Juventud, divino tesoro
Por Marina Locatelli
A mi abuela de 87 años, la persona más joven que conozco
Una de las acepciones de la palabra juventud habla de energía, vigor, frescura. En un primer momento se podría pensar que ese sustantivo en poco se relaciona con el adjetivo octogenario y, sin embargo, lo que la semántica separa, muchas veces la vida une. Esto se demuestra, por ejemplo, cada mañana que una anciana se ejercita caminando seis kilómetros por páramos de un pueblo de provincia. Otro ejemplo en la que la acumulación de años no es igual a fosilización, entumecimiento o gravedad es el caso del clásico pero profundamente actual Clint Eastwood, que en ésta, su película número 33 y a la nada despreciable edad de 84 años, demuestra que ser joven es, como se sabe, una cuestión de actitud.
Porque los trapos viejos sacan mejor lustre y en aras de probar una vez más que para un narrador con oficio ningún género le resulta ajeno o difícil de abordar, el cineasta lleva a la pantalla grande el multipremiado musical de Broadway sobre el exitoso grupo vocal The Four Seasons, responsable durante la década del 60 de numerosos hits como “Sherry”, “Big Girls Don’t Cry” y “Walk Like a Man”.
La historia comienza en Nueva Jersey en los años 50, cuando Frankie Valli (John Lloyd Young) aún se llamaba Francesco Castelluccio y era un adolescente que soñaba, mientras aprendía el oficio de peluquero, con ser tan famoso como Frank Sinatra. Tommy DeVito (Vincent Piazza), quien junto a Valli fundará la primera versión de la banda, todavía se (mal) desempeñaba como ladrón de poca monta por los alrededores de Belleville, el vecindario de inmigrantes italianos del que provenían los dos muchachos. Al registro falsete tan particular de Valli y a la voz de barítono de DeVito, se le unirían luego el tenor Bob Gaudio (Erich Bergen), como el genio detrás de las canciones, y Nick Massi con su registro de bajo (Michael Lomenda), completando así el icónico cuarteto.
Los cuatro jóvenes actores –virtualmente desconocidos en el mundo del cine pero, algunos de ellos, de importante trayectoria sobre las tablas– encarnan a los miembros del grupo, desde adolescentes hasta ancianos. Lo hacen con soltura y solidez, con una versatilidad que les permite mostrar, por un lado, el crescendo dramático de sus personajes sin caer en dramatismo barato de ningún tipo y sin perder de vista el sincero humor que puebla la película. Por el otro lado, su ductilidad les permite recrear a la perfección las canciones y el sonido característico de los Four Seasons. En especial, John Lloyd Young, quien desde hace ya mucho tiempo representa este rol en el teatro, consigue imitar al dedillo algo tan complicado como lo es la marca registrada de Valli, el falsete.
Sin embargo, es otro veterano el que sobresale en las arenas de la actuación al contagiar de humor en cada escena que aparece, valiéndose gestos, miradas, expresiones mínimas para acompañar sus breves parlamentos. Es Christopher Walken (como el capo mafioso amigo) en su mejor momento.
Desde el principio del relato, las convenciones del artificio cinematográfico ‒lo mismo sucedía en la versión teatral‒ se quiebran y, mirando a cámara, cada uno de los cuatro miembros del grupo irán relatando, según su punto de vista, el sinuoso y arduo camino a la fama, las relaciones que mantenían con la mafia local, su amistad con Joe Pesci (sí, el actor cuyo papel en Buenos muchachos se llamaba Tommy DeVito), las disputas creativas y las monetarias, los dramas familiares y la eventual disolución de la formación legendaria de la banda.
Eastwood no necesitó remarcar el contexto histórico para que la narración esté determinada en un tiempo y un espacio específico. Lo hace a base de detalles de apariencia insignificante: un portarretrato por acá, un show televisivo por allá. Sin embargo, de a pequeñas pinceladas, logra plasmar subrepticiamente el enorme cambio de época que se da entre los 50 y los 60, y entre los 60 y los 70. Los Four Seasons se van constituyendo como tales en la medida en que un nuevo género musical comienza a surgir y la juventud, acompañando los cambios, va adquiriendo personalidad social.
Esta no es una película musical en el sentido genérico del término. La narración de los acontecimientos no se suspende para dar entrada a números musicales, ni de la nada los personajes comienzan a cantar y a bailar. La de Eastwood no es un musical, es una película polifónica con música, no solo por estar plagada de canciones, sino por combinar ritmo, melodía y armonía. El vocablo ritmo es definido como la grata y armoniosa combinación y sucesión de voces y cláusulas y de pausas y cortes en el lenguaje poético y prosaico. Esto es lo que el cineasta hace: combina momentos poéticos con otros que no lo son, armoniza los distintos narradores situados dentro del film con la narración global, y todo esto lo realiza con la precisión de un director de orquesta. Las canciones (pocas veces se presentan íntegras) aparecen comentando, realzando, anticipando e incluso, a veces, ironizando las escenas. Nunca remarcando, subrayando o entorpeciendo. Bajo la égida de una cámara que por momentos parece danzar, la pluralidad de narradores se funde armónicamente en los retazos de números musicales, que tienen la virtud de dejar al espectador pidiendo más y que, a su vez, se combinan sin fisuras con las demás secuencias narrativas. Solo alguien con un oído avezado logra esta utilización particular de lo musical que hace fluir a la narración. Jersey Boys es una obra sobre una melodía. Una melodía escuchada en cientos de oportunidades anteriores pero que ahora adquiere aristas particulares porque la personalidad del director, músico él, la tiñe de singularidad, le da brillo, la llena de gracia.
Jersey Boys está, sin dudas, dotada de diversión, vigor, frescura. Es, por ello mismo, una película joven.