las presentadas justamente porque en función de manipular al espectador e indagar diversas formas de la culpa de clase en el fondo termina siendo el cortometraje con final más forzado, imprevisble, abrupto. A la vez el único episodio que parece querer neutralizar la escalada virulenta de los capítulos anteriores. Como contraparte deja entrever una lectura clasista que quita algo de complejidad a lo planteado previamente.

El sexto episodio es el que pone de manifiesto la doble agenda de la película: por un lado carga con el humor más desatado y extremo de todos los cortometrajes, como si se decidiera volver al primer capítulo mezclado con el tercero pero en un contexto que pudo haber sido costumbrista (Burman se hubiera hecho un picnic en ese casamiento). Pero Szifrón es alto, no elige la salida de Danny DeVito en La guerra de los Roses. Y su necesidad de dar respuestas de cara a la confrontación es aquello que hace de Relatos salvajes una película esquizofrénica, una locura controlada. Una locura que hace lidiar a la violencia proyectada con la introyectada. La violencia explosiva con la reprimida. Bienvenido, con todos sus problemas, contradicciones, excesos, este cine-termómetro. No hay mejor espejo para épocas de intolerancia que enfrentarlas con la contradicción de su propia mierda, insalvable. Szifrón nos muestra la cara multifacética del monstruo argentino. Y nos invita a que lo caguemos a trompadas. Gracias, hermano.

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