Crítica de Piel de Judas, con Susana Giménez

Esa maldita vesícula
Por Leonardo M. D’Espósito

Cuando lleno alguna planilla, donde indica “profesión” suelo sentir la tentación de escribir “falla en el sistema”. Imagino que les ha pasado: estar en algún lugar donde llegan un poco de casualidad. No debería sentir eso dado que llevo casi dos décadas como periodista de espectáculos y tres o cuatro veces al año me toca hablar mano a mano con un “famoso”, pero de todos modos sigue sorprendiéndome bastante. Por ejemplo: el sábado acompañé a mi mujer -obligación profesional de ella- a ver Piel de Judas, el “regresoalteatrodeSusanaGiménez” que ha ocupado a la nutrida farandulología local. Fila dos, al lado del pasillo casi, lo que me permite decir que he visto a la diva como poca gente: desde debajo del piso (del escenario).

 

Ahora bien. Esperaba que la señora Giménez me la hiciera pasar bien. Y digamos que transpira la camiseta, que causa gracia, que sabe putear y que la gente en los teatros hoy quiere reírse de lo que fuera. Hoy y ayer, y casi siempre. Me contó un amigo periodista y escritor que una vez le propuso una obra a un empresario y que éste se entusiasmó hasta que se dio cuenta de que era un drama. “Y no, viste -dice mi amigo que le dijo el empresario-, si no hace reír, no vende”. En esta revista, de paso, sabemos que una risa no se paga con nada, que debemos estar agradecidos a quien nos la provee, que hacer reír redime casi a cualquiera. Por eso es que, en principio, debería agradecer a Susana Giménez por los buenos momentos. De hecho, lo hago: gracias, Susana, por los buenos momentos. Soy un espectador agradecido.

 

Pero al mismo tiempo, inevitablemente, soy crítico. De cine, no de teatro, pero las preguntas sobre  qué veo y por qué lo que veo es como es son igualmente válidas y uno no tiene un interruptor que pasa de “Modo crítico” a “Modo no crítico” cuando ve algún espectáculo. Es al revés: uno siempre está en “Modo crítico” y de tanto permanecer en él lo termina transformando en profesión. Ni más ni menos. O al menos es lo que siempre me pareció porque al otro día busqué comentarios de la obra en varios medios, y solo encontré besamanos, perdonavidas, y una serie de elogios a la escenografía y otros ítems menores. No había crítica teatral: solo el elogio a Susana Giménez, elogio lindante con la celebración.

 

Ante eso, y como con Leni charlamos mucho de la obra café mediante, me parece que es un acto de estricta justicia intentar, al menos, una crítica. Es evidente que el negocio es que el público vea a Susana Giménez en carne y hueso. La señora hace lo que sabe hacer y lo hace bien: está casi dos horas en escena, ocupando el centro del escenario, diciendo sus líneas con el timing justo y haciendo reír con cada puteada. Porque putea, putea mucho y hay un público -cada vez más extenso- al que la palabra “culo”, pronunciada incluso en una adaptación de Macbeth, lo hace reír. Ahora bien: incluso así, putear y hacer reír con ello no es algo sencillo. Hay que saber cómo decir “pelotudo” para que sea cómico, requiere timing y el timing no se aprende: se tiene o no. Susana lo tiene, entrenado en décadas de compartir escenarios de revista con enormes puteadores cómicos. Y también en años de televisión, donde la inmediatez y el repentismo mandan porque eso es la televisión: el ahora mismo como arte menor.

 

La historia de Piel… es simple: Susana es la esposa y mánager de un pedante músico clásico que es, además, un picaflor consuetudinario (Antonio Grimau). Si el término “picaflor” les parece vetusto, aclaro que es coherente con la antigualla que representa el texto. Mientras él sobractúa ser fino, ella habla como un camionero, no tiene ningún filtro, se pelea con los vecinos y saca carpiendo a propios y extraños. Una periodista (Mónica Antonópulos) llega a la casa de campo de esta pareja para realizar una entrevista, pero es -por una vez- a ella a quien desea reportear: “Cómo es vivir a la sombra de un hombre célebre”, justifica. Ambas mujeres se hacen amigas y la tímida y demasiado vestida periodista resulta ser una manipuladora en cacería de marido y fortuna ajenos. Cuando la señora de la casa descubre la traición, hay un cambio: decide operarse de la vesícula y, con esa excusa, deja de ser un monstruo para transformarse en una comprensiva carmelita descalza. Lo que no es más que un disfraz para desbaratar el affaire entre la loca manipuladora y el vejete picaflor. La chica se raja a parasitar otro mundo, el marido es perdonado y ella, Susana haciendo de Susana, vuelve a ser la simpática puteadora. Telón y aplausos de diez minutos (seis menos que los aplausos y gritos que retrasan el inicio de la acción y se desencadenan cuando Su aparece en escena a la milésima de segundo del inicio de la obra).

 

El texto es una comedia ligera francesa y burguesa, género menor hijo de las farsas de Georges Feydeau pero no necesariamente vaudeville (hay pocas puertas para cerrar y abrir). Se nota que es un cacho setentista, con la palabra “orgasmo” en el primer cuadro como motivo de sorpresa y la manera de mostrar el matrimonio como una condena sin solución. El esquema narrativo es igual al de La Malvada (perdón el sacrilegio) y la resolución, con revólver en mano, recuerda a los hermanos Farrelly (perdón el sacrilegio). Ahora bien: nada de esto es necesariamente malo. En el texto se esconden varios temas interesantes: la hipocresía de las relaciones, la inconstancia del amor, su verdadera naturaleza, el dolor ante el abandono y el éxito económico como única medida personal. Ligero, sí, pero no por ello estúpido.

 

Sin embargo, el asunto es que la obra es una falta de respeto incluso al talento de Susana Giménez. Alguna vez escribí en esta revista que Susana es una de las grandes comediantes naturales que dio la Argentina, y que de haber existido una verdadera industria cinematográfica, su talento para representar con gracia a un ser humano de carne y hueso la habría transformado en una gran estrella de la comedia. Basta ver películas menores como Yo también tengo fiaca (1978, Enrique Cahen Salaberry) y seguir sus diálogos con Juan Carlos Calabró o, especialmente, Santiago Bal para darse cuenta de lo que era capaz de hacer (Bal es otro que podría haber sido un enorme comediante si… bueno, fue lo que pudo ser en el mundo que le tocó). O ver cada tanto algún gag perdido del programa Alberto y Susana, dándole la réplica a Olmedo (otro que podría haber sido…). En aquellos tiempos, de todos modos, se utilizaba para catalogar a estos actores el término “revisteril”, un insulto favorito del progre de entonces. Pero resulta que la revista, como el circo, fue la cuna de la gran comedia, de la gran comicidad. Esos géneros de fantasía evidente exageraban la vida cotidiana hasta transformarla en farsa rápida. Requerían mirar lo cotidiano, parar la oreja, recuperar el habla de todos los días y hacer algo con eso. Susana es una de las pocas sobrevivientes de aquellos tiempos y de aquél género destrozado en cada crítica. Un género que implotó entre mediados de los ochenta y los noventa, y que cuando reaparece lo hace en modo “¿Se acuerdan? ¡Una revista!”, como pidiendo disculpas. Que yo sepa -y las vi a las tres en escena- solo Carmen Barbieri, Moria Casán y Susana Giménez tienen todavía el secreto de esa comicidad directa y cotidiana. Tres mujeres que fueron “objeto”, pero que siempre respondían al cómico pícaro duplicando la apuesta, como para responderle también a la feminista fundamentalista: al final fueron las vedettes las que se apropiaron de aquel saber que parece arcano.

 

Susana, pues, hace muy bien algo que parece fácil y es difícil; despliega energía y desparrama simpatía. Lindísimo.

 

Claro, desparrama simpatía. Y resulta que su personaje, Marion, no debe ser simpático. Debe ser cómico, que no es lo mismo: nos debe causar gracia y solo debemos descubrir que detrás de su apariencia desaforada hay un corazón de oro al término del cuarto cuadro de una comedia que tiene seis, en el momento más íntimo y emotivo. Pasa lo mismo con los demás personajes y es más evidente con el de Nicole, la periodista. Desde que entra en escena, vestida con pollera larga gris, camisa cerrada con lazo negro, peluca oscura y anteojos enormes, nos damos cuenta de que nadie puede vestirse así. Sus cambios de look progresivos son de manual y el personaje en sí nunca nos parece empático Deberíamos sentir que es una persona frágil y al mismo tiempo inquietante, pero sabemos casi desde que pisa la escena que es una manipuladora perversa que va a terminar perdiendo y casi no nos importa nada de ella misma. Así con todos los personajes: desplegados hasta la intimidad desde el primer momento, no son más que herramientas, satélites alrededor del personaje central que carecen de vida propia. Así, lo único que hay para ver es a Susana Giménez haciendo un solo con telón actoral de fondo.

 

Se nota demasiado en aquellas escenas en las que no está que a los actores solo se les marcó el texto, algún tono y las entradas y salidas, a reglamento. Incluso es probable que lo mismo sucediera con Susana, pero Susana apela al repentismo y años de hacer comedia ligera, un oficio que, salvo Alberto Fernández de Rosa (que no está demasiado bien), nadie del elenco tiene -aunque la pareja de ricachones cursis y el veterinario, exentos de la presión de ser “grandes nombres”, hacen lo suyo con una precisión mucho mayor-. Esto no implica que sean malos actores, sino que este género, como cualquiera, tiene no solo reglas sino uso de herramientas muy específicas que han desaparecido o muy pocos tienen -o pueden reconstruir. Así las cosas, todo se resume a Susana Giménez.

 

Pero el negocio consiste en que quien paga la entrada, amparado en la coartada de “ir al teatro” (el teatro, por algún raro arcano, conserva un aura de prestigio que el cine nunca llegó a tener del todo), va a ver a Susana Giménez en carne y hueso, a tenerla a pocos metros durante dos horas. No pide otra cosa y solo le exige a la diva, como módico contrato, que lo haga reír, al menos un poco (una sola risa alcanzará para justificar el gasto, para hacer de la noche inolvidable). El negocio es redondo: entradas agotadas, calle Corrientes cortada hasta la mitad por cientos de espectadores y paseantes que la esperan a la salida, un saludo final brevísimo donde cientos se abalanzan cámara en mano para robar una instantánea. Y ahí es donde uno sospecha que a nadie le importa nada más que eso, que mientras el negocio funcione y la piedra no reviente la vesícula, alcanza y sobra. Como si Susana dejara de ser la gran payasa que se adueña del centro de la pista, y no fuera más que una atracción millonaria del freak show lateral: La Mujer Famosísima De La Tele. Alcanza con que salude, pues, y con el viejo y funcional “pasen y vean”.

SUSCRIPCIÓN
Si querés recibir semanalmente las novedades de elamante.com, dejanos tus datos acá:
ENCUESTA

¿Qué serie de Netflix te gusta más?

Cargando ... Cargando ...