Por Jaime Pena
Cannes 21/05/2019
Frankie (Ira Sachs) Competición
Once Upon a Time… in Hollywood (Quentin Tarantino) Competición
O que arde (Oliver Laxe) Un Certain Regard
Tercera película de Cannes 2019 que no oculta su inspiración en Eric Rohmer, Frankie es una de las más extrañas de la filmografía de Ira Sachs (la más atípica junto a Married Life, su única película para un estudio). Si en su cine es constante la presencia de inmigrantes, Frankie es una película emigrante en su propia naturaleza, una coproducción entre Francia y Portugal rodada en Sintra (Portugal), un espacio emblemático del cine portugués. Con un reparto multinacional, el milagro es que Frankie sea una película de Sachs perfectamente reconocible, como Love is Strange marcada por la huella de Yasujiro Ozu, sobre todas por aquellas películas en las que un padre intenta casar a una de sus hijas para que no se quede soltera. Es lo que ocurre con Frankie (Isabelle Huppert) que intenta arreglar la vida de su familia al saber que el cáncer que padece ya no tiene remedio. De ahí esa reunión en Sintra, en la que se propone formalizar su herencia, la patrimonial, pero también la afectiva, reuniendo a su marido, ex-marido, hijo y mejores amigos. La película es una sucesión de recorridos por los distintos parajes de Sintra y de diferentes conversaciones normalmente en parejas, conformando una suerte de collage en el que se van desgranando las historias familiares, sus lazos afectivos, sus disputas, las rupturas o, incluso, un primer amor. El ambiente es el de un día de verano, en sí muy rohmeriano, pero la película se va decantando progresivamente por su lado más Ozu y, como también sucedía en Love is Strange, la muerte (en este caso su amenaza) se convierte en una oportunidad de reconciliación. El maravilloso plano final de la película lo expresa a la perfección.
La Frankie que interpreta Huppert es una reconocida actriz internacional y en la película se habla mucho de cine, sobre todo de Star Wars, en cuyas películas trabajan los personajes que interpretan Greg Kinnear y Marisa Tomei. Once Upon a Time… in Hollywood es, por supuesto, otra película sobre el mundo del cine o sobre los personajes que pululan por ese mundo. Es una película de Quentin Tarantino y una película “de” y “sobre” 1969. Hay una subtrama que alude a Roman Polanski y Sharon Tate (sí, esa), pero sus protagonistas son un actor y un especialistas ficticios, Rick Dalton (Leonardo DiCaprio) y Cliff Booth (Brad Pitt), respectivamente. El primero es un actor de westerns, más o menos famoso por una serie televisiva, pero de escaso recorrido; el segundo es su compañero inseparable, su doble, pero también su chófer. Tarantino reconstruye el ambiente del cine de Hollywood de esa época a partir de múltiples desvíos narrativos, unas veces un flash-back, otras un gag que le permite poner en escena a Bruce Lee, las más de las veces escenas íntegras de las películas que interpreta Dalton. Es la vertiente “de”, muy querida por Tarantino, muy aficionado a estos ejercicios de reconstrucción. Ya pasaba en Death Proof y Once Upon a Time… in Hollywood se presenta ante nuestros ojos como una película desconocida y recuperada de 1969 (su estética, sus mismos créditos), si no tanto en su estructura, sí en sus partes, sobre todo esas (la serie que le dio la fama, la película que ahora supone una oportunidad de renacimiento artístico) que constituyen el trabajo de Dalton.
Es un puzle un tanto extraño, derivativo, con largos monólogos que, como ya sucedía en The Hateful Eight, han perdido parte de la chispa del Tarantino de hace años; o quizás solo se trate de que ya no le interesan tanto ese tipo de diálogos. Lo cierto es que en Once Upon a Time se van desarrollando en paralelo dos historias, la de Dalton, que acabará haciendo carrera en Europa en los spaghetti westerns de Sergio Corbucci o Joaquín Romero Marchent (como toda película de Tarantino, asistimos a una sucesión de citas cinematográficas y musicales), y la de Booth, al que el azar lo acaba llevando a la granja de Charles Manson y sus chicas. Si su construcción es sorprendente y su estructura nos deja un tanto desorientados (ya habrá tiempo de retomarla en otro contexto y con más calma), el segmento final nos devuelve al mejor Tarantino, gozoso y emotivo a un tiempo cuando, esta vez como en Inglourious Basterds, opta por reescribir la historia y proporcionarle otro final a una de las más trágicas historias de Hollywood. Toda historia que comienza con un “érase una vez” se merece un final feliz.
O que arde puede acabar convirtiéndose en una de las grandes revelaciones de Un Certain Regard y el festival. La tercera película de Oliver Laxe es la primera que rueda en Galicia, tras dos primeros títulos filmados en Marruecos. Este retorno a los orígenes tiene algo de película fundacional, una película de ficción que tiene la extraordinaria capacidad de captar la esencia gallega (las inflexiones lingüísticas, el carácter, la ironía), o, para no ser tan pretenciosos, la esencia de la Galicia rural, más concretamente de las montañas de los Ancares. Centrada en el personaje de Amador (Amador Arias), un pirómano que sale de la cárcel después de cumplir condena por provocar un incendio “que casi quema toda la provincia de Lugo”, O que arde no es tanto una elegía sobre un mundo en extinción como una denuncia de la destrucción de la naturaleza y, por ende, de ese mundo rural que ya solo habitan unas pocas personas que se han resistido a emigrar. Esa destrucción puede tener la forma de las especies arbóreas invasoras (el eucalipto) o tan bienintencionadas como las de un grupo ecologistas dispuesto a poner en valor un espacio de cara a la potenciación del turismo. Enfrente está el pirómano, el único con conciencia de lo que está sucediendo, precisamente porque conoce íntimamente ese ecosistema, sabe cómo son las raíces de los eucaliptos y no precisa de ningún subterfugio (la mujer que ha estudiado veterinaria) para permanecer en su hogar.
Sobre esta paradoja se conforma un relato con dos vertientes. De un lado, la relación de Amador con su madre, Benedicta (Benedicta Sánchez), sostenida sobre los silencios, donde las explicaciones son innecesarias, pero también con el resto de sus vecinos, para los que Amador siempre será un pirómano. Del otro, la fastuosa pregnancia de unas imágenes (Mauro Herce) que, desde las iniciales de esos árboles que se doblan sobre sí mismos ante el arrastre de los bulldozers, imponen su presencia mayestática y que alcanzan su cénit con las escenas finales del incendio. La naturaleza (el documental) se impone sobre cualquier requisito de la ficción, primero con unas llamas imposibles de dominar (y la pregunta que nos hacemos es cómo los cineastas pudieron llegar hasta allí), después con unas tierras quemadas y baldías por las que camina Benedicta. O que arde tiene mucho de exorcismo, el de un cine que necesita practicar una política de tierra quemada para volver a renacer.