La tormenta perfecta
Por Daniel Alaniz
Publicada originalmente en El Amante #274
Ya que estamos en tiempos de regresos permítanme unas líneas sobre Jurassic World. La película de Colin Trevorrow tiene una muy buena noticia: la de un director nuevo que puede filmar la acción como pocos en su generación. Que todo se entienda, solo eso, sigue siendo un tema del cine espectacular de nuestros tiempos, y en Jurassic World, como en el buen cine clásico de oficio, el director conspira con la intención de que el espectador se libere de esfuerzos para dedicarse solo a disfrutar del movimiento del cine y entregarse así a la adrenalina y la emoción. La mala noticia de Jurassic World es que la emoción no existe, por lo tanto tampoco la adrenalina. No es que sea una película fría o cínica, más bien todo lo contrario: por momentos, parece que Trevorrow es tímido y que hizo una película para dejar contento a papá Spielberg, y que a la vez quiso pasar la prueba del clasicismo necesaria para hacerse cargo de semejante Rex cinematográfico. Parece, también, como si no hubiese sentido propio el guion o lo que pudiera darle desarrollo a sus personajes. Sobre todo si se piensa en Safety Not Guaranteed, su primera película y único antecedente, una comedia de ciencia ficción basada puramente en los sentimientos y las trabas de quienes la protagonizan y le dan vida. La pareja de JW funciona bien, es verdad, pero más por las condiciones actorales de Chris Pratt y Bryce Dallas Howard que por un entramado cinematográfico que se ocupe de ellos. Como si supiesen de qué manera tienen que ser ese tipo de personajes de aventuras del Hollywood dorado y lo hiciesen acorde a sus propios conocimientos previos e intuiciones. El resultado es que importa poco que la acción esté “bien filmada” o sea creativa si no tenemos un ancla emotiva a la cual agarrarnos como espectadores para que algo de todo eso que vuela, corre, explota, zafa o muere, nos importe. En la última película de los Wachowski, por ejemplo, cuando se hablan de más puede ser divertido por el delirio de esos hermanos al que tanto placer da asistir, pero cuando los personajes se agitan en la licuadora visual que les dedican sus directores -en esos cuadros que todo quieren abarcar y que son más políticos que cualquier discurso- no solo disfrutamos del espectáculo si no que entendemos cómo es la historia, los deseos y el amor de esas criaturas que se desarrollan a la par de sus movimientos. Rescatar a la chica en una patineta voladora es la mejor declaración de amor posible. Pero en Jurassic World no importa lo que pase con los personajes, ni arriba de la montaña rusa ni abajo. Y eso, queridos amigos, es bad news, y no hay música de John Williams que pueda prender ese fuego. Porque, como sabemos: “You can’t start a fire without a spark”. Ok, ¿y Mad Max? Bueno, lo obvio, que es todo lo contrario.
Se sabe, una de las características de la saga de Miller es que se compone de películas casi sin guion. Y siempre salió bien por la capacidad del director para hacer de cada secuencia de acción una especie de cuento corto y por esa bendición cinematográfica que le significó la presencia del mejor Mel Gibson posible. Si algo no necesitaba esa trilogía eran palabras. Con Fury Road podría decirse algo parecido si no fuese porque es, además de la película visualmente más sorprendente y poderosa (no solo de la saga), la más profunda (sí, de la saga), en buena parte gracias a algunos parlamentos específicos.
“Me digo a mí mismo que no pueden tocarme”, dice esa especie de no-hombre que es Tom Hardy al principio de la película. Se refiere a todos los peligros físicos que en ese barbarie que habita se encuentran, pero también a los recuerdos que lo invaden y que, en forma de flashbacks, le quieren devolver su humanidad. “Un hombre reducido”, se llama a sí mismo el no todavía Max, y a los segundos los soldados de Immortan Joe le ponen una bolsa naranja (ojo) en la cabeza, tapando así lo único que le queda de identidad.
Solo en ese prólogo sucede lo contrario a lo que en toda Jurassic World. Tom Hardy será de madera, no vamos a discutir eso, pero atrás tiene un director que, mediante la literatura necesaria, la acción bien dirigida, e imágenes certeras que quieren decir algo, logra presentar no solo un personaje si no uno de los temas más importantes de la película: la identidad, sí, pero sobre todo la individualidad y lo más importante de lo que ella significa: la posibilidad de llevar a cabo cualquier encuentro con los demás.
Siempre Mad Max, la que sea, va a ser una película política, pero en este caso Miller parece haber crecido y entendido el resultado de la política en la carne y las almas (si se me permite decirlo así, porque psiquis es una palabra espantosa e incompleta) de las personas que la sufren. En una de las tantísimas grandes secuencias de acción de Fury Road se resumen todos los temas, casi a secas, del mundo (avisen cuando se pueda usar el “ah re” en una crítica de cine). Todo empieza con Furiosa preguntándole el nombre al no todavía Max que se niega a dárselo. “¿Tiene importancia?”, le responde él. Ella sabe que sí y él todavía no, por eso Furiosa decide llamarlo “Tonto”. Ahí habrá una negociación con unos fantasmas de la ruta por gasolina, pero detrás de ellos vendrá todo el regimiento de Immortan Joe, amo y señor de su sociedad feudal y ridícula, quien pretende evitar la huida de Furiosa, pero sobre todo de sus mujeres, una de ellas a punto de parir un hijo suyo (pero también de ella). Obviamente se desencadena una persecución intensa de toda intensidad, planificada desde la puesta en escena por una mente, como dice el tráiler, realmente maestra, musicalizada a la perfección y donde todo se resume a la vez que se infla y explota por los aires. Todo sucede junto. Por primera vez, Furiosa acepta al futuro Max y confía en él; Immortan Joe, que se sabe no inmortal, corre desesperado detrás de su herencia y la madre de su futuro hijo se interpone entre un arma y Furiosa para protegerla, a la vez que esta aprovecha para tirarle un balazo a Joe, demostrándole ambas que lo que nunca va a tener es la reciprocidad en el amor. Por su parte, Nux, un chico de la guerra enceguecido por su fanatismo, solo quiere el reconocimiento de su líder, y en cuestión de segundos pasa de esa promesa a la decepción; por mediocre, le dice Immortan, pero sobre todo porque en realidad no importa si no es útil a la causa, y algo de eso aprenderá Nux después, que es difícil querer a quien no quiere. El final de toda la secuencia es trágico, desolador y a la vez lleno de humanidad, definitorio para los personajes valientes de la película, los que se animan a cambiar, a seguir en la ruta en busca de su individualidad para compartirla con quien ellos tengan ganas. Además, en el cine mainstream de hoy es lo más valiente y extremo que se puede encontrar. Y todo esto sucede en una secuencia plagada de tiros, golpes, heridas, muertes (cada herida, cada muerte, en Fury Road pesa, porque es una película para la cual el concepto de pérdida es importantísimo), donde todo se entiende a la perfección y nada se confunde. El cine total, bah.
Creo haberlo dicho en alguna página anterior de esta revista, pero como me obsesiona el tema, vuelvo. No hay nada más conmovedor que ver a alguien en proceso de cambio. Cuando un personaje de una película se encuentra ante el abismo de decidir quién quiere ser, si eso está bien retratado y se muestra con verdad, la película me tiene adentro. Todo. Toda. Cuando eso sucede en una pantalla con Charlize Theron, ni hablar; y cuando tengo el privilegio de presenciar tal fenómeno en una mujer de la vida real, directamente me enamoro. Cambiar de trabajo, de pareja, decidir empezar terapia (¡incluso eso!), viajar, romper una amistad que ya no es para uno, ese tiempo justo que requiere de enorme valentía y de ponerse en perspectiva a uno mismo y a lo que lo rodea, me parece enorme, el resumen de todos los momentos. Furiosa vive ese momento y avanza, sin saber dónde va a terminar ni cómo, solo teniendo en claro qué es lo que no quiere más, arrojada a su esperanza, a la convicción de lo que está bien y a la gente que quiere. Y con la osadía, el coraje, de permitirse querer a alguien más, a alguien nuevo, porque la novedad requiere siempre de valor. Al comienzo de la secuencia a la que nos referimos antes, ella se pinta los ojos con grasa y lo mira a Max a través del espejo, porque ahí lo decide todo. Después le dirá, porque ella es valiente, el viaje que quiere emprender y le pedirá que la acompañe. Más tarde, en el momento más emotivo de la película (en medio de una de las secuencias de acción más luminosas de la historia del cine, porque se puede todo junto, Jurassic World), lo sostendrá de la mano a Max para que no caiga, y lo hará contra lo que sea, incluso contra un puntazo en las costillas, porque ahí es cuando Furiosa pasa de saber qué es lo que no quiere a saber qué es lo que sí quiere y con quién. En esa última batalla, si se los mira específicamente a Max y a Furiosa, se verá todo lo que se relojean, cómo todo el tiempo la mirada de uno está pendiente del otro; esa es la liana emotiva a la que aferrarse en toda la secuencia. Fury Road es una película sobre la valentía de decidir y sobre el infierno en que puede convertirse todo cuando descansamos ese deber propio en los demás, sea un hombre, una mujer, una pareja, los padres, o el estado.
Todo el circo político, encantador para el cine y pesadillesco para la vida real, con el que Miller colorea su película es demencial, hermoso y horrendo a la vez. Él sabe igual que la verdad está allá afuera. Frente a la excitación masculina de los chicos de la guerra, de los distintos funcionarios del imperio de Immortan Joe, del guitarrista infernal, del Antropófago, del mercenario, se planta la mirada concentrada de Furiosa y la decisión de las chicas que la acompañan. Ellas ya no creen toda esa parafernalia dedicada a generar una mística vacía en función de un poder vulgar que solo las usa, y de ahí no hay regreso posible. Los ojos de Furiosa son una tormenta (what a lovely day!) que lo arrasa todo y que no están para contemplar falsedades. Por eso, cuando muere Immortan Joe, Miller decide mostrarlo seco, casi ni fuera de campo, en una película que todo lo convierte en delirio visual. Y cuando Max tira el cuerpo es casi documental, porque ahí, con los restos del dictador, termina de caer toda mentira.
Max, que ahora sí es Max, porque ya se lo dijo a Furiosa cuando le salvó la vida con su propia sangre -la única manera de hallarse a uno mismo y de salvarse (parece querer decir esta escena) es junto a alguien más-, se va de la película como un homenaje a Más corazón que odio. Tal vez sea innecesario, porque una cosa es Guerra de los mundos, que sí era parte de una tradición que podía cruzar referencias y construir sentido a través de ellas, pero Fury Road es única y novedosa. Y furiosa. Tal vez sea una despedida de Miller, para arrojarse con libertad -como Furiosa, las mujeres y Max- hacia lo desconocido, hacia un futuro del cine que se vislumbra como tormenta perfecta.