Cannibalismo 2014 – día 8

Llegó el momento más esperado pero quién no llegó fue Jean-Luc Godard. Se sabía desde hace varios días, pero los creyentes no perdíamos la esperanza: ver a Godard es una cuestión de fe. Resulta extraño que una película como Adieu au langage no haya sido acompañada por su creador y sí por los productores y actores que recibieron los aplausos finales con estoicismo, sabedores de que eran unos simples mediadores (chapó a todos ellos). Mientras escribo esto las pantallas de la sala de prensa del Palais de Festivals retransmite el photo-call de la película, provocando una nueva sensación de extrañeza, como si hubiésemos asistido a la proyección de una película huérfana, si no a una película póstuma.

Obviamente Adieu au langage es una película cuyo autor se identifica en cada una de sus imágenes, en sus rótulos, en sus voces. Por más que ese autor haya preferido quedarse en su casa de Rolle y no cumplir con el ritual que exige un festival como el de Cannes, delegando en otros esa función, precisamente aquellos que más partido podrán sacar de la experiencia. En realidad, la primera pregunta que uno se hace ya con las imágenes iniciales de la película de Godard es qué hace esta película en la competición de Cannes. Sí, ya sé que es lo que llevábamos pidiendo desde hace tiempo y que si Adieu au langage se hubiera presentado fuera de concurso o en una sección paralela nos acordaríamos de toda la familia de Thierry Fremaux. Lo que ocurre es que esa impresión inicial que se va confirmando durante la proyección y amplificando al finalizar la misma tiene una razón de ser. En una edición de Cannes como la que estamos sufriendo una película como Adieu au langage confirma que el cine puede y debe ser otra cosa, que no debemos contentarnos con horrores como el que tocó vivir esta misma mañana, por obra y gracia de Michel Hazanavicius. En serio, ¿alguien quiere hacernos creer que Godard y el firmante de The Search pueden formar parte de la misma competición, de la misma dimensión espacio-temporal? Se puede hacer sangre con Hazanavicius, pero en realidad podríamos citar a cualquier otro de la sección oficial: o Godard o los otros, no hay competición posible.

El desaguisado se puede incrementar el sábado. Cuesta creer que este jurado (u otro) le vaya a dar la Palma de Oro a Godard. En realidad importa bien poco, solo pido que no le den un premio de consolación tipo mejor director o mejor contribución artística, pues eso significaría que este grupo de profesionales estaría insultando al oficio que les da de comer, al nombre más importante que el cine ha dado en los últimos cincuenta años. Hagamos un pacto: o Palma de Oro o nada, en virtud de un acuerdo tácito de que, efectivamente, Adieu au langage no formaba parte de la competición, era tan solo un prototipo del cine que nos deparará el futuro.

Bien, tampoco se trata de eso. Como siempre ha ocurrido con Godard, su cine está anclado al presente, es una consecuencia y una explicación del mundo que le ha tocado vivir, en los sesenta, en los setenta o ahora en la segunda década del siglo XXI; una explicación o una respuesta estética y política. De eso trata en definitiva también Adieu au langage, de buscar un sentido a las imágenes que el cine (o el audiovisual) nos ofrece hoy en día. Quizás así se pueda entender la elección del 3D como una parodia a esas ansias por trascender las dos dimensiones de la pantalla de cine. El 3D tal y como lo entiende Godard, y tal y como ya lo puso en práctica en Les trois desastre, es un artificio que puede llegar a molestar. No hay duda de que esa es su intención cuando en dos momentos de Adieu au langage separa (en el rodaje) las dos cámaras con las que se logra el efecto tridimensional y provoca una distorsión en nuestra visión. En casos como estos, el 3D puede llegar incluso a doler. Dado que uno de los protagonistas de la película es un perro, puede que Godard esté identificando el 3D con el punto de vista canino.

Estos setenta minutos de Adieu au langage son nuevamente una colección de y referencias fílmicas, literarias, filosóficas y musicales; un soliloquio que consigue integrar con total naturalidad una historia (la relación de una pareja, que es de lo que tratan todas las películas) que es constantemente bombardeada con citas y acotaciones que, entre la provocación y el humor que no ha abandonado a este viejo cascarrabias, conforman un conjunto de una belleza deslumbrante. Y de la misma forma que Godard vuelca en sus películas todas sus preocupaciones intelectuales, de ahí que la mejor (o la única) forma de entender sus películas sería a través de ediciones críticas, los espectadores también transferimos nuestra propia experiencia, con Godard o con quién sea. En mi caso, en los últimos meses me han marcado profundamente varias películas de Stan Brakhage y, ante la visión de los cuerpos desnudos, las imágenes de la naturaleza, las sobreimpresiones o los colores que se desparraman por la pantalla en Adieu au langage, no he podido dejar de pensar durante toda la proyección que quizás hay lazos profundos que unen a estos dos ermitaños, el de Rolle y el de Colorado (sí, ya sé que hay diferencias muy significativas entre ambos; hablo tan solo de un tipo de experiencia que no busca tanto los significados y que simplemente se recrea en el placer estético).

La ya citada The Search ha coincidido en el mismo día no solo con Godard, sino también con Maidan, de Sergei Loznitsa, otra película que, como la de Hazanavicius, nos habla de un conflicto en una antigua república soviética. The Search traslada a la Chechenia de 1999 el argumento de la película homónima de Fred Zinnemann de 1948. Los padres de tres hermanos chechenos son asesinados (y la ejecución filmada) por militares rusos. A partir de aquí la película de Hazanavicius narra el proceso que ha de conducir al reencuentro de los tres hermanos, algo así como Lo imposible pero en versión ONG. Es más, las verdaderas protagonistas de la película son dos mujeres, una fancesa, la otra norteamericana, que trabajan para organismos internacionales en la propia Chechenia, particularmente el personaje que interpreta Bérénice Bejo, que acoge en su casa a uno de los hermanos. Hay otra historia, la de un soldado ruso al que le corresponde la misión narrativa de filmar el asesinato inicial. Pero Hazanavicius dilata el relato hasta las dos horas y media y sin motivo aparente, quizás simplemente porque su ambición es realizar una película “importante”. Todo queda sintetizado en el plano final, pura pornografía sentimental que hasta nos hace añorar la nadería de The Artist.

Por su lado, y desde una perspectiva radicalmente opuesta, Maidan recoge la revolución que con ese nombre tuvo lugar (no sé si se puede hablar en pasado) en Kiev (Ucrania) entre principios de noviembre de 2013 y finales de febrero de 2014, los acontecimientos que culminaron con la salida del presidente Viktor Yanukovich del gobierno del país. Con apenas cuatro rótulos explicativos, el director bielorruso filma cronológicamente el proceso del levantamiento popular: las concentraciones masivas, las arengas, los discursos, las canciones que entona el pueblo ucraniano, etc, etc. Percibimos que la tensión va creciendo y, en un determinado momento, cuando se escuchan los primeros disparos, Loznitsa se ve obligado a romper el dispositivo de planos fijos y gira su cámara para descubrir a su espalda a la policía con todo su parafernalia antidisturbios. A partir de ahí Maidan se ve obligada a tomar partido recogiendo la virulencia de los enfrentamientos entre manifestantes y policía: las barricadas, los botes de humo, los disparos, los incendios, las ambulancias… hasta culminar con el triunfo de la revolución y el homenaje a los fallecidos (el traslado de los féretros tiene algo de la emoción de Sierra de Teruel). Filmada en menos de cuatro meses, montada en tres, Maidan es el mejor ejemplo de cine urgente, la confirmación de que todavía podemos confiar en el cine político.

Jaime Pena

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