La grande bellezza

El gran truco
Por Fernando E. Juan Lima

Fellini, pero también Antonioni y De Palma. Y por qué no Pasolini, Moretti y hasta Truffaut. Ya está. Ya lo dije y trataré de no repetirlo. Mucho se ha abundado sobre influencias, homenajes, revisiones y otros etcéteras, así que dejemos a los demás esos apuntes y hablemos un poco de ese gran director que es Paolo Sorrentino y su última y mejor película: La grande bellezza. Y decir  que se trata de su mejor película no es poco frente a obras tan logradas como L’amico di famigilia e Il divo.

 

Empecemos por el principio. Y es que los principios son uno de los puntos fuertes en los films de Sorrentino. En Le conseguenze dell’amore las imágenes se inician en un largo pasillo con una cinta deslizante que lentamente transporta a un botones con una valija (tan lentamente como para que transcurran los títulos). De allí al lobby de un hotel y luego a su bar, en el que algunos personajes beben algo mientras tras la ventana se ve pasar una carroza fúnebre tirada por caballos. Recién ahí encontramos al protagonista, interpretado, sí, por Toni Servillo. En L’amico di famiglia, la apuesta a estos comienzos casi abstractos se eleva: la primera imagen es la de un rostro femenino que, conforme se aleja la cámara, descubriremos que es una monja (siempre presentes de una u otra manera en las películas de Sorrentino) enterrada en la arena hasta el cuello. De allí a una mujer que baja de un ómnibus, un cruce de carreteras, un casi accidente y un partido de vóley femenino en lo que parece una plaza rodeada por monoblocks. La cámara se posa en la piel de gallina de una pierna femenina, en una parte del cielo a través de la red de vóley, en las extrañas coreografías que el juego en ralentí genera. El diálogo o el significado de estas imágenes, nunca lineal ni subrayado, lo descubriremos luego. En el caso de Il divo, por tratarse del acercamiento a una figura conocida, el juego de imágenes cual onírico puzle es menos rotundo. Así y todo la decisión no es inocente ni ortodoxa: del primerísimo primer plano del rostro de Guilio Andreotti cubierto de agujas de acupuntura, la cámara se aleja hasta que entra en campo el escenario más grande, el de los coreográficos asesinatos ligados a la mafia, el terrorismo y la política, tan connaturales a la vida pública italiana. En el caso de This must be the place, la primera imagen es la de un primer plano de un perro con esa especie de cono que se les coloca a los canes cuando tienen algún problema en las orejas. De allí a los detalles de lo que parece ser un hombre pintándose (Sean Penn haciendo de Toni Servillo), a quien luego encontramos en un shopping (escaleras mecánicas que suben y bajan), para posarse finalmente la cámara en una banda que allí toca un tema pop algo meloso. El protagonista (que sospechamos ligado a la música por sus atavíos y maquillaje) escucha con atención e incluso con algún placer que se intuye y contradice su apariencia. Así, hasta que el guitarrista hace una finta de más, un solo exhibicionista que lo expulsa. Recién allí el director comienza a narrar de una manera algo más tradicional.

 

En La grande belleza el dispositivo se agiganta y multiplica. Es que la narración se encuentra precedida de tres prólogos. Primero, las escenas de Roma, que nos resulta reconocible aún cuando las imágenes no sean particularmente icónicas (un banco de plaza, una persona que se cae que remite a la coreografía callejera observada por Toni Servillo en Le conseguenze dell’amore cuando la distracción de un transeúnte al mirar a una chica que pasa lo conduce a llevarse puesto un farol de alumbrado público). Luego, una monstruosa fiesta en la que (en lo que parece ser la parte más elevada de las escalinatas de Piazza Spagna, a las puertas de la Villa Borghese) la música a todo volumen marca el ritmo de una sucesión de imágenes tan desagradables como encantadoras. Allí ya encontramos a quien luego sabremos que será el protagonista, no sin antes verlo en acción, asistiendo a la performance de una pretendida artista para luego interrogarla, exponerla y desnudarla, más por ejercicio de alguna idea de moral o justicia que por algún tipo de ambición malsana o destructiva. Sólo a partir de allí la narración seguirá de manera algo (sólo algo) más consecuente a  quien descubrimos que será el protagonista.

 

Música e imágenes. Montaje rítmico y construcción sugerente que nos introduce en la historia son una marca de fábrica de Sorrentino. Y en La grande bellezza, la historia es la de Jep Gambardella (Toni Servillo, como en L’uomo in piu, Le conseguenze dell’amore e Il divo), el exponente más distinguido del jet set romano. Autor de un único libro (“El aparato humano”), Gambardella se ha dejado llevar por la fatua vida nocturna en la que conviven nobles reales y ficticios, artistas y advenedizos, clérigos y banqueros, intelectuales y modelitos. Ese mundo le cae como anillo al dedo al siempre excesivo y osado Sorrentino. Cada escena es más impactante que la anterior; los travellings y planos secuencias son ostentosos y faroleros, como los personajes que habitan esa Roma nocturna, tan bella como oscura (este doble exceso me recuerda el plano secuencia de la discoteca de L’uomo in piu; inolvidable aun cuando tenga algo desdibujada esa película, única que no pude ver de nuevo). La búsqueda de poder, de ser alguien, de cogerse a alguien, es –para la mayoría– esforzada, accidentada, sudorosa. Sólo Jep Gambardella parece moverse a sus anchas, sin aparentes problemas, teniendo la posición necesaria no sólo como para hacer triunfar una fiesta, sino también para hacer que ella sea un fracaso. Claro que eso es sólo una apariencia, una superficie. La escena clave al respecto es aquella en la que nuestro protagonista pone en blanco sobre negro la realidad de una amiga, insufriblemente pretenciosa y petulante, que levanta el dedo para indicar lo que se debe y lo que no, cual supuesta dueña de alguna verdad absoluta. Jep se disculpa e intenta no contestarle. Pero la confrontación lo obliga. Y la respuesta no tiene que ver con creerse él el portador de la razón, sino en el pedido de cierta elegancia y discreción entre pares que comparten una misma mentira.

 

El característico manierismo de Sorrentino, la alambicada construcción de la narración (que combina las dos acepciones del adjetivo: el de la sutileza presente en la elegancia y la complicación ínsita en lo rebuscado) tiene que ver con esa esencial necesidad de ignorar o mentir para disfrutar. En todos convive la imagen real, la que los otros perciben de uno y la que cada uno tiene de sí mismo. Las contradicciones entre ellas y el agotamiento que el sobrevivir con discreción esa multiplicidad nos produce son el germen del tono crepuscular que también ilumina a la propia Roma. Todos aparentan, ocultan, mienten, todos continúan (continuamos) el devenir de la vida pretendiendo olvidar su carácter efímero, su calidad intrínsecamente artificiosa y mendaz. En fin, que, como en el cine, todo se trata simplemente de un truco.

 

La cantidad de distintas líneas de acción y de lecturas que Sorrentino propone van en paralelo con la generosidad formal, con los desafíos que decide correr. Difícil encontrar un parangón en cuanto a goce visual, en cuanto a riesgos y alambicadas fintas que el director construye, multiplica y une. Para Sorrentino pareciera que nunca el camino entre dos puntos es recto; cada encuadre recorta la realidad y la reconstruye de manera bella, salvaje o extrema, cada travelling suma sentidos, diálogos, sensaciones. En la cobertura para El Amante del último Festival de Cannes (donde vi por primera vez la película) hacía referencia a que en esa oportunidad, a la media hora más o menos de iniciada la proyección me di cuenta que tenía la boca abierta. Es que la montaña rusa del inicio, esa sucesión excesiva y farolera de imágenes y música, cada una más bella o grasa, más intrigante o explosiva que la otra, contiene más ideas, sobre el cine y sobre el mundo, que la mayoría de las películas que tienen estreno comercial en nuestro país. Acostumbrados como estamos a que lo que otrora denominábamos “cine de arte y ensayo” o lo que ahora intentamos atrapar inútilmente bajo el rótulo de “cine independiente” se multiplique en historias escuálidas, pequeñas, anoréxicas visiones que apuestan al detalle, al minimalismo, a la sutileza, La grande bellezza opera como un shock de adrenalina inhabitual e inesperado. Y con lo expuesto no quiero decir que todas aquellas apuestas a otros valores y formas sean fallidas o carezcan de interés. Lo que sucede es que son tan contadas con los dedos las ocasiones en que el riesgo asumido se relaciona con este tipo de artificios, con el uso feliz y eficaz de las herramientas formales que el cine permite (pienso, aun con todos las diferencias del caso, en el cine de acción coreano, o en algún Sion Sono o Takashe Miike, así y todo muy lejanos a la elegancia de que es capaz el tano Sorrentino), que el estreno de esta película aparece casi como un evento extraordinario y único, que torna imperdonable el dejar pasar la oportunidad de ver La grande bellezza en la pantalla más grande (y con el mejor sonido) disponible.

 

El vaticano, los curas, las monjas. La Santa. El Costa Concordia. Los personajes de la política. El hermoso y mágico encuentro con Fanny Ardant. Las referencias a personajes reales, sin ser subrayadas, están y no están; forman y no forman parte del universo de Sorrentino. El mismo mecanismo que tiene con sus criaturas de ficción puede predicarse en relación con sus guiños y señales atinentes a la realidad italiana o mundial: al acercar la lupa a personas o personajes, ellos se vuelven extraordinarios pero también esa cercanía permite adivinar la esencia común que genera nuestra identificación. Esta alternancia entre amplias pinceladas y pequeños detalles tiene que ver con un acercamiento que no por ser por momentos descarnado, es cruel o misántropo. Roma, eterna e inconquistable, tiene sus homólogas a mayor y menor escala dentro y fuera de Italia; Jep Gambardella posee determinadas características en las que podemos reflejarnos, o, al menos, mentirnos en cuanto a la pertinencia de ese reflejo. En la vida, en la música, en el cine, la ignorancia involuntaria o buscada, forzada o construida, de la naturaleza artificial, efímera y mentirosa de nuestro devenir y de cada una de nuestras acciones o creaciones es la que nos permite seguir adelante. Y si ello es así, si todo no es sino un truco, ese truco mejor que sea grandioso, elegante, irrepetible, como el largo recorrido final por Roma desde el Tíber con el que Sorrentino nos despide durante y tras los títulos de la película.

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