Reflejos de un espejo vacío
Por Leonardo M. D’Espósito
¿Conocen el reflejo del cinéfilo?
Imagino que sí. Si leen El Amante, probablemente lo posean. Por supuesto que no es algo innato, como el reflejo de tragar o de respirar. Es adquirido y proviene del amor por el cine que pierde su centro y solo se dedica a las películas. Siempre me pareció mal hablar de “amor al cine”. Creo que uno solo puede amar personas, no cosas o artes. Incluyo perros, gatos o ratas porque, una vez que están con nosotros, son personas aunque no humanas. Pero el cine no es una persona: es una cosa que se hace y que, como todo el arte, parece ser necesaria. El arte es una de las cosas que nos definen como humanos, de paso, pero volvamos: cuando se ama al cine como a una persona es cuando aparece funcionando a repetición ese reflejo del cinéfilo. Funciona de la siguiente manera: uno ve una secuencia e, inmediatamente, sin pensarlo del todo, uno dice “esta imagen o secuencia refiera a aquella otra”. “Ah, Scully mirando el strip tease en Doble de Cuerpo refiere a La ventana indiscreta”, por poner un ejemplo. Las generaciones de cineastas posteriores a la Nouvelle Vague trabajaron eso cada vez de modo más vertiginoso, usando el cine clásico -ese que no refería a otro cine, el cine nutricional y fundador- como material de base. Los directores más inteligentes descubrieron que se había creado un lenguaje universal y que ver las mismas imágenes desde otros puntos de vista (los de cada uno de los realizadores) implicaba ver cosas nuevas, descubrir sentidos diferentes, referir a la vez al mundo -ese de fuera de la sala- de otro modo, o al menos de un modo más pertinente al espectador contemporáneo. Pero además estos cineastas contaban cosas nuevas, creaban otros ladrillos incluso si la argamasa del edificio provenía del reciclaje.
En los ochenta esto se volvió trivial y se fue transformando en una especie de Memotest con los espectadores. En los noventa, con Tarantino recuperando el mejor reflejo de Godard y Burton inyectando sus propias obsesiones al material antiguo, la referencia y el reflejo cinéfilo fueron perdiendo forma. Hizo falta, también, que la propia crítica diluyera el efecto de rito vaciado de contenido que tales juegos “intertextuales” implicaban. La cinefilia había sido domada y transformada en un vehículo de puro consumo rápido: Hitchcock transformado en hamburguesa, de esas que satisfacen cinco minutos y nos devuelven la sensación de hambre a la hora. Los que rompieron el límite (la generación de Tarantino, que incluye por edad a gente como Paul Thomas Anderson, Wes Anderson o J.J. Abrams) le pusieron un “basta ya” a la cinefilia boba y fueron a buscar su propio mundo aceptando la contaminación de la referencia. Digamos que usan la referencia pero incendiaron la reverencia. Y mientras, los pioneros del reciclado empiezan a convertirse en maestros más libres del peso tradicional (Spielberg, por ejemplo, que parece crecer en ambigüedad y ternura, que quiere ahora descubrir el mundo real después de setenta años viviendo en el cine con filmes como Puente de espías o fantasías alejadas de toda experiencia actual como El buen amigo gigante) y nace otra generación que lo aprendió todo del cómo pero no sabe el qué. Ni el por qué.
La La Land es la muestra más clara de esto. Damien Chazelle hizo una película chica que dice que no hay nada mejor que la fama y el triunfo artístico. Se llamaba Whiplash y era de un sadismo no solo absoluto sino en ocasiones, gratuito. Ahora hizo La La Land, que en apariencia es todo lo contrario en tono: una historia de amor simple entre una chica que desea ser una estrella de cine (Emma Stone, una luz bella) y un muchacho que quiere tener su propio lugar para conservar el jazz (Ryan Gosling, a quien podemos respetar después -recién después- de Dos tipos duros, film nuevo y vacunado contra la pleitesía cinefílica, que muchas veces es necrofílica). Todo se va contando a través de canciones y bailes, como en el musical clásico. Todo está sobresaturado de color, pero esa saturación no es la natural de filmar en el calculado artificio del estudio, sino en la decoración contra natura de “lo real”. Hay algo terriblemente perverso en el maquillaje que Chazelle le impone a las calles y a las personas: no los quiere como son. El Hollywood clásico creaba un lugar donde la estilización era posible y deseable. Chazelle sabe cómo realizar un virtuosísimo plano secuencia que queda lindísimo y es una hazaña técnica notable en el cuadro -un poco trivial también- con que abre el filme, con cientos de extras y bailarines y cantantes en trescientos metros de autopista angelina. Uno piensa en Jacques Demy y zaz, no hay vuelta, el reflejo cinéfilo aparece y -maldita sea- también el título Las señoritas de Rochefort. ¿Qué era esa película? Un homenaje a Hollywood en Francia por alguien que amaba el cine de Hollywood pero no entendía su “para qué”. Luego hay otro cuadro con chicas que cita cosas disímiles: desde La cenicienta en París a Grease pasando por Amor sin barreras y Sweet Charity. El desconcierto es total porque esas películas son excluyentes entre sí. En las películas de Stanley Donen, la gente canta y baila porque son las reglas del juego, no es necesario “referir” a otra parte. En las de Bob Fosse, los cuadros musicales comentan lo que la acción ya ha dicho (y salvo All That Jazz, film desaforado y por eso valioso, todos los cuadros musicales de Fosse son apenas notas al pie, podrían no estar y la historia sería la misma). Grease es teatro filmado; Amor sin barreras, la pretensión de hacer que el cine “que solo entretenía” (Donen, Minelli, dos incomprendidos) dijera “algo importante” (el racismo, la inmigración, la violencia juvenil, cualquier pavada de esas que nos esperan a la salida de la sala). Para Chazelle son lo mismo. Un poco más tarde -apenas- hay un cuadro que recuerda a Brindis de amor (obra maestra total y sí, autorreflexiva, una enciclopedia sobre el musical y su sentido, o del sentido del arte a secas) donde Chazelle mueve virtuosamente la cámara en una grúa impresionante pero, de tanto en tanto, se olvida de tomar los pies de los bailarines.
Y así todo.
La historia dice dos cosas. Una: que hay que aggiornar lo tradicional para llegar a nuevos públicos y mantenerlo con vida (¿vieron el cartel de Cinemascope? ¿Escucharon el esclarecedor diálogo con entre Gosling y John Legend?) aunque en última instancia opta por la tradición a secas. Otra: que es preferible dedicarse al sueño individual que al amor. Y sí, dice eso. El momento de crisis de la pareja se resuelve en un “y bueno, veremos” (SIC) más una elipsis de cinco años (spoiler alert) que los separa: ella se vuelve estrella, se casa, tiene una nena; él tiene su propio bar de jazz y es exitoso en eso. Hollywood contaba tal cosa como una tragedia (¡Nace una estrella!) y mostraba el desgarro entre la pasión por el arte y la vida personal. Para Chazelle es un “y buéh”, y listo. Ese es el conflicto básico del musical y de las películas sobre el arte en general (de Sed de vivir a ¡Moulin Rouge!). También al final, citando tanto a Cantando bajo la lluvia y Un americano en París, hay una secuencia que muestra qué había pasado si ambos hubieran seguido juntos y es el final feliz que el realizador le niega a la película porque, vamos, estamos en el siglo XXI y para ser relevante y ganar premios no podemos dejar felices a los protagonistas. El plano final es New York, New York descafeinado (o descocainizado, dadas las circunstancias de ese rodaje). No, tampoco es Golpe al corazón, donde el hogar era la elección final (pero los protagonistas no eran artistas, digamos todo) y Coppola trataba de entender por qué nos atraía tanto el artificio. La La Land obliga a usar todo este catálogo de nombres propios para explicar el disfraz de su sencillez.
En última instancia, La La Land es una película “linda”. Se ve con placer, se escucha -de acuerdo con el entrenamiento que tenga la oreja de cada espectador- con alegría. En ocasiones incluso emociona (aunque la canción que narra la vida de la tía dipsómana -otra cita- es un tanto pasteurizada cuando debería ser el momento “Liza Minelli se juega la vida” del film) y tiene un par de buenos chistes. Pero salvo el rostro de Emma Stone y la media sonrisa de Gosling (que se pueden conseguir también, en oferta, en películas menos prestigiosas pero más enjundiosas), poco queda de todo esto. La referencia -maldita palabra- a Rebelde sin causa se vuelve de una gratuidad pasmosa: no hay nada en la película que impida que refieran a 55 días en Pekín, Bigger than life, Johnny Guitar o Rey de reyes, si querían referir a Nicholas Ray, y sería igual. Lo que gira en todo esto es un diseño totalmente vacío. Chazelle mira el cine con amor y fascinación, pero como el adolescente ansioso educado a smartphone permanente, no trata de entender su secreto sino de ejercer sus gimnasias. Y así, entre planos secuencias geniales, colores saturados, technicolor y fílmico vintage, se pasan dos horas, cien Oscars y la tristeza de que el musical, o el cine si todos los que vienen son como este realizador, están definitivamente muertos. Y que de su funeral lo único que importan son los arreglos florales.
That’s all, folks.