Confirmación de un director – Sobre Ben Affleck Por Javier Porta Fouz

Fuego contra fuego, es decir Heat (1995), de Michael Mann, sigue probando que ha sido una película muy influyente. El aura (2005) remite a la película de Mann con la secuencia del blindado, con las salidas enmascaradas de la música mediante disparos o golpes de sonido, e incluso con algún diálogo (“esto se puede hacer”, afirmación clave del personaje de Montero –Walter Reyno–, similar a una afirmación clave de Neil McCauley –De Niro– en Heat). Bielinsky vio Heat muchas veces, y esto  está confirmado por una fuente confiable. Batman, el caballero de la noche (Christopher Nolan, 2008) comienza con una secuencia trepidante, seca, de alto impacto: un asalto a un banco hecho de forma profesional, eficiente, muy al estilo del gran robo al banco de la secuencia central de Heat. Nolan ha mencionado a Heat como una influencia crucial para la que ha sido –hasta el momento– su mejor película. Y hasta puso, en un evidente guiño a Heat, a William Fichtner (el pérfido lavador de dinero de la película de Mann) como banquero. A juzgar por El aura y Batman, el caballero de la noche, la influencia de Heat es, entonces, altamente positiva. Habrá que agregar ahora a los buenos epígonos de Michael Mann a Ben Affleck, porque The Town es otra película con influencias de Heat (en los robos a los bancos, en el tiroteo del final, y en otras cosas). Affleck, como Bielinsky y a diferencia de Nolan, comprende el clasicismo, entiende bien lo que significa la mejor tradición del cine americano, así que esa influencia ha dado frutos probablemente perdurables. Mann siempre se ha preocupado por hacer un cine de raigambre clásica pero fuertemente contemporáneo, sus películas remiten con fuerza a su año de rodaje, incluso en sus técnicas de filmación; Affleck, por su parte, parece estar cómodo con un cine menos anclado en la actualidad y en los gadgets tecnológicos. El de Affleck, al menos hasta el momento, es un cine que considera más el tiempo en la vida de sus personajes que el tiempo o las circunstancias de la sociedad que los circunda o la actualidad de las tendencias del cine.

 

Affleck, como Bielinsky y como Mann, no hizo su ópera prima en su primera juventud: Mann estrenó Thief a los 38, Bielinsky Nueve reinas a los 41 y Affleck Gone Baby Gone a los 35. Y si bien la madurez no es un valor en sí mismo ni para ser aplicado a cualquier película, en el caso de Affleck parece reforzar otros valores de corte clásico como la serenidad narrativa, cuando hace falta, y la seguridad constante en el tono, características habituales en Clint Eastwood, otro debutante tardío, otro actor devenido director. Play Misty For Me (Obsesión mortal, 1971), un thriller muy bueno y muy tenso, fue el debut de Eastwood a los 41 años. Es curioso: el título de estreno de la opera prima de Eastwood tiene dos de las palabras idiotas habitualmente usadas para crear títulos idiotas en Argentina. En el caso de Ben Affleck, las dos palabras idiotas para el título idiota en Argentina de The Town son estas dos: Atracción peligrosa (y hay que decir que en el caso de Eastwood el título idiota estaba un poco más justificado). En Atracción peligrosa, es decir en The Town, la música de David Buckley y Harry Gregson-Williams, en los momentos reposados, busca evidentemente ecos de varias películas del Eastwood de las últimas dos décadas mediante un piano tenue, melancólico, ejecutado casi con timidez. Los ecos de Eastwood estaban también en la ópera prima de Affleck, Gone Baby Gone (Desapareció una noche, 2007), basada, al igual que Río místico, de 2003, en una novela de Dennis Lehane. Si Río místico, con su tono actoral crispado y sus subrayados, se convertía para algunos de nosotros en una película indigna de Eastwood, con Gone Baby Gone Affleck parecía reescribirla con tranquilidad y clasicismo. Sin alardes, con humildad, Affleck “corregía” al maestro al realizar una película de temática similar pero con mucho mayor clasicismo, seguridad y aplomo. Tanta humildad demostró Affleck en Gone Baby Gone que ni siquiera se puso como actor, y le dio el protagónico a su hermano Casey, casi como diciendo “podría haber estado yo, pero no”. En 2007, Affleck cargaba con algunas pésimas elecciones actorales en los años anteriores y probablemente no haya querido contaminar su película con su rostro, todavía asociado en ese entonces a cosas como Pearl Harbor o Gigli. Hoy en día, con varios aciertos como actor como State of Play (La sombra del poder) y sobre todo Extract, la gran película de Mike Judge de 2009 (no estrenada aún en Argentina en ningún formato), Affleck se animó al protagónico en su segundo trabajo como director (a diferencia de Eastwood, que lo hizo en su ópera prima). Con Gone Baby Gone Affleck quiso demostrar lo que los prejuicios juzgaban como imposible: que podía dirigir bien (mi crítica de Gone Baby Gone, en EA 187, llevaba como título “Bienvenido, Mr. Affleck”, como si Affleck hubiera estado anteriormente fuera del cine). Un paso a la vez. The Town es otro gran paso, que va más allá de la demostración por parte de Affleck de que puede dirigir bien y también actuar bien. Y ese “bien” es amarrete y demasiado cómodo. Affleck dirige y actúa con nobleza, con integridad.

 

Volvemos a Eastwood, una vez más. Eastwood es alguien que –a diferencia de Stallone y tantos otros– siempre aceptó sus arrugas. Claro, me dirán, cuando Eastwood comenzó a arrugarse no había tantas cirujetas ni inyecciones de placenta de mono o de lo que sea para las mejillas. No me jodan, no es por eso que Eastwood no está “retocado”: Eastwood es Eastwood, y sabe el valor de un rostro cinematográfico real, un valor que se acrecienta ante cada nuevo rostro de cera igual a los otros (monstruosos, anticinematográficos, ridículos, dignos de usurpadores de cuerpos), rostros de cera de gente que no entiende que el paso del tiempo es inexorable y que el cine es un arte que documenta como ningún otro ese paso. Si Tarkovski describió al cine como al arte de “esculpir en el tiempo”, los rostros estirados como si fueran de látex escupen en el tiempo, escupen para arriba. Y ya se sabe lo que pasa con las escupidas hacia arriba: una de las tantas demostraciones ha sido el fin de la carrera de comediante de Steve Martin, a quien en Enamorándome de mi ex (It’s Complicated, 2009) directamente se le asignaba el rol de señor sin gracia (y el rol abyecto de esa mala película en estos tiempos es muy importante; hay que ser muy cínico para poner un chiste contra el hipotético estiramiento facial del personaje Meryl Streep para luego unirla a Steve Martin sin decir nada sobre su apariencia de muñeco). Ben Affleck, ya cerca de los 40 años, luce sus arrugas con hidalguía, con la firme convicción de que no se puede hacer cine con el rostro intervenido para negar inútilmente el paso del tiempo. Rebecca Hall, por su parte, mucho más joven (no cumplió los 30), tiene unas hermosas arrugas de expresión. Sépanlo, actores mutantes de látex: las arrugas son fundamentales para el cine, y si Australia de Baz Luhrmann fue un parcial fracaso lo fue en gran parte por el rostro estirado de Nicole Kidman en una película cuya acción transcurre antes de la Segunda Guerra Mundial, entre planicies polvorientas y canguros. Hay algo genuino y tremendamente pregnante en los rostros de los personajes de The Town, en la presencia actoral de un elenco con objetivos claros. Affleck y Hall son el corazón de la película con sólo mirarse, y logran mostrarse desnudos y desasosegados emocionalmente con gran economía gestual y con diálogos escritos según la mejor tradición clásica. Jon Hamm es un agente del FBI con enorme carga de obsesión (en la línea del Pacino de Heat, un perro de presa) y con algo de desagradable en el brillo de su pelo, en su prolijidad excesiva y un tanto amanerada, que lo ubican como justo oponente del afable, genuino y barrial personaje de Affleck. Chris Cooper (como lo es siempre Jeff Bridges) es uno de esos recursos naturales, siempre confiables, que tiene Hollywood. Y Pete Postlethwaite, con unos pocos minutos, se convierte en el personaje más tenebroso de la película, un alma podrida cuya fealdad se refleja en su rostro. Y Jeremy Renner (el protagonista de The Hurt Locker) juega a hacer del James Cagney más incendiario, y está a la altura de las circunstancias. Si los actores brillan y aportan con solidez y solidaridad al plan general del relato, es porque hay un buen director detrás, un director confiado, alguien que está seguro de cómo narrar, que sabe generar tensión con armas nobles y que –como los buenos directores americanos de los setenta– sabe pasar de la acción más energética a las escenas más reposadas o intimistas sin quebrar la unidad mayor, la cohesión del relato. Con su segunda película, Affleck confirma que sabe pintar su aldea (tanto The Town como Gone Baby Gone transcurren en Boston, ciudad en la que se crió), renueva y amplía sus credenciales como director, y hasta abre la posibilidad de que el viejo Eastwood tenga –finalmente–  un heredero cinematográfico.

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