Hitchcock, Welles, Eastwood, J.Edgar
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Leonardo D’Espósito a raiz del estreno de J. Edgar, de Clint Eastwood

 

Es interesante cómo funcionan los mecanismos de la mente. Escribiendo para BAE sobre J. Edgar, entendí la diferencia básica entre Orson Welles y Alfred Hitchcock. Eastwood la conoció antes, de hecho, y es notable en esta película, pero vamos por partes.
Las películas de Alfred Hitchcock tienen siempre a un protagonista que, por ejercer un poder pequeñito en algo aparentemente trivial, se ve acosado por el auténtico Poder. Es el punto de vista alejado de su ejercicio que trata de comprender esa monstruosidad cuyo tamaño siempre lleva al Mal. Por eso también los mayores villanos de Hitchcock se manejan de modo vicario: el ejemplo más claro es el de Intriga Internacional, donde el malo no es solo James Mason sino el propio Estado americano, implicado en salvar al pobre Cary Grant solo cuando la obstinación del hombre común por seguir vivo pone en riesgo toda la operación de espionaje. Los héroes hitchcockianos le ganan un chico al Poder y se cuidan de volver a desafiarlo.

En cambio, las películas de Orson Welles siempre toman como punto de vista dominante al poderoso. Incluso El Ciudadano, que parece narrada por múltiples voces, tiene como único punto de vista triunfante el de Charles Foster Kane, que ha moldeado esas vidas que lo relatan e incluso el tipo de periodismo que lo investiga. Por eso es que Hank Quinlan en Sed de mal tiene razón en todo, porque es el poder total, absoluto, carente de escrúpulos pero también de desafíos. Por eso los héroes de los thrillers de Welles son tipos bastante infelices, porque es la manera en que los mira el Poder. Y el Poder absoluto no solo corrompe absolutamente sino que es mortalmente aburrido. De eso se muere Kane: de aburrimiento.

O sea: Hitchcock mira el mundo desde el tipo que tiene que protegerse del poderoso y Welles desde el poderoso que se aburre del mundo. Eso explica todo, incluso el estilo de ambos.

J. Edgar dice literalmente que hasta el tipo más honesto del mundo se corrompe. Y no lo dice el personaje sobre sí mismo, porque Eastwood hace aquí su “película-Welles”, el reverso completo de su “película-Hitchcock”, Poder absoluto (ni más ni menos). Si Poder… era la historia de un chorro fino que ve cómo el presidente de los Estados Unidos comete un crimen y trata de ocultarlo -y de matarlo a él mismo-, J.Edgar es la biografía ficticia que construye el propio Hoover sobre el personaje Hoover, en un ejercicio de poder que no excluye al cine. Lo interesante de ambas películas es que el que hace justicia tanto con el presidente asesino que interpreta Gene Hackman en Poder… como con el excelente Hoover de Di Caprio en J. Edgar es el hombre que más quiso a cada uno de los personajes: el mentor del primero, la pareja del segundo. Incluso la estructura de J.Edgar -ni hablar del maquillaje de Di Caprio- se inspira tanto en El ciudadano (en sus idas y vueltas en el tiempo, en su alternancia de puntos de vista para narrar lo mismo) como en Sed de mal, especialmente en la manera como Hoover se enfrenta a los políticos.

Sin embargo, hay algo también “hitchockiano” en el personaje: crece y se transforma en un monstruo de poder porque hay otro poder mayor que se lo permite -el propio Estado americano contra el que juega una partida de ajedrez chantaje mediante durante medio siglo. Cuando este Poder llega con ansias de arrebatarle la legitimidad, Hoover muere. En esas últimas secuencias, el auténtico personaje wellesiano -el paranoico todopoderoso capaz de arrastrar al mundo a las cenizas con tal de tener un poder absoluto- pasa a ser Nixon (la mayor villanía de Nixon, dicho como dato aparte pero que ilustra su maldad, es volver secreta la emisión de moneda en los Estados Unidos: nadie sabe cuánto vale realmente el dólar porque nadie sabe cuántos hay) y Hoover muere un poco como Kane y un poco redimido en el amor como un personaje de Hitchcock. Hay algo romántico y anárquico en esta construcción combinada que logra Eastwood y que le es propio: en J. Edgar no hay homenaje cinéfilo, ni copia, ni inspiración, sino simple y sabio aprendizaje de una tradición aún útil.

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