Quiénes son los Miller?

We’re the Millers
Estados Unidos, 2013, 110’

DIRECCIÓN
Rawson Marshall Thurber

GUION
Sean Anders, Steve Faber, Bob Fisher, John Morris

FOTOGRAFÍA
Barry Peterson

MONTAJE
Michael L. Sale

MÚSICA
Ludwig Göransson, Theodore Shapiro

PRODUCCIÓN
Vincent Newman, Tucker Tooley, Happy Walters, Chris Bender

INTÉRPRETES
Jennifer Aniston, Jason Sudeikis, Emma Roberts, Nick Offerman, Kathryn Hahn, Will Poulter, Ed Helms.

Mejor porro que mal acompañado
Por Maia Debowicz

Atención: Se cuentan varios chistes.

Nunca estuve de acuerdo con la frase “familia hay una sola”. Familias hay miles. Todas las que uno quiera elegir. Mejor dicho, construir. No todos tienen la ¿suerte? de nacer en el seno de los Benvenuto. La clave de la vida está en ser lo suficientemente inteligente para tomar revancha de lo que uno no tuvo; de lo que uno deseó y le hizo tanta falta. Los huecos no pueden rellenarse pero sí repararse. Porque la vida es precisamente eso, un casting crónico de familia: en los amigos, en las parejas, en el de enfrente, en el de al lado, en los vecinos, en el portero, en todos lados. Es cierto que familiaridad y familia son conceptos distintos pero, justamente, pertenecen a la misma familia. Seres cercanos que conocen tanto nuestras comedias como nuestras tragedias. Las benevolencias y las malicias. La ropa que nos cubre y los huesos que ocultamos. Y a pesar de todo aquello que saben, con el expediente en la mano, nos eligen. Nos eligen hoy, mañana quién sabe. La incondicionalidad no es buena palabra porque el “para siempre” carcome el esfuerzo que uno debe hacer diariamente para seguir perteneciendo a la mesa del otro. Esa es la verdadera familia. Los protagonistas de Quiénes son los Miller, los adultos (Rose O’Reilly/Jennifer Aniston y David Clark/Jason Sudeikis) y los jóvenes (Kenny Rossmore/Will Poulter, el adorable niño inglés que quería ser director de cine en El hijo de Rambow,y Casey Mathis/Emma Roberts), son personas que están solas en el mundo. No se quejan porque es la única realidad que ellos conocen; gozan la tranquilidad de ignorar el miedo de perder al otro porque ese otro no existe. Cuando David Clark se topa en los primeros minutos del metraje con un ex compañero de la universidad, queda planteado en la pantalla el gran conflicto que atraviesa al personaje. “Engordé un poco desde que soy padre. Ya sabes cómo es la regla”, le dice su amigo físicamente deformado al solterón cuando este logra reconocerlo debido a su pancita homerosimpsoneana. Al principio David lo mira con rechazo y le aclara que no entiende de lo que le está hablando, él desconoce todo tipo de reglas y sobre todo las que impliquen enunciar la palabra “paternidad”. “Qué afortunado eres, hijo de perra. No tienes hijos, esposa. Mañana podrías desaparecer y nadie se daría cuenta”, le escupe el “Family Guy” mientras unifica toda la crueldad que nace de sus entrañas a la masa de su saliva. El primer quiebre, casi imperceptible, se da en ese plano. La cámara ilumina la oscuridad que habita en el rostro de David, la oscuridad de la soledad. Y acá sí hay que diferenciar: “solo” y “soledad” no son la misma palabra. Uno puede estar solo y sentirse lleno, como también puede vivir rodeado de gente y saborear el gusto agrio de la soledad. David no se salva de ninguna de las dos palabras: está solo y en soledad.

 

 

T– Las familias no nacen, se hacen, y los Miller no son la excepción a la regla. Del odio al amor hay un solo paso, y de la ficción a la realidad también. Los cuatro personajes solitarios se cruzan por una misión: acompañar a David hasta México para contrabandear “un poco” de hierba. Los 4 Fantásticos se transforman con el poder de la mentira blanca en Los Flanders: una familia con integrantes que usan medias hasta la rodilla, chombas rosadas y cortes de cabello lo suficientemente ñoños como para despertar la furia del bullying. Cada uno de ellos quiere salvarse: de la muerte, de la miseria, de las deudas y, por sobre todos los males del mundo, del silencio. ¿Quién dijo que la marihuana era dañina? El cannabis es el alma responsable de haber formado una familia, de lograr unir con un lazo de seda rosado a dos pares de terrícolas desamparados que bollaban entre las paredes mohosas de una vida marrón, tan pobre como el resumen del contador del Chavo del ocho. Si bien tres de los cuatro se sumergen en la peligrosa aventura por la suave textura de los billetes verdosos, en el fondo aceptan el riesgo por razones que todavía desconocen. El campamento porrero los obligará a conocerse, incluso a su pesar, hasta que… ¡Pum!; se vuelvan tan cómplices que ya no podrán escapar del miedo de sentirse dependientes del amor ajeno. Cuando David le aconseja a Kenny que cuando quiera besar a una chica o invitarla a salir solo debe contar hasta tres para acuchillar el temor y la cobardía sabemos que, en ese instante, firmaron el contrato para convertirse en padre e hijo. La ficción comienza a perder fuerza para darle espacio a las emociones genuinas: la empatía por el otro, al igual que la sentimos nosotros como espectadores por ellos. Los personajes ficcionales que nos hacen creer que no son actores sino seres humanos que están asustados por perder la falsa independencia. La buena comedia es aquella que sabe aprovechar el espacio del plano general para distribuir las incalculables y complejas angustias del ser humano.

 

 

H– El diccionario de Rawson Marshall Thurber no incluye la palabra “pudor”; la libertad de la película para hablar de la sexualidad y sus simpáticas perversiones nos abre un paracaídas para sentir la fresca de un puñado de orgasmos. Pero el logro no es individual, es justo recordar que los guionistas principales son Bob Fisher y Steve Faber, los responsables creadores de Los rompebodas (David Dobkin, 2005), en equipo con John Morris y Sean Anders, culpables de comedias sedativas como Ni en sueños (Jim Field Smith, 2008), Sex Drive (Sean Anders, 2010), Un loco viaje al pasado (Steve Pink, 2010) y Los pingüinos del Sr. Poper (Mark Waters, 2011). El montaje es la clave para lograr que la generosa cantidad de chistes funcione: es tan vertiginoso y preciso como esos adolescentes expertos que jugaban hipnóticamente al Pump it up, saltando de una flecha a la otra para generar la correcta unión entre la nota y el paso. Y es tan pero tan veloz que la risa se dilata quitándole un poco de protagonismo a la escena siguiente. Sus comedias son gagfómanas, una gran orgía de chistes que no solo fornican sino que, además, se reproducen hasta crear una nueva China. Las películas de Rawson Marshall Thurber son una celebración constante de la chanchada. Salvaje como un puerco en tutú que mueve el vientre de su silueta tosca, revolcándose en el lodo mientras elonga el rulo de su cola al compás de sus gangosos gemidos de placer.

 

 

C– En su primer largometraje, Dodgeball, el enemigo de Peter La Fleur (el dueño del deprimente gimnasio “Tipos del montón”, interpretado por Vince Vaughn) era White Goodman (Ben Stiller), el fundador de Globo Gym America Corp. El personaje era tan excéntrico como abominable, vestía unas ciclistas brillosas que le resaltaban su bulto falso –se lo inflaba como si fuera una rueda de bicicleta– y, básicamente, era un depravado sexual. Perverso y diabólico hasta los bigotes. “En Globo Gym sabemos que la fealdad y la gordura son enfermedades genéticas, igual que la calvicie y la necrofilia. Serán los únicos culpables si no se odian lo suficiente para remediarlo”, decía a cámara en la publicidad de su negocio. En su nueva película, ese personaje vuelve a estar presente, con otro nombre y un disfraz distinto, pero en el fondo conservan la misma estructura. Ben Stiller es reemplazado por Ed Helms, el dentista “trabero” de Qué pasó ayer, quien encarna al jefe narco-mafioso de David. Pero este no solo es un perverso sino que, además, es maquiavélico. Mejor dicho, marihuavélico. La oficina de Brad Gurdlinger tiene una pared transparente para reflejar su acuario privado: uno de los mejores gags visuales de la película ocurre cuando la profundidad de campo nos permite apreciar cómo una orca se mastica a un delfín. La escena del crimen animal devela la relación descarnada entre ellos: Brad es la orca que le mastica el cerebro a su empleado del mes. El enemigo físico es el mismo pero, como en Dodgeball, el enemigo principal es el que habita dentro del cuerpo del protagonista. Peter y David también atraviesan desgracias similares: ambos están endeudados hasta la coronilla de la muela y tendrán que aceptar un desafío desagradable y seudoimposible para salir del pozo de la miseria. Económica y emocional. Una de las características más destacables del director de 38 años es que en ambas películas boceta a los personajes secundarios con el mismo puntillismo y obsesión por el detalle que a los principales. En Dodgeball nos encariñamos con Steve “el pirata” (Alan Tudyk), con Fran (Missi Pyle), la versión friki de Leia, y con Gordon (Stephen Root), el simpático gordito amante de las revistas de deportes insólitos. Quiénes son los Miller presenta a dos personajes muy guesteanos: Don Fitzgerald (Nick Offerman), el jefe de narcóticos que penetra a David por el oído, y su mujer Edie Fitzgerald (Kathryn Hahn), la señora que descubrió que tenía una campeona poco profunda cuando los tampones dejaban medio cuerpo afuera del orificio vaginal. La diferencia entre Dodgeball y Quiénes son los Miller es que la segunda es, gracias a todos los dioses de las abundantes religiones, políticamente más incorrecta. Si la primera era tan salvaje como Bam Bam, Quiénes son los Miller es una docena de Tarzanes. Rawson Marshall Thurber se agranda, se infla como un malvavisco nadando en leche caliente, y logra cumplir la difícil tarea de superar a su ópera prima. Solo queda escuchar a todo volumen la música de victoria “Waterfalls” de TLC mientras la cantamos gesticulando cada frase al mejor estilo Kenny.

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