Jauja, de Lisandro Alonso
Saint Laurent, de Bertrand Bonello
Respire, de Melanie Laurent
The disappearance of Eleanor Rigby, de Ned Benson
Les combattants, de Thomas Cailly
«Queremos la copa». Eso decía, en letras rojas y azules, el cartel que levantó Viggo Mortensen al subir al escenario de la Sala Debussy, la segunda en importancia del Palais, sede central del Festival. Sí, Viggo, que filma en Argentina, en Hollywood o donde le de la gana, se cagó una vez más en el protocolo y dio a entender que lo que lo desvela no es ganar Un Certain regard sino que el Ciclón levante algún trofeo. «Queremo la copa», repitió no una sino dos veces con tu tonada argentinísima. Diría que más chances de ganar tiene Lisandro Alonso, que presenta su maravillosa Jauja, que San Lorenzo, pero lo importante es que su nuevo opus trae un poco de vida a una edición bastante opaca del festival francés.
Por un momento temí tener demasiadas expectativas con la última obra de Alonso. La suma previa de los elementos invitaba a esperar algo extraordinario, una conjunción única y no solo para el cine argentina: Alonso más Mortensen más algo entre gauchesco y western (con formato cuadrado, para más datos) más Fabián Casas como guionista más el director de fotografía de Aki Kaurismäki… La buena noticia es que Jauja es una gran película, y no solo en el contexto de la filmografía de Alonso, sino – por lo que vimos hasta ahora – en el contexto del panorama mundial. Cuando uno esperaba encontrarse con marcas referenciales típicas del director, la expectativa se quiebra: hay diálogo, considerablemente más que películas anteriores; hay un ritmo de montaje, más que en películas anteriores; y hay teatralidad, sobre todo de la mano de Bigliardi y Fondari, que hacen que la frontalidad de ciertos planos cobre un aire de proscenio, como si esos monumentales paisajes que dan textura a le película de principio a fin fueran un hipnótico cartón pintado, un trompe l´oeil virtuoso.
Lo que está muy claro es que Jauja tiene, digamos, tres partes: una primera parte, como dijimos, teatral, hasta ibseniana por momentos, donde se introducen personajes, intrigas, referencias narrativas fuera de campo (un recurrente baile que dará «el Ministro de Guerra») y hasta un peligro inminente que nunca termina de hacerse carne: los indios «cabeza de coco», y su casi sobrenatural líder Zuluaga. La segunda parte, que se inicia con un rapto como Más corazón que odio, decanta en una línea más clásicamente alonsiana, la del hombre contra la naturaleza (y los indios, con sus fugaces apariciones, son naturaleza pura), solo ante la adversidad de los elementos; y una tercera parte metafísica, que profundiza en una ambigüedad tanto espacial como temporal, donde ya no queda en claro si estamos en la interioridad de la mente del héroe, del realizador o en un limbo narrativo muy contemporáneo, casi digno de Apichatpong, pero no exento de aires fantasmagóricos shakesperianos o de – inevitable decirlo – Borges, sin olvidar algunas marcas que parecen salidas de la crónica militar de Lucio V. Mansilla.
¿Parece mucho? Sin dudas, pero insistamos en que la película de Alonso es extraordinaria, oculta tras una aparente puesta en escena despojada capas y más capas de sentido, que estallan referencialmente en múltiples direcciones. El cine argentino nunca hizo algo así, y con Jauja Alonso se coloca a la par de la maestría de Martel, quien esperemos, hablando de cine argentino «de época», que pronto filme esa maravilla llamada Zama, de Antonio di Benedetto.
No sólo de genios argentinos vive Cannes, sino que pasan otras cosas, aunque no sean tan dignas de análisis. Decepciona y bastante Saint Laurent, la biopic sobre el diseñador de modas homónimo dirigida por Bertran Bonello. El francés, cuyas películas anteriores (De la guerre, Tiresias, L´Apollonide) son únicas y originales, potentes y hermosas, intenta desesperadamente evitar los clichés del biopic, pero se queda en un lugar anodino, estirado, pomposo y excesivamente solemne. Si hay algo de apariencia paródico en la película, no parece intencional, y eso es un problema. Se queda en el gesto, en un manierismo que puede aparentar chic, pero que no profundiza, solo alarga. Poco más que decir de una película que prometía y no cumplió.
Claro que había otras promesas de Un certain regard, como The disappearance of Eleanor Rigby, impulsada y bancada por el magnate mafioso Harvey Weinstein. La película no es mala, y hasta tiene momentos emotivos y cargados de potencia lacrimógena, pero no nos dejemos engañar: no es más una tragicomedia de género norteamericana disfrazada de película francesa de los sesentas, y se encarga de recordárnoslo con posters alegóricos donde se lee bien claro Calude Lelouch o Jean-Luc Godard. Y no es que esto sea malo en sí, pero a veces nos quieren vender mezcla y pastiche como si eso fuera lo contemporáneo, como si filmar acorde a nuestros tiempos fuera igual que mezclar. Y si uno va a mezclar, mejor hacerlo con modestia, sin vender pescado podrido. A Eleanor Rigby le irá muy bien comercialmente, será bien recibida en canales de cable al estilo HBO, pero no tiene peso en un festival donde venimos a ver lo mejor de lo nuevo. Y eso que la Chastain y la Huppert haciendo de hija y madre son hermosas, una dulce y la otra ácida, embebidas y temperamentales y pasadas de exabruptos hormonales, pero bueno, las películas son más que sus personajes, queremos creer.
Otro ejemplo de mixtura, pero a la inversa, es la película de Mélanie Laurent, Respire, su segunda obra como directora. La hermosa rubia gélida que ganó fama mundial de la mano de Quentin Tarantino en Inglorious Basterds toma un género típicamente norteamericano, el de la chica nueva que llega al pueblo para empezar en un colegio donde todos se conocen, y lo afrancesa. La película es linda y es tierna, tiene momentos pseudo lésbicos más perfil bajo que los de La vida de Adele pero no menos sensuales, y despliega todo el manual del coming of age: porros, alcohol, sexo, violencia familiar… claro, afrancesadamente, lo cual implica mucha discursividad y camisas abiertas hasta medio escote. Es una linda película, chiquita, no muy novedosa (incluso en su abuso de la cámara en mano) pero sí apreciable, con una mirada femenina fuerte, como pedía Jane Campion al comienzo del festival.
Terminemos esta nota con algunas curiosidades: a) Por obligación, tengo que ver todo lo que presenta la Semana de la Crítica. Esto implicó que tengo que ver los cortos, que debo decir que fueron llamativamente malos y bastante pretenciosos. Pero uno de ellos – el único – apeló al humor, y en oposición a sus compañeros de programa, más seriotes, se volvió memorable. Queridos cineastas, también se puede ser respetable haciendo reír, e incluso se puede ser mucho más incisivo a través de la comedia. Este ha sido hasta ahora, para mí, un Cannes muy solemne; b) Vi una comedia francesa que se llama Les Combattants, una ópera prima que se ríe del ejército. Como decía en el punto a), el humor es bienvenido, especialmente cuando no teme al ridículo. De todos modos, me llamó la atención que el público francés rió frenéticamente toda la película, cosa que no pasó conmigo ni con otros extranjeros que la vieron. ¿Será que a fin de cuentas los franceses también tienen su lado tontaco, al que desean entregarse cuando se olvidan de cantar la Marsellesa? Sería interesante. La película, con sus limitaciones, lo es. c) Alonso, al presentar la película, se bajó una botellita de algo que parecía vodka o gin. Se la pasó a Viggo y a Casas y juntos se la bajaron, ahí, a la vista de todos. Un poco de rock no está mal, a ver si contagian a Ceylan o a Haneke, y logran que hagan películas de menos kilogramos de egocentrismo.
Basta por hoy, la seguimos en breve.