Cold War, Pawel Pawlikowski (Sección Oficial)
Ash Is Purest White, Jia Zhang-ke (Sección Oficial)
El ángel, Luis Ortega (Un Certain Regard)
Por Jaime Pena
11/05/2018
La nueva película de Pawel Pawlikowski, Cold War, cuenta al menos dos historias. La primera es una historia musical que se inicia con varias piezas del folclore polaco, sigue con la adaptación de esas melodías al contexto político del estalinismo, las versiones jazzísticas y, finalmente, en una suerte de parodia, la impostura de los ritmos latinos. La segunda es una historia de amor entre Wiktor (Tomasz Kot) y Zula (Joanna Kulig), una historia que se prolonga desde 1949 y 1964. Quince años de una historia musical, romántica y política que se condensan en menos de media hora. Pawlikowski repite la fórmula ensayada en Ida y el resultado está como mínimo a la misma altura: pantalla cuadrada, blanco y negro, silencios, diálogos tan precisos como esenciales, profundas elipsis, encuadres que dejan un gran espacio vacío en la parte alta del plano…
Al poco de comenzar la película, cuando las investigaciones de Wiktor y su compañera Irena sobre el folclore polaco se han visto recompensadas con la dirección artística de una nueva escuela de música y danza, Zula hace su aparición en pantalla. Convence a una ingénua aspirante para que la deje acompañarla haciendo una doble voz en su prueba, en la que la seleccionada será Zula: su belleza vampiriza la mejor voz de su compañera y conquista a Wiktor, no tanto a Irena. Su turbio pasado (a punto estuvo de asesinar a su padre cuando la “confundió” con su padre) y que esté en libertad condicional añaden una sombra de duda adicional sobre su ambición. Y bastan dos breves secuencias para retratarla. Es difícil encontrar otro director contemporáneo con tanto poder de síntesis narrativa.
Quizás hay también algo de mecánico en ello. O como viene a decir el personaje que interpreta Jeanne Balibar en un breve papel, el metrónomo mata el tiempo. Zula rechaza con despecho la metáfora que, sin embargo, parece encubrir algún tipo de autocrítica: por momentos uno desearía que ciertas escenas y momentos se prolongasen algo más, que rompiesen esa cadencia rítmica que propulsa impulsivamente el relato como si el cine no tuviese la capacidad de detener el tiempo.
Casualmente, Ash Is Purest White, la nueva película de Jia Zhang-ke, también cubre un arco temporal similar, de 2001 a 2018, y la relación tormentosa, con sus idas y venidas, de una pareja, Qiao (Zhao Tao) y Bin (Liao Fan). Posiblemente estamos también ante la mejor película de Jia desde Still Life, con la que Ash Is Purest White dialoga de una forma tan clara como profunda. Durante el segmento central de la película, Qiao, que ha salido de la cárcel después de cumplir cinco años de condena por defender y encubrir a Bin, viaja desde su Datong natal hasta la presa de las Tres Gargantas. Estamos en 2006, el año preciso de Still Life, y Qiao busca allí a Bin de la misma manera que el personaje de Zhao Tao buscaba a su marido en aquella solo para anunciarle que quería el divorcio. La situación se invierte en esta nueva película, pero por momentos uno tiene la sensación que Jia le ha proporcionado unos antecedentes y un epílogo a la historia de Zhao en Still Life. No solo eso, las correspondencias entre las dos películas atañen también a los ovnis.
En Ash Is Purest White hay también bastante música, sobre todo YMCA de Village People, que suena tres o cuatro veces, pero su la otra historia que cuenta no es musical sino que tiene que ver con los profundos cambios económicos y paisajísticos que ha experimentado China en estos primeros años del siglo. Ya sé que esta es la historia que cuentan prácticamente todas las películas de Jia, solo que en este caso nos está mostrando el reverso de esa historia de progreso: Qiao y Bin no son más que dos personajes que tocaron con la yema de los dedos el éxito y el poder pero que por culpa de un desafortunado incidente se vieron condenados a interpretar el papel de los perdedores de la gran transformación del país.
En tres días de festival la principal constante parece ser la reconstrucción del pasado. Sucede también con El ángel, con la que Luis Ortega recrea el caso de Carlos Robledo Puch que, en 1971, cuando solo contaba con 17 años, mató a once personas y cometió varios atracos. La película de Ortega es un puro ejercicio de género con una más que competente pericia narrativa, un retrato de un asesino serial que no se aventura en procelosas cuestiones psicológicas, dejando de lado muchas de las ambigüedades del personaje, entre ellas las más turbias, las relativas a su sexualidad (que podrían haber acercado El ángel a la española La semana del asesino, película de 1972 dirigida por Eloy de la Iglesia). De hecho, algunos de sus crímenes más escabrosos (violaciones, el intento de un bebé) no forman parte de la historia que nos cuenta Ortega. En cualquier caso, una película de género como esta suele reservarse en Cannes para sus Sesiones de Medianoche. Pero debe de ser que a una película latinoamericana, aunque sea de género, se le presupone siempre un discurso social y político, la sempiterna sordidez inherente al miserabilismo. De ahí que El ángel esté en Un Certain Regard, lo que no es malo, más bien lo contrario, pero que puede dar lugar a ciertos equívocos.