La forma del agua

El supernorteamericano
Por Gustavo Noriega

Extremando una interpretación psicológica, se podría pensar que Guillermo del Toro, con The Shape of Water, está tratando de adaptarse a ser un norteamericano más, haciendo el esfuerzo supremo de convertirse en un súpernorteamericano. De alguna manera eso fue lo que hicieron los fundadores de los estudios de Hollywood a comienzos del siglo XX: un conjunto de refugiados europeos que huían de la miseria y que en su sobreadaptación inventaron en las películas el american dream. ¿Cómo sobreactúa un director su “norteamericanidad”? Por cierto, no llenando la película de banderas y discursos sobre la Primera Enmienda y los Padres Fundadores sino, por el contrario, haciendo una película fuertemente crítica del american way of life. Eso es lo que se espera del cine norteamericano. Cuando aparece algo en otra dirección, como la última película de Clint Eastwood, es mirado como a una rareza.

Del Toro adaptó sus fábulas fantásticas a esta necesidad. La forma del agua es, como tantos, un cuento de hadas pueril y extremadamente infantil. Su moraleja es clara: los “distintos” son mal vistos por la sociedad, en especial por el poder, y es uniéndose entre ellos en donde se puede encontrar la verdadera felicidad. A diferencia de El Joven Manos de Tijera, la extraordinaria película de Tim Burton, no se trata de una tragedia (el “distinto”, por su mera diferencia, no puede amar sin lastimar) sino de que el mundo está mal construido, con los malos en la cúpula del poder, y los sensibles dominados por ellos. El agregado político al cuento clásico de la bella y la bestia es extraordinariamente banal.

Esta fábula populista está ambientada en plena época de la guerra fría y desarrolla una especie de teoría de los dos demonios de la era nuclear. La acción se desarrolla en los Estados Unidos pero estéticamente es indistinguible de la peor versión de la Rusia soviética. Las paredes descascaradas, el predominio del gris, la vigilancia omnipresente y la opresión burocrática se combinan con violencias de todo tipo y discriminaciones raciales, sexuales y de género. Uno se podría preguntar por qué diablos del Toro abandonó la colorida México por un país tan deprimente. A menos que lo que haya querido representar es el cambio que se produjo en el poco menos de medio siglo entre los hechos que narra la película y el presente.

Para del Toro no bastaba con hacer semejante pintura, todos los trazos le resultan demasiado finos y busca en la brocha gorda que las distinciones queden claras: así, el burócrata norteamericano no solo es paranoico e insensible (aunque no tan tonto como los que lo rodean) sino que además es un torturador sádico sin límites. Como al pasar, metido con fórceps en un pequeño subplot innecesario, el siniestro personaje se rinde a los cantos seductores de la sociedad de consumo, adquiriendo un auto lujoso que le proveerá de status. No hay lugar común sobre EEUU –cierto o inventado, razonable o exagerado—que no tenga una escena en la película. Y de hecho, la unión de los “sensibles” es transversal, incorporando un espía soviético, infiltrado en el organismo donde está secuestrado el pez humanoide, al bando de los buenos.

Pero si de inserciones absurdas se trata, una escena en la cafetería donde Giles (Richard Jenkins), el amigo de la “bella”, compra regularmente pasteles, bate todos los records. La película muestra al empleado de la cafetería como a una persona amable y empática. En una primera conversación le explica a Giles que todo lo que se publicita en la cadena es mentira, solo una franquicia de una cadena impersonal (oh, la sociedad de consumo, construida con mentiras). Luego, en un momento de crisis, se produce la escena insólita. Jenkins lo toma de la mano sin ninguna preparación, solo para que el empleado desate una homofobia histérica y violenta. La escena ya era bastante extemporánea pero para del Toro no era suficiente: en ese momento entra una pareja de negros a la cual el empleado le niega la atención y los echa. Nada tiene sentido salvo el de ir tildando casilleros negativos.

La fantasía ideada por del Toro no tiene otro mérito que el de cubrir todas las expectativas posibles de la era de la corrección política sin matices ni contradicciones. Ese mundo extraordinario en que es muy fácil sentirse bueno y moralmente superior y que se celebra a sí mismo premiando estas películas. La operación no tiene costos ni requiere esfuerzos. La opresión sentida en la última entrega de los Oscar, en donde se celebró la “diversidad” solo puede ser producto, paradójicamente, de una homogénea monotonía.

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