El Gran Hotel Budapest

La vida después de la muerte
Por Nazareno Brega

Estaba cantado que Moonrise Kingdom iba a ser la última gran película de Wes Anderson si no cambiaba. En realidad no estaba cantado, pero sí tenía mucho que ver con la música. La película empieza con un grabación que explica que “para demostrar cómo se arma una gran orquesta, Benjamin Britten ha escrito una gran pieza de música, que está compuesta por piezas más pequeñas que muestran las partes separadas de la orquesta. Esas pequeñas piezas se llaman variaciones, que son distintas maneras de tocar la misma canción. Primero nos deja escuchar completa la canción o el tema, que es una melodía hermosa de un compositor británico más viejo, Henry Purcell”. Enseguida suena a todo volumen Guía de orquesta para jóvenes, de Britten, y se ven los títulos.

Sin la necesidad de que sus personajes emitan una sola línea de diálogo, Anderson ya dejó en claro dos cosas. Primero que la película va a estar relacionada con la educación, la niñez y el crecimiento. Y segundo, y mucho más importante, que Moonrise Kingdom va a tomar la forma de esas variaciones, de esas mil maneras que tiene el cineasta de tocar siempre la misma melodía. Por eso la película era una especie de homenaje a su propio cine, lleno de referencias a sus seis películas anteriores, como si se tratara de una despedida o de un modelo ya gastado del que era necesario despedirse.

Anderson construyó un estilo muy fácil de identificar a lo largo de toda su carrera y tal vez sea el cineasta americano más fácil de reconocer cuando se ve, aunque sea por vez primera, casi cualquiera secuencia de de sus películas. Y no sólo porque suele volver siempre a sus actores conocidos. Sus películas casi siempre se centran en una familia disfuncional de clase alta (o, al menos, media-alta) y alguno de sus personajes está buscando la aprobación de una figura paterna. Pero no es en los temas donde se reconoce más fácil su estilo. Son característicos los vaivenes de la cámara, sin cortes, durante los diálogos; la fidelidad que mantiene el director con los lentes de distancia focal corta; los planos detalle de todo tipo de textos; la recurrencia scorsesiana a las canciones de los Rolling Stones, el obsesivo recorrido arquitectónico por los espacios donde transcurren sus principales escenas, la ralentización de algún momento clave -con preferencia por los finales-, los primerísimos planos al rostro sin emoción de algún personaje, la simetría absoluta de la composición de planos y el abuso de la posición cenital de la cámara (sobre estos dos últimos puntos, hay hermosos compilados de escenas acá http://vimeo.com/89302848 y acá http://vimeo.com/35870502). Y también hay detalles menores que suelen repetirse, como la recurrencia a los perros muertos, los planos de algún nadador o la elección de la fuente Futura Bold para los títulos.

Pero una de las características más sorprendentes de Wes Anderson es cómo su cine toma siempre la forma de alguna otra pieza fundamental para cada película. Así como Moonrise Kingdom hacía gala de su intertextualidad gracias a las variaciones sobre Purcell (y además era metatextual por comentar su propio cine), todas sus películas toman alguna otra forma. Tres es multitud está narrada como una obra de teatro, con telón y todo, Los excéntricos Tenenbaum está narrada como una novela, La vida acuática juega con la idea de los documentales que filmaba Steve Zissou y la adaptación animada de Roald Dahl Fantastic Mr. Fox recurría a la novela gráfica infantil. Y es muy fácil leer Viaje a Darjeeling y su errática narración como un diario de viaje o hablar de Ladrón que roba a ladrón, la primera y la menos parecida al resto, como si fuera una especie de plan fallido más bocetado por sus protagonistas.

Después de citar a su propia obra, y hablar de ella como parte de una obra mayor en Moonrise Kingdom, parecía imposible estar a la altura de un nuevo desafío. Pero El Gran Hotel Budapest es una película enorme, como ese otrora suntuoso hotel donde transcurre, por más que Anderson vuelva a recurrir a la literatura para dividir la narración, contada por su protagonista a un escritor, en capítulos. Se repite, sí, pero también se vislumbra algún cambio con la inclusión de su relato dentro de un marco histórico, por más que el cineasta no se haya animado a nombrar a los nazis ni a la Segunda Guerra Mundial. Tal vez allí esté el nuevo camino, con esta nueva puerta que abre El Gran Hotel Budapest, que si bien vuelve a tomar la forma literaria, no es una película sobre la literatura ni mucho menos, por más que llame El Autor a uno de sus personajes. El Gran Hotel Budapest gira todo el tiempo sobre la muerte y los legados y allí encontró Wes Anderson la llave para volver a salirse con la suya. Anderson consiguió que su cine siga funcionando sin cambiar de sistema, como si El Gran Hotel Budapest fuera una especie de réquiem para su estilo. Ahora debería llegar el verdadero desafío; no parece haber mucho más allá que la muerte. Anderson puede seguir ensimismado y hacer una película, por ejemplo, sobre la resurrección, que supere esta muerte de la que habla todo el tiempo en El Gran Hotel Budapest, o aprovechar ese pequeño pasito que dio con la Segunda Guerra y acercarse de una vez por todas al mundo real.

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