Los cuatro elementos del cine argentino

Por Leonardo M. D’Espósito.
Publicado originalmente en El Amante #266

Miro las recaudaciones, una vez más. No me interesan especialmente: es parte de mi trabajo periodístico seguirlas, más o menos. Sigue asombrándome un poco que Relatos salvajes -al momento de escribir esta nota, con poco más de veinte días en cartel, con 1,8 millones de espectadores- siga vendiendo como un estreno, todos los días. No es que algo así no suceda con cierta frecuencia: la cuestión es que se trata de una película argentina y tales cifras, tal tipo de recaudación, es más bien excepcional. Hace unos días, me encargaron una nota para la sección Sociedad de Noticias respecto del cómo y el por qué de los grandes éxitos del cine nacional. Salió una nota decente, pero escribirla me dejó pensando en otras cosas. Me preguntaba en realidad por el cine argentino, qué es hoy el cine argentino. Este texto es crítico en el sentido en el que intenta responder a esa pregunta y no, como suele entenderse el término, en el de evaluación cualitativa. No importa si tal o cual película me gusta más o menos, si tal o cual director me parece más o menos importante. Lo que trataré de responder(me) es, primero, si existe un cine argentino y, segundo, a qué se reduce.

 

La primera pregunta se responde dejando de lado cuestiones como el origen de los capitales que generan las películas. En ese sentido hay un cine argentino realizado por dinero argentino (mucho de él, estatal) con actores y técnicos argentinos. Es un poco más dudoso decir si existe una industria: en realidad existe un sistema que tiene al INCAA como núcleo. El sistema financia la realización de películas y que se mantengan puestos de trabajo como si la industria existiera realmente. Trabajar en el cine tiene grandes riesgos, porque nunca se sabe si un film recuperará su inversión. Los grandes estudios de Hollywood son hoy unidades de negocios de empresas mucho más grandes y con intereses múltiples, de allí que la actividad cinematográfica sea un poco más sustentable. También es una industria subsidiada por medio indirecto: a falta de fondos federales, hay exenciones impositivas o reducción en cargas laborales que se realizan a través de gobiernos estaduales. En síntesis, todo el cine está subsidiado para que pueda mantenerse en marcha. Pero en muchos países eso es solo una parte del asunto porque existe una verdadera industria además del sistema de financiación. En la Argentina solo tenemos lo segundo. Es una distinción importante que requiere una revisión no eliminando subsidios sino cambiando el esquema de financiación. También requiere una discusión desapasionada y realista, pero nuestro país no está hoy en condiciones de darla: todo es chicaneo imbécil. Como además no es el objetivo de esta nota, hago la mención pero sigo adelante. Me interesa la cuestión estética.

 

La Argentina tuvo un cine argentino industrial y muy bueno a pesar de sus errores. Películas, ni más ni menos, realizadas por estudios que apostaban al artificio y al espectáculo como motores de ideas. Había un star-system y había incluso una incipiente mitología cargada de géneros y personajes. Todo eso desapareció a principios de los años cincuenta y llorar sobre el celuloide derramado es inútil. Desde allí, el cine argentino fue una historia de discontinuidades, rupturas, falsas novedades y, también, películas, de las grandes y de las otras. Una historia de excepciones en realidad. El éxito de público mantenía la ilusión de que la industria continuaba en pie, pero cuando apareció el video la ilusión se disolvió. La Argentina no sufrió nada diferente de lo que sufrieron todos los países donde la tecnología hogareña empezó a divorciar el cine de la gran pantalla. La solución de Hollywood, que aún cree -o cree más que nunca- en el cine popular, fue apostar cada vez más al espectáculo. Tampoco es la idea de este texto analizar ese fenómeno, solo consignar que en los últimos años ochenta y primeros noventa, resultaron evidentes varias cosas. La primera, que las películas argentinas eran técnicamente malas, deficientes, realizadas con medios precarios, insalvables. La segunda, que la mayor parte de la prensa cinematográfica de la Argentina había caído en una complicidad automática con este estado de cosas próximo a la condescendencia. Tercero, que nuestra educación (en todo sentido, la fílmica por lo tanto también) era también deficiente y anacrónica. Pocos críticos se tomaban en serio el cine del Hollywood de los ochenta, ni siquiera, anteojeras ideológicas mediante, se daban cuenta de que hubo obras maestras hasta que el tiempo -y los medios extranjeros, tótems para aquellos que preferían llamarse “cronistas” a “críticos”, no sea cosa que el amigo cineasta dejara de saludar- y alguna academia lo convalidaban. Personalmente, siempre me causó gracia que los cineastas y “cronistas” argentinos vomitaran sobre la palabra Hollywood y se orinaran ante la posibilidad de un Oscar. Otra vez, sabrá el lector perdonar que eluda este tema porque no es central. Sí lo es el hecho de que, cuando la sala cinematográfica dejó de ser el único hogar de las películas, el cine argentino mostró su inexistencia.

 

En la primera mitad de los años noventa se juntaron, nuevamente, los ingredientes para que el cine argentino volviera a existir. La convertibilidad permitió la renovación tecnológica y eso hizo que las películas al menos se vieran. Había una generación entera estudiando cine. No es que eso fuese la panacea, pero al menos eran tipos que se educaban en las películas. Había amateurs del cine cansados y con ganas de escribir, y apareció esta revista para hablar de lo que no se hablaba como no se hablaba. Después apareció la Ley de Fomento, aparecieron las televisoras privadas como productoras y empezó a filmarse más. La cantidad y continuidad pueden hacernos decir que hay un cine argentino, pero esto requiere algo más que la sumatoria de películas. No es una cuestión cuantitativa, precisamente. Creo que es hora de decir que hay un cine nacional cuando el territorio de ese país puede transformarse en un imaginario.

 

En 1997 nos sorprendió la última proyección de la Competencia en el Festival de Mar del Plata. Era Pizza, Birra, Faso y recuerdo que lo que dijimos los presentes fue “por fin una película”. También recuerdo que elogiamos la ausencia de pintoresquismos y que el Obelisco no apareciera como en una postal (con, como decía entonces Diego Brodersen, el sonidito de bandoneón “pi-piribí-piribiiiriiii”) sino que se lo invadiera y se lo volviera a fundar desde adentro. Que en esa película Buenos Aires dejara de ser una cartulina turística y fuera un escenario amplio, universal y capaz de albergar lo extraordinario como lo eran la Nueva York o la París de las películas. Eso era cine argentino en el sentido más estricto del término. Lo que vino después, en aluvión creciente y excluyendo las imitaciones y los falsos arranques, fue una lección aprendida. Sin embargo, el cine argentino sigue siendo menos que la cantidad de películas que se producen en la Argentina. Que quede claro de entrada: no abogo por que deba existir un “cine argentino”. Muchas de las mejores películas que se han hecho en este país son menos argentinas que universales en el sentido estricto de la puesta en escena, incluso si sus imágenes son argentinas. Pienso en Mundo grúa y pienso en La libertad, dos films donde la Argentina es algo vago, misterioso, fantástico, incluso terrorífico en uno de los casos. Donde a los ambientes reconocibles por el público de este país se los va desposeyendo de cualquier arraigo vernáculo para volver las ficciones universales. Algo parecido pasa con La araña vampiro y con toda la obra de Lucrecia Martel e incluso con la del gran precursor y fundador del “nuevo cine argentino” (que lleva casi veinte años), Martín Rejtman. Son tan argentinos como Kiarostami es iraní o James Cameron norteamericano (canadiense de nacimiento, estadounidense por radicación). De todos modos, subrayo aquí que hablo de Mundo grúa y no de Pablo Trapero, a quien considero, para lo que sigue, un cineasta ejemplar.

 

Sin embargo, existe un cine argentino que construye exclusivamente con lo “argentino”, o más bien con lo porteño y su lenguaje. No es de extrañar, dicho sea de paso, que el lenguaje de Buenos Aires sea lo que representa con mayor precisión lo argentino en el cine argentino, porque Buenos Aires no es la Argentina sino su producto, migración interna y externa incluidas. Como toda gran ciudad o gran capital, representa menos a su país que a las tensiones de su país. Ese tipo de ciudades tiene un destino cinematográfico y resulta al menos extraño que Buenos Aires no lo haya cumplido. La historia, se sabe, interviene en las rupturas.

 

Volviendo al cine argentino, la acumulación ha generado modelos y hoy el cine argentino en el sentido en el que estoy tratando de definirlo es, en gran medida, su mainstream. Y tiene cuatro modelos, resumidos en cuatro cineastas: Juan José Campanella, Pablo Trapero, Damián Szifrón y Mariano Llinás. La lista puede parecer heterogénea o extraña, dado que, por ejemplo, Llinás no parece precisamente “mainstream” -pero esto es discutible, y será discutido-, y Trapero proviene de otra categoría. Sin embargo, después de Mundo grúa, el cine de Trapero siempre fue pensado y generado para un gran público, incluso si solo con sus últimos tres films ha logrado un público amplio y el reconocimiento de su nombre. Pequeño aparte, ahora.

 

El lector ahora puede decir que existen también Daniel Burman y Marcos Carnevale, Santiago Mitre y Pablo Fendrik. Sea, de acuerdo con eso. Ahora pregúntense si cualquier cineasta argentino en los términos definidos no puede ser reducido a una combinación de algunos de esos cuatro nombres-paradigma. Que se interprete como una especie de juego, por favor: Burman podría ser un 70% Trapero y un 30% Campanella. Mitre, un 40% Llinás, un 30% Trapero y un 30% Szifrón. Carnevale, un 70% Campanella, un 20% Szifrón, un 10% Trapero. Fendrik, un 50% Trapero, un 30% Llinás y un 20% Szifrón. Y así siguiendo. No quiero decir con esto que alguno de estos cineastas carezca de un mundo personal, de obsesiones propias, de un estilo distintivo, sino que la manera como representan o utilizan lo argentino en sus películas puede deducirse de lo que hacen esos otros cuatro, por lo demás los más exitosos (incluso numéricamente) en nuestro cine.

 

Pero también hay algo más: el cine argentino tiene, creo, cuatro elementos de los cuales destila su manera de representar el mundo, su mundo. No es una cinematografía que se inspire en su período clásico, por otro lado, sino en cuatro notas: Hollywood, Italia, la televisión y Borges. Sigamos con el juego de la mezcla: la suma de los tres primeros da Campanella; mucho Borges, algo de Hollywood y unas gotas de Italia -del norte-, Llinás; porcentajes dominantes de Hollywood con gotas de los tres siguientes, Szifrón; con casi nada de TV y con Borges más bien concentrado -pero presente-, Trapero. Espero, de paso, que no se ofendan por este “análisis químico” que busca ser lúdico y tratar de hallar una respuesta, porque los cuatro elementos me parecen nobles. Hollywood es Un tiro en la noche y Vértigo, Italia es El Gatopardo y Los monstruos, la televisión es Moonlighting y Olmedo (a mí me gusta muchísimo Olmedo, al que entendí demasiado tarde), Borges es la lengua del Universo.

 

Cada uno de estos elementos tiene su explicación. Hollywood, porque es el cine universal e ineludible, el paradigma y el lenguaje puro. Pero además porque el cine argentino nació con el sonoro estadounidense y creció a la par, porque su primer intento de convertirse en tierra imaginaria se nutrió definitivamente de Hollywood, nunca de los Estados Unidos. Quizás esto explique la atávica fascinación por el Oscar.

 

Italia también es claro, pero además porque el cine europeo ingresa a nuestro imaginario desde allí. Fue, especialmente en el eclipse-ocaso del cine clásico argentino, el que mejor nos identificaba, el que hablaba nuestro idioma y el que nos resultaba más transparente. Si nosotros tenemos en la sangre mucho del exilio italiano, el cine italiano fue nuestra tierra imaginaria de exilio cuando fuimos incapaces de llenar la pantalla (grande) con la imaginación propia. De hecho, Italia es nuestro auténtico pasaporte europeo, y la gran diferencia entre la Argentina y los Estados Unidos en cuanto a desarrollo cultural es que mientras los yanquis triunfantes en la guerra de Secesión tenían como uno de sus paradigmas la ruptura total con el Viejo Mundo para crear el nuevo (de allí que se llamen América, de allí que su utopía es la del Nuevo Mundo incluso más allá de la Tierra), la Argentina trató de reproducir Europa y ser fiel a ese legado. Y, por lo tanto, que nuestro sentimiento de exilio, de forasteros en tierra extraña que añoran el regreso (a la Madre Patria, a la Edad de Oro, sean cuales fueren tales territorios) debía encontrar una forma: esa forma es necesariamente italiana.

 

Eso en cuanto a un simbólico “exilio exterior”, pero la televisión fue también nuestro simbólico exilio interior. La TV implicaba -e implica, es lo que está en la base del surgimiento del “mediático”, el actor de su propia vida cuyo único talento es vivir ante cámaras- la posibilidad de ascenso social inmediato, y a la vez es el refugio de esa idea. Que, como toda idea, tiene su propia estética: carece de suspenso y de fuera de campo. No puede haber suspenso porque la TV es el lugar donde todo se resuelve, y el suspenso implica que algo permanezca irresuelto. No puede haber fuera de campo porque la TV es el lugar donde todo se realiza, y el fuera de campo implica que algo permanece irrealizado. La TV no se preocupa por la duración, realmente, porque es puro presente. El cine sí, porque el cine siempre es pasado, un pasado que se corrige. Esa inmediatez de la televisión, la narración fragmentaria de presentes sucesivos, la ausencia de lo otro están en gran parte de nuestro cine, incluso del más exitoso -o, mejor dicho, especialmente en el más exitoso.

 

(Corolario posible para investigación posterior: quizás lo que sucede con las series “de calidad” sea que el cine -como estética- descubrió un camino de regreso al público a través de la televisión, al mismo tiempo explotando y disolviendo sus características propias. Y que el espectador, cuyos tiempos de trabajo y vida cotidiana se han vuelto mucho más lábiles, quizás haya vuelto a preocuparse por la duración y, con ello, por la evasión. Algo raro pasa, de todos modos).

 

Queda Borges. Borges es lo más grande e importante que le pasó a la cultura argentina en los últimos 500 años. No solo porque es el mayor escritor en lengua castellana desde Cervantes, sino porque fue el primero en darse cuenta de que, a pesar del exilio -o quizás como paradigma mítico del exiliado- formamos parte del mundo. Y de que, en ese mundo, tenemos como todos una singularidad. Que los argentinos son, al mismo tiempo, similares esencialmente a los chinos, los árabes, los ingleses, los estadounidenses o los islandeses; y tienen además algo que permite llamarlos argentinos para diferenciarlos de los chinos, árabes, etcétera. Basta leer su primer libro de ficciones, Historia Universal de la Infamia, para entender que nos habla en una lengua cotidiana y en otra atemporal. Lo que de todos modos transforma a sus personajes argentinos es que viven errando en un lugar del que no son parte, permanecen en un estado de exilio espiritual del que son precisamente conscientes y cuya única salida es la ironía o el suicidio heroico. Las figura borgeana más repetida es la de la totalidad de la que no se puede salir y de la que nos angustia formar parte: los laberintos, los espejos o las series infinitas son eso mismo y son, al mismo tiempo, descripciones cultas de la Argentina. Borges hace además algo muy impresionante con la lengua: no inserta modismos o léxico argentino, sino que lo integra con elegancia al resto del castellano.

 

Quizás hablé demasiado de Borges pero sucede que, de todos los elementos, es el más argentino. Al mismo tiempo, es el más eludido de los cuatro. Pero cierta abstracción y cierta ausencia de sentimentalismo que se nota especialmente en lo que podemos llamar -con amplitud de criterio- “cine independiente” parece tener su raíz allí, aunque le hayan llegado a los cineastas por otras ramas. Paralelamente, lo “independiente” también ha tocado con fuerza al cine mainstream y lo borgeano aparece donde menos se lo espera. Para no ir a lo obvio, pensemos en Elefante blanco. El film carece, casi, de escenas sentimentales; la violencia aparece como algo sordo que estalla o puede estallar en cualquier momento; el espacio es un laberinto del que no hay salida y del que los personajes no pueden no formar parte -nada más borgeano, de paso, que la situación de un hombre que sustituye al otro, o el que ante la muerte inevitable por una enfermedad elige casi al azar la salida heroica o épica- . Esos elementos que se transformaron en algo así como un manual de estilo del nuevo cine argentino a fines de los noventa vienen de Borges aunque se los haya tomado de la Nouvelle Vague. En Historias extraordinarias Llinás lo hace casi explícito, con su deriva argentina hacia el África o la Segunda Guerra Mundial (es esa voluntad universal, esa búsqueda del placer y del espectáculo -que está en Balnearios, que está en La más bella niña, lo que hace mainstream al cine de Mariano Llinás más allá de su sistema de producción, que quede dicho). Aparece también en Relatos salvajes, porque los personajes están atrapados en una situación de la que no se puede salir. Es raro, pero uno de los fragmentos menos logrados, el de la cocinera, se me antoja el más borgeano en cuanto al final sorpresa en sordina: el personaje que se sale con la suya absolutamente y cuyo plan no comprendemos hasta que combinamos el plano final con cierta frase sobre la libertad, más allá de que hay un aire a Emma Zunz en el relato. Y Borges está también, muy diluido, en Campanella. En El secreto de sus ojos hay algo de eso en el desarrollo de la intriga policial pero más especialmente en la manera laberíntica como Campanella filma Tribunales, siempre como un universo glauco y artificial al margen del mundo. Está también la cuestión del doble entre el carcelero y su víctima antes victimario. Sin embargo, el film más laberíntico de Campanella es Luna de Avellaneda, donde ese microcosmos del club de barrio, italianamente sujeto a la nostalgia, es al mismo tiempo un callejón sin salida, una Aquilea sitiada donde la realidad puede más que la ficción. El final esperanzador es el elemento Hollywood del film, y suena falso. Campanella tiene problemas con los finales porque su deseo a veces contradice la puesta en escena. En su cine, más que en cualquier otro y especialmente por cómo está específicamente construido para el gran público, se espía -y a veces por contraste- el verdadero destino argentino de los personajes de nuestro mainstream.

 

Ese destino es la desesperación, la errancia y la dificultad de comprender el mundo. Los que lo comprenden y pelean, pierden (Trapero). Los que no lo comprenden y tratan de permanecer dentro de sí mismos, permanecen errantes y satisfechos en la errancia (Llinás). Los que lo comprenden pero no les importa mucho, permanecen alienados en sí mismos, monomaníacos (Szifrón). Los que lo comprenden y eluden todo, se quedan con los sentimientos (Campanella). En todos los casos, los finales son abiertos: el cine argentino mainstream, que hoy -con excepciones- es el cine argentino y no ya “nuevo”, es siempre la tensión entre el deseo de que todo sea diferente y la imposibilidad de lograrlo. Cada uno de estos realizadores, y cada uno de los cineastas argentinos de hoy, opta por derivar sus historias hacia alguno de los cuatro elementos. No hay otra alternativa, por lo demás, porque es un cine no universal sino vernáculo que, en ocasiones, puede permear fronteras por la aparente estandarización de su forma. La ausencia de alternativa es porque la Argentina ha elegido y cristalizado como lenguaje para transmitir su imaginario y perpetuarlo esos cuatro elementos que, en ocasiones, se utilizan para ser neutralizados. Pienso de nuevo en Campanella: cuando sus films derivan hacia Hollywood, se detienen en el camino y viran hacia Italia: es lo que sucede con El secreto de sus ojos. Y no sucede algo diferente con el episodio de la boda de Relatos salvajes, aunque Szifrón hace el movimiento inverso en Tiempo de valientes: cuando el ridículo vernáculo vira hacia lo italiano en la última secuencia, aparece una escena de suspenso y acción que procede de Hollywood. En Trapero y en Llinás esta clase de neutralización es menos evidente y, en ocasiones -pero no siempre- más elegante. El final de Carancho, con su genial plano secuencia, es una combinación de lo italiano con lo hollywoodense, o de lo europeo con lo americano.

 

Lo cierto, y esto es algo central, es que el cine argentino elude constantemente -porque no le pertenece de ningún modo- cualquier destino latinoamericano. América Latina carece de imaginario cinematográfico, de una manera de volver universal a través del relato concentrado y en imágenes sus propio territorio y sus propios mitos. Por la negativa, eso es lo único que comparte la Argentina con el resto de los países del subcontinente. Sin embargo, la Argentina ha tenido los tres berretines y uno de ellos era el cine. La verdad del asunto es que nuestro país no es una tierra de nativos irredentos que luchan ahora y siempre contra los conquistadores y el Imperio, sino un suburbio del Imperio que incluso pudo haber sido metrópolis, o que logró serlo por un tiempo. Esa verdad insidiosa es, ni más ni menos, la que subyace detrás de nuestras represiones, resentimientos y nacionalismos falsamente revolucionarios. Por cierto, no queremos verla. Pero aparece absolutamente en las películas, en aquello que hemos elegido como ingredientes de nuestras ficciones que, lamentablemente, ya no pueden aspirar a mitos. Por eso, también, nos fascinan los premios: una manera de decir “¿ven? Todavía estamos ahí, formamos parte, volveremos y seremos millonarios”.

 

Tal necesidad de reconocernos rápido, ahora, antes de que sea tarde, combinado con la dificultad monetaria y técnica, durante décadas, de tener un cine decente, es lo que nos ha refugiado en la televisión. La televisión es el hogar de nuestros mitos, de todos nuestros mitos. Hablamos de programas de los sesenta, setenta y ochenta, de los cómicos que afean hoy en facsímiles crotos la avenida Corrientes, como si fueran nuestro adn. Porque son nuestro adn. No me cabe la menor duda de que el peso de Ricardo Darín en nuestro cine proviene de que lo vemos como un igual, como alguien que conquistó con humor la patria estelar del cine sin dejar de lado su cuna rantifusa de ser uno de los “galancitos”. Aunque no se note mucho en algunos, la tele, las maneras y ausencias de la tele, están en todas nuestras películas de gran público porque esa es la lengua que mejor entendemos.

 

Solo hubo un intento serio de hacer otra cosa, de que lo argentino en el cine fuera algo diferente. Se reduce a un nombre y dos films: Fabián Bielinsky y Nueve Reinas y El aura. Ninguna de esas dos películas, incluso a pesar de la canción italiana de la primera o la pesadumbre onírico-borgeana de la segunda, se concentra en los cuatro elementos. Son otra cosa, otra cosa completamente distinta. Un puente entre la mirada extraterrestre de Martel y Alonso y un territorio totalmente argentino. El aura es un film que no está comprometido con nadie, ni siquiera con el público -a mucho público no le gustó, porque Bielinsky limó cualquier elemento que pudiera tomarse como televisivo en su film debut-, y que deja al desnudo lo que es, hoy, lo auténticamente argentino, el punto de vista argentino respecto del universo. Ese punto de vista es el del agonizante que sobrevive eternamente, que puede volverse circunstancialmente rico pero carece de objeto (nunca hará nada con la riqueza salvo conservarla, quizás) y que, ferozmente, no encuentra ningún sentido a su existencia, como un rey del mundo que prefiere decir que le robaron los honores aunque le dejaran los billetes. ¿Alguien se sorprende de que no haya más comedias en la Argentina? No hay sorpresa: la Argentina ha borrado el humor feliz (nos quedan solo el chiste negro o la ocurrencia satírica) porque ha borrado cualquier felicidad. No puede haber comedias en el nihilismo absoluto.

 

Los cuatro directores-paradigma del mainstream intentan creer que tal estado de cosas no existe. Es entonces, y a pesar de las excelencias de muchas de sus películas, cuando suenan falsos, o mecánicos, o los críticos decimos “está bien”. No es que les falte sinceridad -creo que lo interesante de las películas de los cuatro consiste en que son sinceros y se les “escapan” ideas que quizás no pensaron, porque la imagen, se quiera o no, siempre tiene otros sentidos cuando es registrada- sino que padecen de horror vacui. Un vacío, por lo demás, que ha alcanzado a la política y a la sociedad, que solo discute discursos y no hechos, una sociedad que cree que todo es discutible. Volvamos: ¿cómo construir comedias románticas felices y efectivas en el vacío? La felicidad, desgraciadamente, está fuera de discusión. Sí, vi Corazón de León; sí, fue exitosa; sí, es buena. Y es televisión.

 

Así las cosas, estoy convencido de que no hay, hoy, un cine argentino. Que la Argentina, como imaginario, punto de vista e idea integral (idea buena o mala, repito que este artículo no implica valoración de nada) no existe. Y su cine es igualmente inexistente. Hay un sistema de financiación mixto donde intervienen algunos actores privados y el Estado que mantiene los puestos de trabajo de quienes hacen películas, y hay películas que mantienen esos puestos de trabajo en definición circular. Cada tanto, alguna de esas películas sintoniza por puro azar con el público y es exitosa. En general, no lo son. La mayoría son ejercicios o ensayos (en el más amplio sentido del término) que no terminarán de cuajar nunca. Y hay discusiones sobre el cine argentino porque la crítica también es parte de este sistema, incluso con complicidades y amiguismos nuevos que reconstruyen en clave seriedad estética los viejos amiguismos y las viejas complicidades de los tiempos del “hipotecó la casa para hacer una película, diga, compre nacional”. Claro que ahora ya leímos a Rosenbaum y no vamos a escribir “qué linda fotografía”.

Una vez admitido esto, que no hay cine argentino aunque pudo haberlo habido, los dejo en paz. Siempre va a haber buenas películas filmadas en la Argentina, y seguro que nos vamos a llenar de premios. En última instancia, no tiene por qué existir un cine argentino, no es obligación. En mi caso, disfrutaré de las películas o las sufriré, una a una, porque nacen libres e iguales. Cualquier otra discusión carece de importancia.

 

Postdata (una semana después):

 

Suele pasar que uno tiene una idea que no se expresa con palabras o que no encuentra su forma. Más que una idea, que es algo preciso, es una sensación, que es algo difuso. Mi sensación era que este texto decía algo más, que había una conclusión importante (importante al menos para mí) que se me escapaba. En el medio, entre el momento de entregar este texto y el momento de escribir esta frase, hubo una pequeña polémica en el sitio de Diego Batlle, otroscines.com, por una charla entre David Oubiña, Sergio Wolf, Rafael Filipelli, Mariano Llinás y Rodrigo Moreno a la que Batlle respondió y a la que agregué una respuesta por ahí. En realidad la charla no importa mucho porque, bien mirada, además de ser un cachito inicua es bastante inocua. Lo que sí importa es que todo es palabra, que creo que la confusión nace de que los cineastas le dan la misma importancia al texto que los críticos. Quiero decir: los cineastas deberían darle menos importancia a la palabra escrita que a las imágenes, porque en su caso las palabras son tributarias de las imágenes y no a la inversa. Pero en esta era donde lo único que se hace es analizar relatos y discursos, queda bastante claro qué es lo que realmente sucede no solo en el cine, sino en gran parte de la cultura argentina. Dije que el cine argentino no existe, y me doy cuenta de que la televisión existe en la medida en que se habla de ella o se habla en ella más allá de lo que muestre. Que ayer fue Migré y hoy es Tinelli, pero que lo más importante en la TV argentina es lo escrito o lo dicho, no lo mostrado. Que lo italiano en nuestra cultura es más que nada un modo de hablar y de describir el mundo y la emoción, a veces mediante el canto, pero el canto es la palabra en la música. Que de Hollywood en la Argentina se ha admirado especialmente el guión o lo bien que se actúa, es decir las palabras en proyecto y en acto. Y que la sombra tutelar de nuestras narraciones siempre será Borges, la palabra en estado puro.

 

Me faltó decir, entonces, que el cine argentino no existe porque en nuestro país solo importan las palabras. Somos un territorio literario y no visual. Y los cineastas, en abrumadora mayoría, padecen del prejuicio literario, de la pequeña vergüencita de no ser escritores. Todo cine realizado en la Argentina no es más que literatura disfrazada. Y leer obliga a mover la mirada en una sola dirección: la que lleva al punto final sin mirar para otro lado.

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