Jurassic World + Minions
El regreso de los Lumière
Por Leonardo M. D’Espósito
Publicada originalmente en El Amante #275

Con Javier Porta Fouz y Juanma Domínguez tenemos en general bastante acuerdo con las películas: con variaciones de grado nos parecen buenas las mismas y malas, las mismas. Este año la cosa no es tan clara: a Javier no le gustaron ni Minions ni Jurassic World (sospecho que tampoco Era de Ultrón); a Juanma no le gustaron ni Era de Ultrón ni Minions. A mí me gustaron las tres. Estamos hablando de “gustos” para simplificar: cuando leemos lo que escriben sobre esas películas, se nota que tienen argumentos para atacar lo que atacan. No puedo decir que no estoy de acuerdo con esos argumentos (al menos con muchos de ellos); aún así, no puedo evitar que esas películas me gusten. La primera pregunta que me hago ante una situación así es “¿seré yo?” Y la respuesta es que sí, bueno, soy yo, los críticos siempre somos nosotros (cada uno) porque lo que hacemos es expresar una opinión individual. Pero un paso más allá, me pregunto qué pasa con el cine, especialmente con el cine de gran presupuesto, el blockbuster que nos ahoga con lanzamientos monstruosos donde cada film ocupa del 35 al 40% de las pantallas (sin competencia: en general tiene cada título al menos un fin de semana exclusivo). Al respecto, la primera idea es que el cine importa poco en la medida en la que haya un espectáculo inmersivo y gigante, pero esta idea -si bien tiene algo de cierto- es perezosa. Debe de haber algo más.

Hay muchas cosas que ya no se pueden contar en el cine gigante. No se puede mostrar sexo, no puede haber demasiada sangre, no puede haber un final desgarrador, no se puede aludir a elementos de la realidad política (salvo como broma o lejana referencia). Todas estas películas, se llamen Intensa-Mente o Rápidos y furiosos 7, transcurren en el mundo de los cuentos de hadas y lo declaran casi de manera explícita. Pero hasta hace un tiempo, films de este tipo nos invitaban a recorrer ese universo vedado -del que solo tenemos relatos a la manera de puentes- como testigos. Nos proponían seguir a los protagonistas y nos obligaban a desarrollar empatía hacia ellos. “Empatía” implica comprenderlos y conmovernos por lo que les sucede, colocarnos en el lugar del otro pero no ser el otro, porque ese movimiento es voluntario. Cuando se dice que los espectadores se identifican con el personaje se está trivializando la operación. Hasta ahora (literalmente), no había habido identificación “real” con los personajes. De allí que funcionara el suspenso, fruto de la impotencia y del saber.

Hoy la tecnología nos provee de la inmersión. No absoluta (eso está reservado a los “rides”, esas combinaciones de herramientas mecánicas y cinematográficas que nos sumergen en una experiencia sensorial de visita al mundo de un film, un arte aún menor que abunda en los parques temáticos) pero casi. El sonido envolvente (recuerdo un par de párrafos escritos por Quintín tras ver en Nueva York Pecados capitales, aduciendo que el éxito del film provenía de su sofisticado diseño sonoro)  nos suele obligar a dar vuelta la cabeza o a movernos por puro reflejo. Todas estas películas optan por el 3D (la mayoría no están filmadas utilizando la sensación de profundidad como herramienta dramática, pero poco importa) y algunas incluso por la pantalla ultragrande (IMAX, aunque aquí falte bastante en ese sentido). Lo que quieren es meternnos en ese mundo, lo que implica no una empatía sino una verdadera identificación. Los personajes pasan de ser criaturas a las que miramos a vehículos que llenamos con nuestras emociones y sensaciones. Por eso es que se reducen a unos pocos datos más o menos esquemáticos, los suficientes como para insertarlos en el flujo temporal que llamamos “historia” y que comuniquen el motivo de la urgencia al espectador.

En Jurassic World esto es bastante evidente de manera especial en la puesta de cámaras. Hay pocos planos generales contemplativos, de esos que Spielberg maneja a partir de John Ford pero de un modo un tanto diferente. En Spielberg viene primero la reacción del personaje (en primer plano) y luego aquello que la ha provocado, enlazado con un corte directo al contraplano o con un movimiento de cámara, algo que depende mucho de la época en que transcurra la historia (si es contemporánea o el futuro, es probable que sea una grúa; si es el pasado, será un corte), lo que por otro lado muestra la vocación realista de Spielberg (el uso de la tecnología de punta en la toma de imágenes es mucho más sutil en sus películas de época). El plano contemplativo, ese del descubrimiento, suele incluir el movimiento de una cámara para mostrar, a medida que nos alejamos del objeto central del plano, lo inmenso y épico de la situación. Básicamente Spielberg ha tomado esta manera de introducir el gran plano general de Lo que el viento se llevó (la influencia de esa película, naturalmente, se ve de manera más extensiva en El color púrpura) y del gran plano con grúa de la estación llena de heridos y muertos a la que arriba Scarlett O’Hara tras la derrota del ejército del Sur. Ahora bien, estos planos con grúa que terminan en un gran plano general tienen la particularidad  notable de “sacar” al espectador del medio de la acción y dejarlo contemplar el panorama. Es decir, de obligarlo a comprender la acción, el personaje y también el contexto extraordinario (físico pero también narrativo) en el que le toca vivir. Muchas veces, el plano final es   liberador en el sentido físico (hay un amplísimo espacio donde mirar, nos permite elegir) y asfixiante en el sentido moral (pero todo el espacio está ocupado por el peligro, por lo tanto no hay donde huir). Para que estas herramientas tengan verdadero sentido, es necesaria la participación del espectador, que debe rearmar todas las fuerzas de la historia que se concentran en esos momentos y establecer una hipótesis narrativa, una emoción o una pregunta que le permita seguir avanzando. Siempre se dice que es el cine moderno el que obliga al espectador a ser más activo, solo porque al no respetar ciertas convenciones del cine narrativo clásico genera otras preguntas y una actividad mayor de quien mira en la comprensión de la trama que se desenvuelve ante sus ojos. Pero el cine clásico siempre obligó al espectador a una participación consciente. Solo el cine de los hermanos Lumière no lo hacía, porque desarrollaba sus artefactos para la pura contemplación (salvo L’arroseur arrossé, claro, lo que nos lleva a la conclusión de que todo cine narrativo es cine moderno, o que el cine es moderno sin cortapisas). También películas como Jurassic World, que ya casi no cuenta con esos planos o, cuando aparecen, son brevísimos, de una duración solo suficiente como para comunicar una información sin permitir la contemplación. Aquí es donde aparece la primera pregunta: ¿está bien contemplar un plano bello, cedérselo al espectador más tiempo del que la narración exige?

Decía Orson Welles que Antonioni creía que si dejaba por más tiempo un plano bello en la pantalla, iba a ser más bello (y se reía de eso). Es parte del arte cinematográfico -es parte de lo que implica ser un autor- saber cuánto debe durar una imagen. Jurassic World es la clase de films donde todos los planos duran más o menos lo mismo, lo que equivale a igualar la información en todos los casos. No solo eso: también entra en la clase de películas donde el montaje en los clímax se da solo a través de movimientos de cámara, la mayoría de ellos virtuales. Y por último, donde los planos generales no existen para ser mirados sino para ser recorridos. Algo interesante que escuché a la salida de la privada (creo que lo dijo Daniel Alaniz) es que, en el final, no hay plano general del dino “malo” en combate con nuestro viejo amigo el tiranosaurio. Se suple (esto lo digo yo) por cámaras que se meten en la pelea, que la ven desde la perspectiva de los protagonistas, aterrados en el suelo. Porque la poética de este film es la del ride, no la del cine. Lo mismo esa secuencia totalmente gratuita, inocua para el desarrollo de la trama y de una crueldad y humor negros notables donde un pterodáctilo se lleva a la chica inglesa, otro pterodáctilo se la roba, ambos pelean con ella gritando entre ambas fauces mientras vuela de boca a boca, y finalmente es devorada por uno de esos bichos mientras, al mismo tiempo, el bicho es devorado por el dinosaurio acuático. El asunto es cruel, el asunto es gratuito, pero la realización y el juego de la actriz con lo virtual son divertidas y hasta bellas. Eso sí: nadie lo está viendo más que nosotros, se dispone de esa secuencia solo para nuestro goce, como las figuras grotescas en un tren fantasma. De hecho, pasa algo más curioso con esa secuencia: la distancia (física y emocional) respecto de la “humana” es tan grande que podemos no identificarnos con ella sino con los dinosaurios. Porque este cine, o este ejercicio con el cine que representa Jurassic World -en coherencia total con su premisa narrativa, la de un parque de diversiones que se vuelve mortal- pide la identificación y no la empatía. Es decir: que nos coloquemos en el lugar físico de alguno de los personajes (a elección: ni la cámara ni la trama los separa del conjunto lo suficiente como para que alguno se destaque) y no que los comprendamos, porque después de todo ya los entendemos: el dispositivo “llena” los personajes con las emociones que nosotros elijamos introducir en ellos. Es la etapa de transición a la inmersión total, aún a cierta distancia en el futuro. Y en ese sentido, estamos nuevamente en el mundo de los hermanos Lumière, solo que en lugar de tener un mundo reproducido tenemos otro totalmente inventado para el dispositivo. La pregunta entonces es si es cine (yo creo que todavía sí) y cómo debemos pensarlo (yo creo que hay que entender si lo que podríamos considerar errores del film no son necesidades de este nuevo modelo narrativo). En Jurassic… se dice explícitamente que ya la gente necesita de modo constante un refuerzo en el estímulo, dinosaurios más grandes y más malos hasta más allá del límite, para que el negocio funcione. Estas películas son esos dinosaurios.

Al respecto: conversaba por la calle con Ezequiel Boetti primero y con Diego Papic unos días después (sí, esto es un poco una crónica de críticos en camiseta). Con ambos llegamos a la conclusión de lo difícil que es decir algo de estas películas desde nuestra experiencia como espectadores, de que no tenemos mucho para decir más allá del “me gustó” o “no me gustó”, y de que los reparos que podemos ponerles suenan al mismo tiempo justos e inadecuados. Termino pensando algo que creo cierto: estas películas están diseñadas para que se disfruten solo mientras son vistas, no para ser recordadas. Nunca recordamos el llanto o la risa, sino los motivos del llanto y los motivos de la risa, que nos provocan, al recordarlos, deseo de llorar o deseo de reír. Con estas películas tal tipo de recuerdo está especialmente vedado: recordamos lo excitante que era tal o cual secuencia y queremos volver a estar allí. Y compramos otra entrada, como en una montaña rusa.

Entonces veo Minions. No pude parar de reírme con la película y así lo digo a mis compañeros de la revista. Y pasa algo que no esperaba: Juanma me dice que la odia y que habla por el conjunto de la manada. Después leo la crítica de Javier en La Nación y lo mismo: y lo peor es que lo entiendo. Entonces voy de nuevo al cine, la vuelvo a ver y me vuelvo a reír. Me pregunto si es mi prejuicio innato con la animación pero no, porque cuando una película animada no me gusta, me disgusta mucho más que una no animada (el uso constante del “gusto” se explica, me doy cuenta, en el párrafo anterior). Recuerdo haber pensado que la película es arbitraria, alocada, inverosímil y que apuesta a un humor que se acerca bastante al de los Tres Chiflados aunque sin agresión mutua entre los tres miniones protagónicos. Y pienso si existe alguna relación con Jurassic… La respuesta, tentativa por cierto, es que sí, salvo que esta vez no estamos en el ride de un parque temático sino en un juego de acciones y reacciones cómicas donde la historia y la trama son meras excusas para hacer todos los gags posibles. Y que otra vez no importa mucho la psicología de los personajes sino simplemente que sean un molde para que nosotros los llenemos con los sentimientos, emociones e historia que se nos antojen. Solo que aquí importa muchísimo menos: lo que realmente importa es llevar al extremo las posibilidades de los personajes, la variación sobre esos tres o cuatro elementos mínimos que conforman a los Minions. Y cumple ese objetivo, completamente, como si visitáramos una casa de la risa donde accedemos a las diferentes alternativas de la broma un poco como se nos canta. En ese sentido, nuevamente, es la puesta al día del sentimiento Lumière, costado L’arroseur etcétera. Y un poco Méliès, también, el hombre que usó el cine para ampliar los límites de lo posible en el teatro de variedades. Porque si Jurassic World es un ride de los estudios Universal, Minions lo es pero sobre la reproducción de un varieté inocente y casi apto para todo público. Minions, además, comienza con el origen de la vida en la Tierra e incluso hay un gag con un tiranosaurio. Si Jurassic World se basa en la manipulación de la naturaleza para convertirla en entretenimiento, Minions está protagonizada por quienes llevan a cabo esa manipulación.

Se puede decir al similar de Era de Ultrón e incluso, aunque aquí todo es más difícil y más emotivo, de Rápidos y furiosos 7. Incluso se puede decir lo mismo de 50 sombras de Grey, no así de Intensa-Mente, que fracasa en el campo del cine -llamémoslo de algún modo- anterior y que es el procedimiento inmersivo llevado al absurdo, allí donde no puede llevarse (el interior de una mente solo puede describirse desde fuera so riesgo de caer, como escribí por ahí en este número, en la alegoría inoperante). Este cine de gran espectáculo no es “hueco”, sino que requiere de oquedad para que podamos entrar en él. Es bastante sofisticado técnicamente para poder -de modo paradójico- parecer un mundo natural y accesible a todos los sentidos (aunque solo lo sea a dos de ellos) y que podamos recorrerlo. Y es apenas una etapa de transición, aún no la estabilización definitiva de una poética totalmente nueva. Ese es el verdadero motivo de su sencillez narrativa, de su falta de espesor psicológico y de su complicada maquinaria visual: estar diseñado para que lo protagonice cualquier espectador. Los personajes son, pues, avatares de quienes pagan la entrada. James Cameron, queda clarísimo, ya lo sabía. ¿Bueno o malo? Difícil de saber: uno sigue prefiriendo el cine narrativo, las aventuras donde puede comprender empáticamente los motivos del héroe y del villano. Pero creo que, dado que estos artefactos van a seguir reproduciéndose, conviene mirarlos como objetos nuevos que forman parte de una posibilidad latente desde el mismo nacimiento del cine: cumplir la fantasía absoluta de vivir lo imposible. Solo nos queda volver a Bazin y pensar que, quizás, esto fue siempre aquello que esperábamos del cine. Aunque el propio cine nos haya permitido pensar que, por un tiempo, también podía ser otra cosa verdadera -y emocionalmente- más grande que la vida.

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