Polvo de estrellas (FK)

Por Federico Karstulovich
Publicada originalmente en El Amante #268

Amén de lo divertido que puede resultar el mundo de las miserias humanas de las grandes estrellas, el anecdotario público del backstage, la revelación de la intimidad, la exposición de lo privado, en definitiva no deja de tener un ineludible tufo a policía. Hablo de los Rial y Ventura de la vida del espectáculo. Pero no los que se meten con la vida privada de una persona pública expuesta en la calle (por ejemplo: dos actores saliendo de trampa en un lugar abierto: se trata de la vida privada, pero con el costo de estar en un medio público y pudiendo ser reconocido por medio mundo), sino aquellos que se meten de lleno en la vida privada, en lo que jamás podría revelarse de una figura pública si no fuera por medio de la intrusión violenta. Esta última forma no sólo es canalla y antiperiodística, sino que, además, supone el bastardeo de aquello que se investiga: que las miserias de las estrellas son más importantes que su trabajo.

Esa, la peor cara del gossip, tiene su contracara, que encuentra una base en las llamadas «autobiografías confesionales». Esta clase de escritos tienen una particularidad: ya no se trata de alguien intrusivo en la vida de un tercero, sino el mismo «famoso», la misma estrella, exponiéndose sin tapujos, escupiendo su propia basura, la de su familia o la del medio al que pertenecía. Esta última clase suele ser la más interesante porque permite -con un mínimo de autoridad- que la voz propia emerja para revelar -en muchos casos- cosas que jamás podríamos haber sabido y que, en no pocos casos, supusieron un cambio en la dinámica del manejo de las caarreras de varias estrellas. En definitiva, esta segunda forma propuso,desde su lado confesional, la inversión tópica, es decir, la construcción del backstage como un escenario principal.

 

Pero antes de que las autobiografías encontraran su punto de salida fue el mismo cine el que percibió el cambio de época. Sobre esa inversión fabulada (en donde el detrás de escena es más importante que el escenario) se sostuvieron películas como El ocaso de una vida, La Malvada, Cautivos del mal, La condesa descalza, Bigger than life, Fedora y otras. Esa decisión supo hablar también de una época, de un proceso de cambio en Hollywood, experimentado desde las mismas entrañas.

No obstante la versión confesional real siempre fue mucho más dura: películas como Recuerdos de Hollywood (basada en el libro autobiográfico de Carrie Fisher, mantengamos ese nombre titilando como nota al pie, ¿sí?) o como Mamita querida supieron hacer de la confesión el perfecto caldo de cultivo para hacer andar el dispositivo moral. En ambas (apenas uno de los tantos casos de películas confesionales sostenidas sobre historias reales) cualquier exceso queda expuesto ante el ojo inquisidor, que sin mayor complejidad normativiza las conductas y los quehaceres de la vida privada. El resultado termina siendo peor que haber mantenido el asunto escondido. ¿Por qué? Fundamentalmente porque la muestra de lo obsceno (etimológicamente de lo que debe quedar fuera de escena, de lo que debe ser backstage) termina siendo el perfecto modo de destruir la mística, el mito, acaso la base fundamental de la gran maquinaria de la narración clásica.

 

Si alguien supo recuperar el mito a partir de la repatriación de la ambigüedad, del misterio (leer el impresindible capítulo Misterio y ministerio, de la Poética del cine de Raul Ruiz para entender a qué me refiero) de las raíces del cine de estudios, ese fue sin dudas David Lynch. Porque en su cine devolvió oscuridad a la luz buchona del backstage, porque fue uno de los pocos que jugó al infinito dispositivo de espejos, para que la revelación de la vida privada no sea otra cosa que el origen de misterios aún más profundos e insondables.

 

Justamente en esa dirección se mueve David Cronenberg, quien desde hace una década viene entregando películas de un clasicismo más o menos depurado (teniendo su punto más alto en Una historia violenta y su punto más bajo en Cosmópolis) que juegan a la transparencia, a la fluidez del relato convencional pero que en el fondo son una puerta abierta a lo insondable. De hecho, en el ejercicio de la ambigüedad, en la instigación por el camino de lo abierto es donde el cine de David Cronenberg se toca la mano con el cine de Lynch.

 

Lo interesante, en este punto, es que al momento del estreno de Polvo de estrellas  muchos quisieron ver en ella una suerte de cruel ironía con el mundo de los estudios y sus miserias (es decir, una variación sobre el cine del chusmerío moralista) cuando, por el contrario, en su ambición contracultural de centrar el horizonte de supervivencia en una pareja incestuosa de hermanos (que son la aceptación freak de la monstruosidad como inicio de una tradición y no como el fin, que es una conclusión derivada propiamente del naturalismo más ramplón) la película consigue exorcizar el costado más flojo y chusma que parece presentar en su inicio para abrirse de lleno al feliz mundo de fenómenos antisociales (por momentos me recordaba a una versión gore-mental de Society (Brian Yuzna, 1989), una película feliz sobre los excesos, las clases dominantes y la explosión de las normativas básicas de reproducción cultural, como lo es la prohibición del incesto).

 

En ese contexto el juego de Cronenberg es sofisticadísimo, elegante: es la simulación del clasicismo para, en el fondo, como estrategia máxima, minarlo en todas sus expectativas y posibilidades.

 

Pero todavía no le perdonan que haga un cine depurado de pretensiones. Que su cine sea una excursión por los monstruosos pasillos de la construcción de una personalidad humana. Que en el fondo sus juegos parezcan menores.Pero que se trate de un especialista en el sutil acto de parecer superficial. Nadie entiende mejor a Wilde hoy. Así estamos.

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