Hablando de pintura y cine, el Van Gogh de Maurice Pialat no llegaba a mostrar (¿casi?) ningún cuadro en toda la película. A Pialat le interesaba la persona, casualmente llamada Vincent Van Gogh. En La danse. Le Ballet de l’Ópera de Paris Frederick Wiseman se adentraba en la compañía de danza parisina para desvelar el funcionamiento de la institución cultural, su política artística. Veíamos muchos ensayos, muchas reuniones internas, pero apenas entreveíamos los espectáculos de danza desde un lateral del propio escenario. National Gallery (Quincena de los Realizadores) es la nueva película de un últimamente muy prolífico Wiseman (hace nueve meses presentó en Venecia At Berkeley, con sus cuatro horas de duración). Como suele ser habitual, Wiseman ha respondido a un encargo del propio museo londinense. Sorprendentemente, esta vez parecen interesarle bien poco las entrañas de la institución, su política museística, las cuestiones económicas que, por ejemplo, centraban las discusiones de At Berkeley. Wiseman adopta la posición del visitante y atiende a las explicaciones de los guías, las conferencias o las actividades didácticas. Somos testigos de alguna reunión del equipo de gestión, nos adentramos en los talleres de restauración, pero casi siempre para asistir a alguna presentación o la detallada explicación de los responsables del departamento. Más que observar, Wiseman parece contentarse con escuchar, pero lo que escuchamos es el discurso público, el mensaje oficial. Y por si alguien se lo pregunta, sí, en National Gallery se ven muchos cuadros, es más, apenas salimos de las salas de exposición.
También en Saint Laurent se ven muchos vestidos. No podíamos esperar otra cosa de una biografía de Yves Saint Laurent. O sí, cuando Bertrand Bonello figura detrás de la cámara. Sin estar ante una biopic convencional, sí estamos ante la película más convencional de Bonello, una propuesta que, como le ocurría a Mr. Turner, corre el riesgo de quedarse a medio camino, en buena medida por culpa de una duración excesiva (dos horas y media, algo habitual en este Cannes) y por una repetición constante de temas y poses que emparentan al diseñador con cualquier estrella de rock de los sesenta o setenta. A Saint Laurent lo vemos en su taller diseñando, pero también con sus amantes y consumiendo todo tipo de drogas. El problema en todo caso no radica en esta visión unidireccional, sino en el hecho de que Bonello ha querido componer un retrato muy fragmentado, una suerte de Mondrian, al que llega a citar en una escena con la pantalla partida; fragmentado en su desarrollo cronológico y fragmentado en escenas muy breves que nos hacen añorar el ritmo más pausado y las largas tomas de L’Apollonide. O un retrato circunscrito a un periodo concreto, algo que le hubiese permitido a Bonello una mayor concentración y no está dispersión que parece una grosera metáfora del vacío y la superficialidad del mundo de la moda. Con todo, hay una secuencia de montaje particularmente notable (y provocadora) que juega con la pantalla partida: a la izquierda imágenes de noticiarios de finales de los sesenta y principios de los setenta (mayo del 68, la caída de De Gaulle, Vietman), a la derechas los desfiles de moda con las colecciones de YSL de esos años.
Bonello es otro de esos muchos nombres que repiten una y otra vez en la competición de Cannes. Alice Rohrwacher ha sido seleccionada por primera vez gracias a su segunda película, Le meraviglie, una propuesta muy modesta que tendría, quizás, mejor cabida en Un Certain Regard o la Quincena, pero que, caprichos de los programadores, figura a competición. Hasta cierto punto hay que congratularse de ello, más si consideramos que esta película italiana es de lo más digno que se ha visto hasta ahora en la sección oficial. En una paralela ganaría algunos adeptos, en la competición acabará llevándose algún premio, pues es fácil imaginarse a algún miembro del jurado enamorándose de las niñas protagonistas y, para qué negarlo, del saber hacer de Rohrwacher para narrar esta historia de tintes autobiográficos con un estilo que combina la tradición italiana del neorrealismo (la vida en la granja), aquí pasado por la escuela Dardenne, con el grotesco felliniano (las escenas del concurso televisivo). A Rohrwacher le cuesta encontrar un final satisfactorio, quizás porque no quiere deshacerse de sus personajes, pero lo cierto es que casi siempre logra evitar el terreno minado (las trampas sentimentales, los giros dramáticos) del que suele estar llena toda película con niños.
Precisamente, un niño es lo que falta en The Disappearance of Eleanor Rigby (Un Certain Regard), la causa de la ruptura de la pareja protagonista, él (James McAvoy) y ella (Jessica Chastain). En el mes de septiembre esta película ya se presentó en el festival de Toronto, en una versión de tres horas, una suerte de programa doble que presentaba dos películas (“Ella” y “Él”) que narraban una separación desde los dos puntos de vista. En Toronto la película del debutante Ned Benson fue adquirida por los hermanos Weinstein y el resultado es lo que se ha visto en Cannes. ¿Adivinan el nuevo subtítulo? Sí, “Ellos”, lo que se traduce en una hora menos de metraje y en un montaje paralelo (desconozco qué pasará con la versión anterior, comprada en muchos países). Sabiendo la historia, la presencia de Benson presentando la película con Harvey Weinstein resultaba, como mínimo, delicada. Mucho más después de ver la película y sospechar todo lo que se debe haber perdido con este nuevo montaje (la estructura especular, los ecos entre las dos historias) que convierte a Eleanor Rigby (evidentemente se trata de una cita de los Beatles, una anécdota que no desvelaré) en una película mucho más convencional, con indudables aciertos, pero también con muchos tics del cine independiente norteamericano.
Tampoco The Rover (presentada fuera de concurso en las sesiones de medianoche) destaca por su originalidad, sino más bien por su vigor narrativo. David Michod ambienta su historia en una Australia “después de la caída (collapse)”, un futuro postapocalíptico en el que rige la ley del más fuerte. Con una estructura de road-movie a lo Mad Max (la gasolina se ha convertido en un bien escaso), Michod presenta a un protagonista (Guy Pearce) que, en su laconismo, parece cortado por el patrón del personaje de Clint Eastwood en los westerns de Sergio Leone. A nuestro protagonista le roban el coche y no cejará en su empeño hasta recuperarlo (Dude, Where’s my Car?, es la pregunta que repite constantemente, bueno, sin el dude delante). Por supuesto, tiene sus razones.
Jaime Pena