Ontología del embole
Por Leonardo M. D’Espósito
Una de las cosas que más odio de Hollywood es que se odie a sí mismo. Se odia porque cree en el cine yanqui. El cine yanqui no existe: lo yanqui es el pragmatismo industrial-materialista, y Hollywood, nacido de una avanzada europea (y sureña) en tierras españolas de los Estados Unidos, siempre estuvo en confrontación con tal espíritu. Sin embargo, la maldición que dice que el cine estadounidense es “yanqui” y solo produce divertimentos físicos de consumo descartable sigue funcionando casi como mecanismo de control contra la libertad creativa. Pero quizás esté bien que exista esta especie de maldición: de esa manera, los que cínicamente se aferran a ella para hacer productos descartables dejan que, en las propias entrañas de la máquina, aparezcan artistas libres capaces de tomar el aparato y adaptarlo a sus propias necesidades expresivas y poéticas. En los últimos años, varios de esos talentos aparecieron en el cine de animación (Brad Bird, la dupla Phil Lord-Chris Miller, Rich Moore) y en el cine de gran espectáculo (J.J. Abrams, Jon Favreau, Joss Whedon, quizás -veremos- James Gunn). Miren la lista de nombres: en realidad no son muchos y varios provienen de la televisión. No quiero alejarme mucho del tema de esta nota, que es Interestelar, de Christopher Nolan, aunque ya lo hice cayendo por el agujero de gusano del Hollywood que me parece mejor, pero noten, para otra vez, que hay que pensar en la relación entre TV y cine de nuevo.
Lo dicho, no son muchos. Lo que demuestra además que, así como el cine de gran espectáculo no es ontológicamente malo, tampoco es siempre bueno. En realidad hay tantas películas buenas, en proporción, como en cualquier otro género, presupuesto o época. Ahora bien: este cine tiene la ventaja de mostrar, de modo más evidente que otros géneros y formas, las necesidades y los temores de la época en que se crean. Al buscar llegarle a mucho público, terminan reflejando los deseos y los temores de gran cantidad de personas. Si los sociólogos fueran menos religiosos (demasiados tienen primero las conclusiones y después hacen encajar los datos en las premisas cómodas), sabrían ver en esas películas interesantes síntomas de época. Por suerte son además otra cosa que las hace ir más allá de su tiempo. Pensemos que el cine de superhéroes de Marvel es una adaptación de ficciones escritas hace cuarenta años, por ejemplo. Si funcionan, es porque el mundo ha cambiado menos de lo que pensamos, pero también porque los temas son universales y atraviesan espacios (políticos, incluso) y tiempos. Cuando funcionan, claro; muchas veces no lo hacen. Este año estuvo lleno de Transformers de todo tipo y estilo, y lo bueno en el mainstream fue la excepción y no la regla. Nada de qué asombrarse: casi siempre lo es en cualquier terreno del cine.
Ahora bien: desde siempre, en el campo del blockbuster, existe lo que podríamos llamar «blockbuster trascendente». La palabra «trascendencia» tiene una connotación negativa y una positiva; dejemos de lado la segunda. Estos films fueron, en una época, bíblicos: Los 10 mandamientos, o Quo Vadis?, por ejemplo. O bien históricos: Lawrence de Arabia o Dr. Zhivago, ambas de David Lean. En todo caso siempre se trataba de apuntar a la espiritualidad, la moral o la psicología profunda de los personajes a través del gran espectáculo. Pero a mí siempre me parecieron tramposos: nos ponen la zanahoria de lo bigger than life y se reservan la «trascendencia» para los diálogos. En este campo, solo hay algunas películas que logran aunar ambas cosas de una manera compleja. Tres cuentos sobre Jesús por ejemplo (Rey de reyes, que es política; La última tentación de Cristo, que es moral y metafísica; La Pasión de Cristo, que es física), pero tienen la ventaja de que, aunque el personaje era un dechado de frases célebres, lo único que escribió lo borró en seguida. Y de todos modos, la de Scorsese y la de Gibson caen muchas veces en el truco de la secuencia espectacular para después encajarnos la parrafada o refregarnos en la cara la «trascendencia». Y sí, es un campo difícil.
Noto en todos estos casos que la religiosidad americana (esa a la que Harold Bloom le dedicó un libro más que interesante) se cuela siempre, incluso en los films que no tienen personajes religiosos. Probablemente la idea de que el pionerismo es un deber moral inspirado por la divinidad, que es una premisa básica de la religión americana, haya penetrado todas sus manifestaciones, incluso las artes mal llamadas «populares». De todos modos, este prejuicio seudo religioso es culpable de que los artistas crean que su obra será seria sí y solo sí apuntan de modo explícito a alguna cuestión metafísica, religiosa o moral (y en las últimas dos décadas habría que sumar la física cuántica y la genética, a la que se consideran parte de las entidades trascendentes básicamente porque la primera tiene como premisas fenómenos que escapan a cualquier comprensión y la segunda es engorrosa, pero de metafísico no tienen nada). Ustedes y yo sabemos que un film será serio en la medida en que respete la historia que narra, a los personajes que la viven, la artesanía con que se realiza y la inteligencia del espectador que lo contemple. Sea Detrás de los olivos o Guardianes de la Galaxia.
No es lo que creen algunos realizadores contemporáneos como M. Night Shyamalan (un protegido de los Cahiers, incluso con El último maestro del aire, hay que ser fundamentalista…). David Fincher o Christopher Nolan, en algún momento considerados gran esperanza blanca del cine clásico en la era moderna. Paparruchas. Shyamalan agotó su vueltatuerquismo con El fin de los tiempos incluso si logró una obra maestra total en su carrera con El protegido; Fincher es un muy buen director que puede hacer gansadas cuando cae en la «seriedad» (ver definición ut supra y no ver Perdida). Nolan siempre fue el chico que se tomaba el chiste en serio. Si Following es mucho más que interesante, se basaba en un truquito de guión que el hombre ha repetido con variaciones en toda su filmografía. Memento era otro truquito, y ya ahí había un problema: la única manera de que la puesta en escena funcionara para el espectador era usando la explicación oral una y otra vez (no por nada Guy Pearce se tatuaba el cuerpo con la historia: sí, claro, muy simbólico, pero también un truco para que la película avanzara). Batman inicia, es cierto, es poco «escrituraria» y es una película de aventuras más (o menos) con alguna que otra escena bien resuelta (el caballo de fuego imaginario, por ejemplo). El gran truco a mí me gusta bastante más hoy que cuando la vi por primera vez, pero es texto texto texto y la lectura y relectura de puras explicaciones: si funciona es porque los personajes se dedican a algo visual (la prestidigitación) que no puede reducirse solo a la palabra. Batman: el caballero de la noche es, a la vista del panorama, una casualidad magnífica. Porque da la impresión de que los actores tomaron el control de ese novelón lleno de personajes, y de que Heath Ledger, en nivel superlativo, le impone a los demás la vara a la cual llegar. Vuelvan a ver y disfrutar del trabajo de Aaron Eckhardt e incluso Maggie Gyllenhaal: hay torpezas pero quedan disimuladas.
Ahora bien, de El origen hacia acá, Nolan mostró no la hilacha sino la hilandería completa. El origen es una película imposible de ver, básicamente porque su intrincada maquinaria requiere de la invención constante de reglas ad hoc para que la historia más o menos avance. Es imprescindible que nos expliquen cada secuencia antes de que ocurra. Y cuando ocurre, resulta la ilustración redundante de algo que ya entendimos (y desentendimos, porque se impone otra regla que anula la anterior) tantas veces como para agotarnos. Porque esta construcción aparentemente compleja es solo engorrosa: en el fondo es una película demasiado simple que puede contarse con una hora menos y mucha más diversión y espectáculo (es increíble lo torpes que son los tiroteos y la imagen-fetiche de Nolan: la gente flotando en el aire, que quizás sea una metáfora de cómo nos ve el realizador a los humanos y quizás es que es fanático de lo arneses, vaya uno a saber). Un tipo tiene un secreto y nos metemos en sus sueños para sacarlo. No hace falta que nos expliquen cómo funciona la máquina ni que el personaje central tenga un trauma (o si querés, ponélo, pero lo resolvés en cinco minutos con una sola secuencia). Y después, onirismo puro desatado a toda acción y fantasía hasta que el héroe encuentra la clave. Fin. ¿Por qué esta pequeñísima fábula dura tanto? Porque hay que DECIR cosas sobre el sueño la realidad el mundo real el mundo ficticio nuestra conciencia nuestros pecados el amor el odio etcétera. El gran problema es que todo eso no se ve: son solo cosas que alguien dice.
La tercera Batman solo funciona cuando el encapotado toma las riendas. Lo que sucede en la película está todo el tiempo manchado por la falta primordial: es imposible. Bruce Wayne no puede quedar en bancarrota de esa manera, la policía de Gotham no puede ser tan -perdón- PELOTUDA para quedar TODA encerrada MESES bajo tierra, y así siguiendo. Ahora bien, uno sabe que en el universo de los superhéroes esta clase de desmesuras y absurdos son constantes, incluso una necesidad. Pero como Nolan es un cineasta SERIO e impone un estilo REALISTA a la puesta en escena, tales absurdos quedan como eso, absurdos, no posibles en un mundo de cómic. A tal punto achata con su «seriedad» todo que el hipercolorido Bane de las historietas es aquí un punk anacrónico con mucho frío y bozal (lo mismo hizo con Rhas Al’Guul: si la segunda película funciona es porque la operación «realista» sobre el Joker y Dos Caras fracasa ante la desmesura natural de esos personajes). El film es demasiado largo, demasiado explicado, demasiado absurdo y demasiado pesado, salvo la actuación de Anne Hathaway, lo único vivo en esa película.
Y ahora, Interestelar. Interestelar es la historia épica de cómo la Humanidad logra rescatarse a sí misma gracias al esfuerzo combinado de un padre ingeniero-astronauta, de una hija que se vuelve física teórica, y de otra chica que también es física teórica y que solo sirve para contarnos más o menos qué va a pasar ante cada nudo de guión. Que más que nudo es galleta. Bah, en realidad no: es bastante simple todo y solo está montado (no filmado) con engorro para que parezca SERIO.
Hay spoilers más adelante.
Solo un ciego no entiende, ante la segunda aparición del «fantasma», que ese «fantasma» es el papá de la nena tratando de comunicarse desde el futuro y «otro lado». Solo un zonzo no ve el episodio de Matt Damon, que aquí tiene una actuación a la altura de la que logró en Team America, como una bobada para poner un poco de acción. La idea de guión de que en cada planeta que se revisa a ver si hay posibilidades de vivir pase algo malo para que el último sea el elegido es de una bobez aplastante. La explicación de que «bueno, la relatividad hace que un minuto sean quichicientos años» satura paciencia y largos minutos. Pero no importa en realidad porque lo importante es que lo único que nos da respuestas es el amor, que no puede ser mensurable por la ciencia (entonces, hermano, ¿para qué me das ciencia? ¿Para decirme que es impotente ante la realidad metafísica etcétera? ¿No es obvio eso desde el principio?). Ok. Supongamos que me indigna la zoncera de la película a nivel ideas y que mi vicio secreto de leer sobre física desde los 20 años hace que me irrite más de la cuenta y sea el culpable de que vea todos estos detalles. Invaliden este párrafo si quieren (yo no quiero, pero ustedes hagan como quieran que no me ofendo).
Todo lo dicho hasta aquí sobre Nolan nos lleva al problema básico. No sabe filmar. No sabe encuadrar, de hecho (corta frentes, cabezas, manos, piernas de un modo totalmente aleatorio). Uno puede decir «bueno, muestra el alerón de la nave o traduce el trip de 2001: odisea del espacio a una sensación realista» para justificar que ponga la cámara donde no muestra nada que nos emocione. La contradicción es que crea un Universo espectacular para no mostrarlo «porque no es realista». ¿Para qué vamos al cine si no es para ver lo que nuestra acotada experiencia humana nos impide? Digamos que Nolan se asesoró con físicos para ver cómo sería atravesar un agujero de gusano o entrar en un agujero negro. Si es así, olvidó que una de las manifestaciones más efectivas de la metafísica es el mito, la invención, el producto de la imaginación. Que el arte es, sobre todo, imaginación, no precisión científica. Alguien que piensa como Nolan al ejercer la puesta en escena no es un artista. A lo sumo es un ingeniero. Y todo bien con los ingenieros: mi hermano es ingeniero, es muy bueno en lo suyo y lo quiero mucho y todo. Pero se dedica a crear máquinas, no películas. Nolan tampoco es ingeniero, de paso, porque los planos de un ingeniero son claros -deben serlo- y las imágenes de Nolan son confusas al extremo.
La confusión del realizador es tan grande que, para ser REALISTA, no pone sonido cuando la cámara toma el espacio exterior (podque nel ezpazio no ai aide, duh), pero satura con una música de orquesta horripilante -que tiene ecos corales y religiosos- todas las demás secuencias, especialmente aquellas en las que se supone que debemos «sentir algo». Y así pasan los eternos minutos del film. Que de todos modos logra transmitirnos las paradojas temporales de la relatividad general: cuando creemos que en la sala pasó una hora y media de película, tomamos el reloj y descubrimos que pasaron veinte minutos. ¡Santos Einsteins, Robin! (perdón, cierto que Robin no puede decirse que sea Robin porque no sería REALISTA).
Nolan es el ejemplo claro y la perversión final del «blockbuster trascendente», que es casi siempre la negación del cine. Si esas películas tratan de vendernos circo con la coartada de que aprenderemos a ser buenos ciudadanos, cuidar el medio ambiente o practicar el amor al prójimo, al menos las secuencias espectaculares están realizadas con cierta pericia para capturar nuestros ojos y nuestra imaginación. En el caso de Nolan, la imagen es lo de menos: debe ser cotidiana, trivial y casual (y quizás haya algo de prejuicio modernista-festivalero en esta decisión) porque se trata siempre de algo SERIO. De hecho, es tan devoto de la escritura que intenta una hazaña deportiva de guión: contar media película en montaje paralelo. Pero es tan torpe, se notan tanto las suturas, que la historia A no se combina con la historia B y en lugar de que una potencie la emoción de la otra, la anula. El espectador siempre está tres o cuatro pasos delante de los personajes y sabe siempre lo que va a suceder: el film carece, en todo sentido, de misterio. Pragmatismo yanqui puro para enviar un mensaje a través de un agujero negro: mensaje similar al del banco diciendo que va a vencer la factura de cable cuando tenemos débito automático. La definición ontológica del embole.