El Gran Hotel Budapest

The Grand Budapest Hotel
Estados Unidos, 2014, 100′
Dirección: Wes Anderson

Lluvia de cupcakes
Por Maia Debowicz

“No podemos predecir el futuro. Es posible que moje la cama”.

(Sam a Susy. Moonrise Kingdom)

 

Hace cinco años y algunos meses inauguraron un local de cupcakes (esa especie de muffins que visten un tapado de 65000 calorías de azúcar con los colorantes más hipnóticos de la cadena no alimenticia) a tres cuadras de mi casa: una fachada deslumbrante que parecía una casita de muñecas, toda salpicada con los colores que revestían a los postres: rosa bebé, turquesa, amarillo y verde agua. Y hace cinco años que me pasa exactamente lo mismo con ese mágico y bellísimo espacio: cada vez que paso por esa pequeña puerta blanca, siento que soy la protagonista de una película de Wes Anderson. Eso es su cine, una ilusión de viaje constante con valijas rellenas de granas y colorantes. Toda su filmografía es una gran pastelería de cupcakes y en cada película elabora, con ingredientes similares, nuevas combinaciones para su cobertura glaseada. Pueden cambiar un poco el sabor visual, la vibración o las preferencias de colores y tonos, pero esas magdalenas cinematográficas tienen su firma y siempre me provocan que un tsunami de baba se escape con demencia de mis labios para pegarse a sus puntillosas vidrieras . Y los cupcakes, para bien o para mal, generan en los consumidores lo mismo que el cine de Wes Anderson: se ama o se odia; se relame para producir una fiesta sin precedentes en la boca o empalaga hasta sufrir compulsiones por exceso de azúcar en sangre. Pueden gustar o no, pero jamás provocar indiferencia. Pero, además, los relatos de Wes Anderson se dividen, en la mayoría de los casos, en capítulos como si fueran los pasos de una receta a cocinar. La organización del texto es clave en su cine porque si hay algo que lo caracteriza es la claridad narrativa. Las historias y sus personajes florecen a lo largo del metraje como un pop up de cartulinas que se despliega y cambia de formas con mucho ritmo, pero no siempre con velocidad. El Gran Hotel Budapest, basada en relatos de Stefan Zweig, recupera esa agilidad para contar una historia que parece estar dibujada con punzones sobre esas tarjetas españolas que tenían un museo de detalles por señalar. Los protagonistas se mueven por el papel vegetal y saltan de hoyuelo en hoyuelo provocando que la cámara haga una infinidad de piruetas; Wes Anderson hace medialunas, verticales y rondeau para encuadrar de todas las maneras posibles a sus personajes, demostrando un virtuosismo técnico que en los últimos años descansaba cómodo en una silla mecedora. El director made in Texas tiene fórmulas para crear esos cupcakes que tanto gustan y disgustan: pueden ser fallidas –Vida acuática (2004) y Viaje a Darjeeling (2007)- o demasiado efectistas –El fantástico Sr. Zorro (2009)- pero, ésta vez, es complejamente perfecta. Un ratatouille de colores pasteles que presenta a decenas de personajes pequeños y gigantes, amables y despiadados, tan queribles que resulta imposible no almacenarlos en la cabeza como el juego de Quién es quién. El Gran Hotel Budapest es, con gran ventaja, su mejor invento y, si Los excéntricos Tenenbaum (2001) merecía su álbum de figuritas, la película que le rinde culto al servicio a la habitación amerita un video juego para que podamos tener la posibilidad de ser el adorable conserje del hotel M.Gustave (Ralph Fiennes) -”Gallina vieja hace buen caldo”, dice M. Gustave cuando resalta los beneficios de intimar con una señora de 84 años- o el simpático botones Zero (Tony Revolori), con su gorra roja y su bigote falso, y vivir esas aventuras acuareladas con ese artificio que todos necesitamos ver y respirar para sonreír con menos timidez.

 

Repartir la masa de forma equitativa entre los pirotines

“Cuando alguien puede vivir una vida extraordinaria no tiene derecho a guardársela”, leía escrito en lapicera azul Max Fischer (Jason Schwartzman, protagonista de Tres son multitud) en el libro que sacó de la biblioteca. La frase de  Jacques-Yves Cousteau ilustra bastante la esencia de El Gran Hotel Budapest ya que toda la película reside en el relato de la increíble vida de dos hombres: M. Gustave y Zero. Wes Anderson no pone el foco en sus actores fetiche (Owen Wilson, Bill Murray y Jason Schwartzman), cuando sería un camino fácil, para darle una cálida bienvenida, como si fuera él un conserje de hotel, a los actores Ralph Fiennes y Tony Revolori. Sin embargo, el director se ocupa de darle vida a todos los personajes, primarios y secundarios, los que tienen grandes papeles y los que solo interpretan pequeñísimos cameos (de la misma manera que distribuye a sus personajes en los planos generales), originando que nos enamoremos y empaticemos con cada uno de ellos. El Gran Hotel Budapest es su película más alegre, vital como el colorido caballito de mar arco iris que le regalaba el pequeño Werner a Steve Zissou, y no es casualidad que el color rojo (pareciera que Wes Anderson estiró con un palo de amasar la ropa de gimnasia de Chas Tenenbaum e hijos para convertir el uniforme deportivo en las despampanantes alfombras del hotel) y el violeta estallen por doquier en el interior de cada encuadre. La paleta de colores nunca fue tan amplia y variada hasta ahora y en esa decisión radica el mérito del riesgo. La convivencia de pigmentos es infinita y no están allí para decorar o distraer; invaden el plano para describir los matices emocionales de sus personajes: exageradamente altruistas y afables o desmesuradamente fríos y maliciosos (hay más de un villano pero Jopling, un Willem Dafoe de aura oscura que asusta con el filo de sus dientes, se gana toda nuestra complicidad malévola). Atrás quedaron frases como “Con amigos como usted, ¿quién necesita amigos?” (Dirk a Herman Blume en Rushmore), los vínculos entre personajes de El Gran Hotel Budapest son transparentes, tanto para el bien como para el mal; la dulzura que encarnan las distintas amistades -formales o más cercanas- hace de nuestro corazón una caja de bombones que expone solamente a los chocolates ricos (nada de esos rellenos con licor de cerezas o de los otros con sabor a café). La emotividad en el vínculo entre M. Gustave y Zero y el lirismo de la unión entre Zero y Agatha (Saoirse Ronan)- casi bordeando el infantilismo de Sam y Susy, los niños preadolescentes de Moonrise Kingdom (2012)- nos hacen creer un ratito en esa humanidad amable que solo existe en el universo cinematográfico de Wes Anderson.

 

Rellenar un cupcake con el descorazonador de manzanas

Su octavo largometraje es, con Los excéntricos Tenenbaum, su película más divertida; no obstante, el humor es más pícaro, con slapsticks rabiosos que celebran las cachetadas de Los tres chiflados, Laurel y Hardy y Arnaldo André; de lo chistoso a lo desopilante, del chiste escondido en el paisaje antinatural hasta el chiste dinamitado por todo el plano. Metros y metros de gags, despedidos con manga pastelera a la boca de cada espectador famélico de risa. Su fanatismo por La pantera rosa se percibía en la manera de musicalizar las secuencias en sus películas -En Rushmore (1998), por ejemplo- pero en El Gran Hotel Budapest se hospeda en todas las habitaciones del hotel y en cada paisaje otorgándole al relato un tono cartoonesco. Y, por supuesto, la película retoma y exhibe todas sus obsesiones, la más relevante es esa manía de elegir al hotel como espacio. De sus ocho largometrajes, seis optan por mostrar en algún momento a esas casas temporales que no tienen nunca aroma a hogar: el lujoso Hotel Lindbergh Palace donde Royal Tenenbaum vive 22 años en Los excéntricos Tenenbaum, el hotel Citroën que pisan por unos minutos Steve Zissou y companía en Vida acuática, el Hotel Chevallier donde se encontraban Jack Whitman (Jason Schwartzman) y su ex novia (Natalie Portman) en el cortometraje que lleva el mismo nombre, el hotel donde se hospedaba Herman Blume cuando decidía divorciarse en Rushmore, y el motel donde se ocultan Dignan, Anthony y Bob en Bottle Rocket (1996). Pero sus obsesiones son muchas: las ventanas (casas, hoteles o trenes) que claramente homenajean a La ventana indiscreta de Hitchcock (en una entrevista confesó que si hay alguien responsable de que él fuera director de cine ese es Alfred Hitchcock), los saltos temporales, los planos cenitales, la voz en off del narrador, los travellings vertiginosos que nos permiten correr en patineta por el espacio, la presencia del agua, los binoculares (“Me ayuda a ver las cosas de cerca, aunque no estén muy lejos. Hago de cuenta que es un poder mágico”, le decía en Moonrise Kingdom Susy a Sam cuando el niño de doce años le preguntaba por qué siempre usaba binoculares), la palabra por escrito en cartas (o pequeñas notitas), y el regreso de los dedos mutilados.

 

Decorar con fondant estirándolo sobre una superficie espolvoreada con maicena

 

En su libro Evidencia física, Kent Jones afirmaba “Anderson es un director cuyo trabajo captas o no”. El crítico, como tantas veces, tenía toda la razón y eso que cuando escribió ese texto, Romance de familia, Wes Anderson solo había filmado sus tres películas coguionadas con Owen Wilson: Bottle Rocket, Rushmore y Los excéntricos Tenenbaum. A partir de la tercera película, su cine comenzó lentamente, y no tanto, a abusar de los bolados como las camisas de los Locomía. Ese ojo para el detalle que iba creciendo comenzó a desatender los recursos narrativos reduciendo a su cine en una clase de composición simétrica. El Gran Hotel Budapest pule, aún más, ese exceso de decoración, rositas rococó flotando como burbujas por toda la pantalla; No obstante, ésta vez, lejos de robarle fuerza al relato, lo potencia como la espinaca a Popeye. M. Gustave, ese conserje que es más coqueto que Mirtha Legrand en sus almuerzos, es adicto a los buenos modales pero, en particular, a su perfume. Ese objeto está presente a lo largo de la filmografía de Wes Anderson, tanto literal -recordemos el perfume Voltaire #6 que rompía Jack Whitman en el tren- como simbólicamente. Pero también hay un perfume visual que rodea a sus películas como una enredadera que tapa las manchas de las paredes internas del relato; esos agujeros narrativos que caracterizaban, sobre todo, a las películas coguionadas con Roman Coppola (Viaje a Darjeeling, con la indiscutida responsabilidad criminal de Jason Schwartzman, y Moonrise Kingdom). El Gran Hotel Budapest confirma que cuando Wes Anderson trabaja el ejercicio de apoyarse en la literatura, El fantástico Sr. Zorro estaba basada en el libro de Roald Dahl, puede adornar con chips de chocolate la puesta en escena sin olvidarse de cuidar la historia y a los personajes que viven dentro de ella.

Usar la manga pastelera situando la boquilla en vertical, y girar en el sentido de las agujas del reloj

“Cada vez que trabajo en un nuevo proyecto, pienso que voy a hacer una obra diferente. Y cuando la película está terminada, la gente me suele decir que se parece a las anteriores”, contaba un poco afligido Wes Anderson en una entrevista. El Gran Hotel Budapest, sin perder su identidad Andersoniana, logra lo que el director siempre buscó y no había alcanzado: correrse a un nuevo lugar, donde los protagonistas ya no están orgullosos de sus tristezas y depresiones, donde la anomalía psicológica de los personajes no son el único centro y donde la paternidad como tópico cambia bastante de tono. Uno de los grandes problemas de algunas películas anteriores residía en la superficialidad de los vínculos, lazos que quedaban solamente en los titulares y bajadas. La relación paternal (o de hermano mayor y menor, como dice M.Gustave) entre el conserje y el botones tiene una profundidad emotiva pocas veces obtenida en su cine; Wes Anderson se tira de bomba con “estilo Herman Blume” y bucea hasta el fondo de la sangre de esos personajes como lo hacía Steve Zissou para hallar al tiburón Jaguar en Vida acuática. De hecho, hay un cambio formal que refleja esa meticulosidad para la exploración subterránea de los sentimientos: los planos tienen mayor profundidad de campo, muy distintos a esas composiciones planas que caracterizan su filmografía. Tampoco hay uso del ralenti, huella digital del director, esa cámara lenta que se regodeaba en la caminata de algún personaje muchas veces de manera robótica y automática, bordeando la estética publicitaria como sucedía en Viaje a Darjeeling, película que explotaba ese recurso cada vez que los personajes perseguían el bendito tren. Nada de eso habita en El Gran Hotel Budapest: los personajes reptan por el plano como si fueran serpientes que consumieron cocaína; acelerados y prendidos bailan y saltan de fotograma en fotograma con esos ponis de goma que todos los niños que nacimos en los ochenta soñábamos tener. Todo se mueve y brinca en el relato porque el que tiene resortes debajo de sus zapatos es Wes Anderson, quien pinta y recorre las peripecias que viven sus personajes con la mirada tierna y salvaje del niño Sam. Ese aire lúdico que sopla durante todo el metraje nos envuelve haciendo de la sala una juguetería inflable que crece y crece de tamaño como la panza de una mujer embarazada hasta el desenlace del largometraje. El director americano, aquel que viste esos peculiares sacos de pana, ha conseguido crear un objeto de una excelencia difícil de hallar en el cine actual; capaz de atravesar todas las capas de placer intelectual y visceral de nuestro cuerpo como ese cupcake rosado que cocina el pastelero de El Gran Hotel Budapest: un deleite para el estómago, hogar de todas las emociones importantes que siente el ser humano.

Receta para vivir dentro del mundo de Wes Anderson

 

-200 g de manteca

-400 g de azúcar

-4 huevos

-150 cc de leche

-500 g de harina leudante

-ralladura de limón c/n

 

Para el glasé:
-1 clara
-1 cucharadita de jugo de limón
-200 g de azúcar impalpable

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