Los tres chiflados

Body Snatchers
Por Juan Manuel Domínguez

Apenas termina la diez-años-en-cocción Los tres chiflados de los hermanos Farrelly, dos masas musculares masculinas, mezcla entre Ryan Gosling y una publicidad de protector solar, se acercan a la cámara y se presentan a los niños. Un gag de sodomizador sodomizado (se huele el reto de la Fox como si fuera Axe usado por un pibe de 17 años) que sirve como alfombra roja para una serie de sobreexplicaciones que busca prevenir la presencia de demandas legales generadas por los hogares con niños propensos a testear la marca imborrable, y aquí intacta, de Moe, Larry y Curly: el slapstick cartoonesco. Franquicia sí, juicio no. En un piquete de ojos, el mundo ha cambiado a un sitio cien mil millones de dólares más pacato, capaz de explicar lo absolutamente obvio: que ni ese cabrón con flequillo de taza, ni ese papanatas dueño del jewfro más famoso en la historia de la comedia y el obeso calvo infantiloide por excelencia se pegan de verdad. Filmada por los Farrelly, Maestros Jedi en esto del humor físico con corazón (que camufla la real y divertidísima maldad que posee su humanismo), y curada por un abogado millonario, la coda educativa de Los tres chifladoscosecha Farrelly, aunque inventiva para no quedar directamente didáctica, es un cachetazo inmerecido al juego chiflado de los Farrelly.

Después de que se aprende por qué Curly resiste martillazos, serruchazos y otros hiperbólicos castigos, lo que se hace obvio es que los Farrelly ya habían filmado su Los tres chiflados. Tonto y retonto es su Los tres chiflados purasangre (de hecho, bajo esa lupa, quizás incineradora, el pelo imposible de Jim Carrey lo acerca a Moe y el pelo harapiento más el cuerpote bobalicón de Jeff Daniels son cercanos a Larry y Curly): pedos atómicos (cuya radiación sonora alteró la escatología mainstream), la pobreza monetaria como motor bípedo (cuac), el splapstick fou. Todo ya estaba ahí. Hacer Los tres chiflados, los posta, era su capricho, su ballena blanca; mejor dicho, filmar Los tres chiflados como si lo único que cambiara fuera la presencia de Ipods en el mundo (que genera, ya sea en el inglés original o en el español en que se estrenó en Argentina, un pésimo chiste: lo rancio es rancio en cualquier idioma). No son modificados ni los títulos de presentación, ni su música, ni la estructura en fragmento (cuatro episodios hacen a toda la película), ni las mañas actorales o latiguillos de los personajes mutan; todo está ahí en una operación simple que, más allá de pavonearse en su matemática (chiflados de los cuarenta incrustados en 2012 y sus celebridades), altera de forma casi imperceptible el tamaño Titanic del capricho. Ni siquiera se puede hablar de clonación: lo de los Farrelly está más cerca de un Museo de Cera viviente, de una parasitaria pero enamorada forma de visitar formas de comedia imposibles en estos tiempos tan Judd Apatow (en los que la estupidez no puede ser pura). Por eso el casting ABC1 que se manejaba con nombres hilarantes como Sean Penn, Benicio Del Toro y hasta el demente tío Mel Gibson (que fue coproductor de un biopic catódico sobre Los tres chiflados) nunca hubiera funcionado, de hecho, hubiera atentado contra el Marty McFly Chiflado que trasladaron en el tiempo los hermanitos. Los tres cuasi anónimos protagonistas están más cerca de la imitación con perfección que aterra (¿es la mimesis la forma zombi en que Moe, como sostiene Homero Simpson, manda?) en lugar de la reinvención: su nimiedad es perfecta para esa operación fanática de los Farrelly.

El vudú zombi de los Farrelly está cosido con su propio hilo: aquí y allá aparece la maldad marca registrada de los hermanitos (sobre todo con la constante mofa a niños huérfanos). Algún que otro cameo fuera de sí mismo (como el alguna vez casteado para Larry, Larry David volviéndose el milagro drag de la Hermana María Menguele) y una idea más feliz que contracultural en ver a los reality factoría MTV como los hijos bobos (culpa del incesto y los cromosomas) de Moe, Larry y Curly (ese eco de Waters travestido de Tex Avery que los hermanitos usan cada vez que pueden). Pero aun así Los tres chiflados sigue teniendo el cuerpo chiflado que, como las gallinas degolladas, repite rutinas físicas por inercia. Puede que suene malo, pero es mérito propio de los Farrelly recrear la rutina lunática como si no hubieran pasado sesenta años del último corto de los Chiflados. Y lo logran. Ponen otra vez la máquina chiflada a andar, logrando hacer de la idiotez la más potente de las torpezas de Hollywood, de una industria cultural que gastará millones previniendo juicios pero, quizás sin saberlo, también paga con esos millones la posibilidad de que uno vea a tres supraimbéciles sembrando, literalmente, un campo de salmones. O un duelo a la Leone en el que recién nacidos son usados como utilería. Los Farrelly juegan con los Chiflados como si fueran su muñeco vudú, y viceversa: se pinchan, se usan, se divierten, se tiran, se rompen. En esa dicotomía vudú, el resultado termina siendo algo así como Los tres chiflados con preservativo, en la que los Farrelly son todo lo salvajes que querían ser cuando se fascinaban de niñitos con la franquicia (y no todo lo salvaje que pueden ser cuando directores de cine). Y esa felicidad, a veces torpe sin cerebro, otras torpe de forma luminosa, es la real cachetada a la comedia de hoy.

SUSCRIPCIÓN
Si querés recibir semanalmente las novedades de elamante.com, dejanos tus datos acá:
ENCUESTA

¿Qué serie de Netflix te gusta más?

Cargando ... Cargando ...