Escribiendo de amor (LM)

Escape de Los Ángeles
Por Luciano Mariconda

Atención: se revelan detalles importantes

Allá a lo lejos, a finales del siglo pasado, Keith Michaels (Hugh Grant) ganó un Oscar por Paraíso fuera de lugar-una película sobre ángeles con misiones en el cielo y el infierno-; quince años después, se dedica a transitar por productoras con su propio outlet de ideas, todas rechazadas con la misma etiqueta: “no es lo que estamos buscando”. A lo mejor, la solución momentánea ante un problema de esta magnitud se encuentre lejos del brillo de la costa oeste. Keith acepta cubrir el puesto de profesor de escritura creativa en la universidad de Binghamton, una ciudad perdida en el norte del estado de Nueva York, donde ni siquiera el sol se toma la molestia de batallar contra las nubes de tormenta que la acechan durante buena parte del año.

Y sí, esto no es Hollywood. Al comienzo de Escribiendo de amor (The rewrite, Marc Lawrence, 2014), el sol brilla con intensidad y son las nubes las que no se atreven a interrumpir el lienzo azul que se tensa sobre la ciudad. Sin embargo, el paisaje es demasiado artificial, como esas fotos retocadas para luego ser impresas en postales de mala calidad. Con el exilio del protagonista a otro lugar, a otro hábitat, a otro clima, el film -ya que está- despacha ciertas adicciones de la comedia romántica y sus obligaciones convencionales.

Binghamton es opaca y misteriosa, y así es también este film, menos interesado en seguir las reglas del género que en moverse con libertad en la ruta hacia un final feliz que se demora un poco más de lo habitual. Marc Lawrence es el director de Amor a segunda vista (Two weeks notice, 2002) y Letra y música (Music & lyrics 2006), películas con objetivos claros y firmes: dos protagonistas opuestos y la unión inevitable que, tarde o temprano, viene a continuación. Y aunque ya le había dado muy buenos resultados en el pasado, en Escribiendo de amor desatiende los pasos a seguir del manual de instrucciones. Por momentos es una experiencia desconcertante en sus propósitos: ¿dónde van los personajes?, ¿qué buscan realmente? Los elementos de la comedia romántica están ahí -parpadeantes, silvestres y listos para ser agarrados-, pero Lawrence los observa sin ansiedad, como el hombre que realiza un trabajo de forma mecánica sin abandonar la concentración en su deber. Lo que nos parecía pereza y desinterés, era en realidad la paciencia de un cineasta para cautivar al espectador con movimientos generosos: en vez de ordenar en pos de la pulcritud, atestigua el caos alrededor; en vez de provocarlo, captura el momento en el que dos personas empiezan a declarar tímidamente lo que sucede en su interior.

Cuando Keith afirma -en lo que es un ataque de sabiduría dentro del aula- que los personajes deben conducir a la trama y no al revés, el guiño interno de la película se activa. El circuito mecánico de Escribiendo de amor no se interna en una vorágine de situaciones sintéticas. Por el contrario, las desventuras del nuevo maestro se desarrollan con un ritmo suave; antes que secuencias, son pequeñas anécdotas contadas al pasar: los hombres y las mujeres se admiran, se pelean, se vuelven a reconciliar, tal vez se peleen de vuelta y quién sabe qué será de su vida cuando termine el film. Antes de presentarse formalmente en su trabajo, Keith se acuesta con Karen (Bella Heathcote), una alumna de su curso sin demasiado interés en los reglamentos que impiden la relación extracurricular entre docentes y discípulos. Más adelante aparecerá Holly (Marisa Tomei), una divorciada de unos 50 años, de actitud incansable frente a las segundas oportunidades de la vida: asiste a varias materias (la resonancia a Larry Crowne es deliciosa), trabaja en la tienda de la universidad y, por si fuera poco, en un restaurante donde tendrá un encuentro desafortunado con Keith y su estudiante preferida. Sin embargo, Lawrence evita caer en un triángulo convencional. Escribiendo de amor moldea su encanto bajo el placer de contrastes delicados y para nada enfáticos. No se trata de una competencia caprichosa entre la piel de porcelana de Karen y las arrugas que se forman en el rostro de Holly cuando sonríe. Es saludable ver una obra que por fin discute alternativas en lugar de decretar una única opción.

Y si bien todos sabemos con quién terminará Keith, el sismómetro de la relación entre los personajes “maduros” apenas se mueve. A lo sumo, una mirada lujuriosa de ella o una palabra halagadora de él generan cierta vibración en el ambiente, pero no mucho más. Es una seducción que no viola las normas de tránsito. El beso, por ejemplo, nunca llega. Lo que puede parecer una blasfemia para el género en Hollywood, se cubre de lógica en Binghamton. De todos modos, hay cuatro mil kilómetros entre ambos lugares. Keith, como todo ser humano, aprende de sus errores y abraza una nueva posibilidad de vida profesional y sentimental. Lawrence no adelanta el tiempo (es decir, lo que falta del ciclo universitario) para que veamos el sello definitivo entre estas dos personas; no, es nuestra labor imaginarlo.

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