Mia madre (FK)

Mudarse a los suburbios
Por Federico Karstulovich
Publicada originalmente en El Amante #276

En contra

Tras el viraje experimentado por el cine italiano entre finales de los 70 y principios de los 80, hubo un grupo de pocos pero intensos directores que buscaron construir una suerte de camino alternativo al de las tradiciones aplastantes del cine italiano de posguerra (la tradición neorrealista de los 40, la modernista de los 70, la de la comedia popular italiana, la del cine político de izquierda), pero que a la vez necesitaban -de alguna extraña manera para diferenciarse de los padres y abuelos pero también para demostrar que eran otra generación– inscribirse en el mapa cultural de un país que avanzaba hacia los cambios de manera vertiginosa (ahí a la vuelta de la esquina estaba el fracaso y derrumbe del PCI, el ascenso fallido de las formas de la socialdemocracia y la gestación de un populismo conservador que generaría monstruos como Berlusconi).

En aquel grupo plural, que de conjunto no tenía nada, nombres como el de Massimo Troisi, Maurizio Nichetti, el inefable Roberto Benigni sonaban como nuevos (algunos habían debutado cinematográficamente post asesinato de Aldo Moro, cuestión no menor que signaría el futuro del partido comunista italiano y, por desencadenancia, la política italiana en su conjunto), algunos otros, ya iniciada la década del 80, contaban con algunos largometrajes en su haber. Uno de ellos es Nanni Moretti, quien ya había debutado con su primer largometraje (Io sono un autarchico, 1978) dos años antes del asesinato de Moro, cuyo cine estaba profundamente signado por la indefinición de una identidad política derivada de la crisis del PCI, que ya en los 70 era llamado a pactar un armisticio político con la democracia cristiana, formando un potencial gobierno de coalición que desterrara las posibilidades de ascenso al poder de los conservadores.

 

Pero… ¿a qué viene todo esto? Esencialmente a que más de tres cuartas partes del cine realizado por Nanni Moretti supone un centro exclusivamente político. Y que ese centro, si bien tiene un eje empático constante (ya se llame Michele Apicella como Nanni Moretti, en tanto alteregos históricos del realizador), ha sabido concentrar en torno a experiencias personales el verdadero problema de la experiencia colectiva: ya no solo cómo habitar el mundo sino cómo habitarlo conjuntamente con otros (que pueden o no pensar como uno).
Por eso en películas como la mencionada, como Ecce bombo (1978), Sogni d’oro (1982), Bianca (1984), Palombella rossa (1989), Caro diario (1994) y Aprile (1998) (quizás la película que cierra una época, definitivamente) el alterego de Moretti es más una vía de comunicación con un mundo que se desarma, que se derrota, que se cae a pedazos, donde ya no queda nada seguro. De ahí que en el cine del director su presencia sea menos un narcisismo desatado que un personalismo instrumental (en el primer caso hablamos de una necesidad obsesiva de ser un centro en un mundo poético que se desarma sin esa figura aglutinante, en el segundo hablamos de un personaje que viabiliza contactos entre la vida pública y privada, dándole así la suficiente universalidad y particularidad a la experiencia narrada).

 

Frente a todo esto tenemos las anomalías morettianas, que son esas películas en donde no solo se produce un vacío de la figura del alter ego sino que hay algo así como una tentativa de abandono del centro (abandono figurado, sustituyendo a su personaje por otro con características comunes; abandono literal al salirse del medio sin sustituir esa función histórica para la narración de la mayor parte de sus películas): desde La messa è finita (1985), donde el abandono figurado del centro produce un alejamiento del alter ego tradicional pero no de su lugar simbólico hasta La habitación del hijo (2001), donde el procedimiento parece ser figurado y literal pero el resultado es fallido y extorsivo desde el efectismo con el que presenta un hecho trágico. Vuelve a ser figurado con El caimán (2006) y con Habemus papam (2011), acaso la película que demostraba que el alejamiento del centro sin dejar de ser fiel al propio cine (algo que sucedía con La habitación del hijo) era posible.

Y así es como llega Mia madre, que parecía seguir con la lógica de El caimán pero mezclada con cierto sentimentalismo de La habitación del hijo. En el medio, Nanni Moretti (la persona-actor, no el alter ego) cumple un papel secundario, pero en vez de retirarse para ampliar la experiencia a la luz de otras figuras que ocupen ese espacio (acaso el conflicto con la identidad del Papa de Habemus papam está en directa consonancia con el problema de la identidad política del adulto melancólico de los viejos tiempos del PCI que Moretti supo delinear con tanta precisión durante los 80 y 90) aquí se produce una novedad poco feliz: se realiza un desplazamiento que tiene más de borramiento, de borroneo forzado, acelerado, antes que de conciencia del lugar de la propia obra. El espacio ocupado por la directora no es otra cosa que una clara operación de desplazamiento e inversión de los lugares tradicionales ocupados por hombres y mujeres en el cine de NM: el centro, en este caso, es ocupado por una mujer alla Moretti mientras que el susodicho ocupa un espacio lateral, de acompañamiento (como si le diera la razón a las feministas que acusaron al cine de NM, durante años, de ser un cine misógino y por eso se produjera la inversión).
Este viraje, que en muchos casos podría parecer liberador (en muchos directores lo es: la teoría de la política de los autores debería llamarse la tiranía de los autores) termina siendo en Mia madre una trampa irremediable.

 

Ma per che?

 

Bueno, si el cine de autor tiene algo parecido a marcas estilísticas y ciertas obsesiones temáticas, en MM esto parece algo lavado, desteñido. En distintos niveles. Como si se produjera una necesaria amnesia para con el cine que Moretti hizo durante años.
Hay una cosmovisión superficial, pobre, epidérmica, de lo político. Pero menos por una visión desencantada del tema que por una especie de omisión deliberada, como si el asunto fuera menor (no se entiende sino esa suerte de parodia involuntaria de director progre-comprometido que da la conferencia de prensa), ya que me niego a creer que la muerte de la madre es aquí una figura alegórica tan lipídica.
Hay un acercamiento al tema morettiano de la puesta en cuestión de la conciencia de los personajes en el mundo, sí, pero el modo también tiene algo de incompleto, casi distante (lo que hace de la protagonista un personaje interesante a la vez que anempático como pocos en toda la película: no nos importa lo que le pasa porque jamás nos deja entrar a su propia experiencia, incluso sobreabundándonos de flashbacks y traumas con cara de pesadilla nocturna).

Las decisiones formales, los juegos con los tiempos (con el sueño, con la fantasía, con el recuerdo) -algo que en un facilismo intencionado ha querido vincular a Moretti con Fellini- están, pero parecen no importar, porque son los personajes los que nos perdieron (quizás el asunto hubiera cambiado con la madre ocupando el centro completo y no a sus hijos).
Sin la política, sin los personajes, lo que queda no es otra cosa que el mismo Moretti, desplazado sobre el rol de Margherita Buy. Y el resultado tampoco es igual: ahí donde estaban los gritos, la histeria, la historia personal puesta de manifiesto, ahí donde lo personal y lo público entraban en perfecto diálogo (por eso el alter ego fue siempre una función perfecta para abrirse a los demás, no para cerrarse, en MM todo ese paso de baile encantador es inexistente).

 

El resultado redunda en una concepción extrañísima para el cine de NM: si el centro no son las personas (fundamentalmente el protagonista) y sus relaciones no nos importan (por ausencia de empatía), la política parece un elemento superficial, los alteregos son una mera máscara. La pregunta es otra, entonces: ¿es una película sin centro? ¿Una película abierta? Si así fuera, las partes por separado no compondrían otra cosa que un mapa mediocre de ciertas relaciones humanas, no demasiado lejano al que podemos ver en un telefilm (una enfermedad, relaciones irresueltas, el centro en torno a la familia, un proceso de aprendizaje de parte de un personaje, un tono ciertamente aleccionador: vean la obra maestra paródica A Deadly Adoption, donde Will Ferrell y Kristen Wiig dinamitan el género desde su interior), pero no es el caso.
El centro de la película, estimados lectores, no es otro que el mismísimo ausente, el responsable de amalgamar una obra de casi 40 años: Nanni Moretti. Y es que ese corrimiento, esa desmarca violenta, contraria a liberar al film de sus ataduras a la propia tradición, se lo llevan puesto.
MM resulta entonces una película raquítica si se la despersonaliza y resulta una película exasperantemente narcisista por ausencia. Paradoja de humildad: Nanni nunca estuvo más presente y nunca fue más necesario en su cine que cuando amenazó con mudarse a los suburbios. Ojalá retorne el hombre visceral, expansivo y no el imán invisible con el que nos quieren convencer.

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