El síntoma posible
Publicada originalmente en El Amante #273
En contra, por Hernán Schell
En el 2014, en ocasión de la segunda parte de Capitán América, se me ocurrió escribir un artículo acerca de las películas de Marvel. Allí hablaba con curiosidad y hasta con entusiasmo de lo que este tipo de películas podían significar históricamente, señalándolas como una suerte de rara vuelta de las películas de monstruos de la Universal pero en clave heroica y muchísimo más costosa. No obstante, después de hablar bastante bien de estas películas, se me había ocurrido poner en el último párrafo lo siguiente.
La pregunta especulativa del millón es hasta cuándo podrá durar esto. (…) A los monstruos de la Universal su época de producción continua le duró unos quince años, y se empezaron a aniquilar en la medida en la que se pusieron tan perezosos que creyeron que el sólo hecho de sumar monstruos y más monstruos en una misma película les daría cada vez más popularidad. Quizás por eso a veces temo cuando se habla de que tal o cual proyecto de la Marvel incorporará una cantidad cada vez mayor de personajes con superpoderes. Quizás en esta fascinación por la acumulación de personajes se encuentre su propia perdición.
Pasó menos de una año de este escrito y pareciera que Marvel se hubiera esforzado por darme la razón mostrando estos mismos signos de agotamiento. Curiosamente, el director responsable de esto es Joss Whedon, alguien que hasta Avengers 2 lo creía incapaz de hacer una mala película.
Whedon quiso jugar a una película de superhéroes recargada. A los seis superhéroes de la primera Avengers (repasemos: Thor, Iron Man, Capitán América, La Viuda Negra, Hawkeye, y Hulk), la segundo Avengers le sumó un villano nuevo, dos chicos con superpoderes, y un nuevo personaje llamado The Vision. Diez (10) personajes en total sobre los que gira una película de 140 minutos de duración.
Ya en la primera Avengers (una muy buena película) Whedon tenía que hacer malabares narrativos para manejarse con un número similar de personajes principales. Sin embargo, la película se encontraba con varios personajes conocidos cuyas actitudes no eran demasiado diferentes de las que habían tenido en películas anteriores. Aún así, Whedon sabía que tenía que darles el tiempo justo a cada uno de ellos para que muestren cómo se mueven en una situación grupal y ante situaciones extremas. Justamente la jugada de hacer de Loki un villano poco complejo (es un ser payasesco que quiere dominar el mundo y punto) tenía su inteligencia: no perder demasiado el tiempo con él para hablar más que nada de la conformación de un equipo para pelear contra el mal. Era una película con humor (mucho) y acción (la suficiente) que ante todo celebraba la existencia de la acción superheroica y unos personajes de cómics.
Pero Avengers 2 quiere ser más que eso: en medio de los conflictos del grupo (que se pelean, se amigan, se vuelven a pelear y finalmente se unen para la batalla final), Whedon nos quiere mostrar la historia de dos hermanos con superpoderes que pasan de villanos con pasado trágico a héroes; quiere hablarnos de la formación de un villano cruel y creado ni más ni menos que por dos de los superhéroes; quiere hablar de la génesis y el carácter bondadoso de The Vision con su filosofía acaso ingenua; quiere meterse –literalmente– en la cabeza de varios de sus superhéroes para analizar sus peores miedos; quiere contarnos la historia de la familia de Hawkeye y la importancia de este virtuoso del arco y flecha dentro del grupo; quiere contarnos la historia de amor trágica entre la Viuda Negra y Bruce Banner (y mostrarlo a Banner, al mismo tiempo, como un personaje trágico); quiere sumarle ambigüedad a Tony Stark y de paso un poco también a Banner; quiere incluso utilizar un imaginario religioso y hablarnos de un arca, de resurrecciones al tercer día y de la figura de un dios en el personaje conflictuado de Ultron; quiere hablar del caos y del control, del comportamiento posiblemente autodestructivo de la humanidad; y quiere hablarnos al final de una nueva generación de Avengers que viene a reemplazar a una anterior en posible retirada.
Mucho, demasiado se diría, no para una película de superhéroes sino para cualquier largometraje que dure menos de 38 horas. Así es como el efecto es desconcertante: la enorme cantidad de conflictos que propone la película hace que todos terminen perdiéndose en una sucesión de hechos espectaculares y conflictos varios. Así es como un sacrificio redentor por parte de uno de los personajes, la pérdida dramática de un familiar, el conflicto interno de alguien que combate lo que creó, la actitud de un héroe que al final decide fugarse, suceden con una urgencia insólita, todo expuesto en una cantidad muy reducida de tiempo para que todo pueda caber en 130 minutos. Así es como discursos alentadores, diálogos intimistas, sentimientos fuertes, pasan a una velocidad exasperante, imposible para terminar de profundizar nada y mucho menos generar empatía. Es más, a tal punto llega la desesperación por narrar todo rápidamente que existen incluso razones que quedan poco claras: ¿por qué Ultrón de pronto se obsesiona con atacar a Thor?, ¿por qué el villano está especialmente encariñado con Scarlett Witch?, ¿por qué un tipo como Banner estaría tan dispuesto a hacer otra criatura que puede exterminar a la humanidad?.
Pero no es ese el único problema de Los Vengadores. De todas las malas ideas y desaciertos quizás el mayor se encuentre en una puesta grandilocuente hasta lo insoportable, una suerte de celebración desatada y descerebrada de lo gigante y lo ruidoso más digno del peor Michael Bay que aquello a lo que la productora Marvel en general y Whedon en particular suele tenernos acostumbrado. La Era de Ultrón empieza con un plano secuencia pomposo que junta tiroteos con explosiones varias. No deben pasar quince minutos de eso que introduce otra escena de acción después de un monólogo de Ultrón. Después habrá otras peleas y persecuciones varias y una pelea tan impresionante como innecesaria entre Hulk y una cosa llamada “Hulkbuster” (palabra de nerd de cómics, habrá que creer) que termina provocando la destrucción de varios edificios de una ciudad. Y luego de una buena cantidad de escenas de acción llegamos llegaremos a una batalla final de una duración imposible en donde la única idea para impactar reside en la multiplicación permanente de una acción cada vez más grandilocuente que va sumando personajes y naves, y monstruitos de todo tipo, como si Whedon fuese el dueño de una juguetería mostrándonos todo el material que tienen para mostrarnos. Así es como aparecen todos los superhéroes que pueden y hasta nos encontramos con la Nave de SHIELD y con Samuel L. Jackson apareciendo de nuevo aún cuando nadie nos explicó cómo hizo para recuperar de nuevo el mando.
A uno le da la impresión que a Whedon le convendría tener presente Cautivos del Mal de Minnelli, o al menos una escena de la película. Se trata de esa en cual un director le dice a un productor que la belleza se construye por contraste y que una película que hace escenas espectaculares tras escenas espectaculares no terminará haciendo otra cosa que anular la espectacularidad. Si la destrucción del tiburón en la película de Spielberg, o el virtuoso duelo final de El Bueno, el malo y el feo, siguen causando una euforia extraordinaria, no es por el presupuesto que tengan encima, o siquiera porque se muera o se salve más o menos gente, es porque antes de que sucedan esas escenas, sus realizadores supieron crear climas previos que nos hacen esperar y admirar esa espectacularidad. Eso mismo supieron, sin ir más lejos, las mejores películas de la Marvel. Así es como la primera Capitán América sabía tomarse su tiempo para contar la génesis de su personaje e introducirnos a los tiempos de la década del 40; Iron Man 3 podía darse el lujo de mostrarlo a Tony Stark deambulando sin su traje por un pueblo durante más de media hora e interactuando con un chico; y los Guardianes de la Galaxia tomarse su tiempo para hablar de los orígenes solitarios y marginales de sus héroes. Ese tiempo, justamente, es el que falta en Avengers 2. Algo extraño, dicho sea de paso, para una película que decide que sus títulos de crédito estén hechos en torno a una estatua que muestra a sus superhéroes inmortalizados como guerreros épicos. Para construirlos, sin embargo, le faltó la suficiente fe en ellos como para pensar que valía la pena verlos más tiempo en pantalla haciendo otra cosa que no sea pelear en medio de escenas inyectadas de adrenalina. Al hacer eso último esa imagen final de los títulos de crédito no es más que un esfuerzo banal por volver enorme aquello que en el fondo terminó siendo una insignificancia que hace mucho ruido y resulta muy costosa. Por suerte la épica, el heroísmo, la emoción y el cine son mucho más que eso.